Con motivo del accidente mortal de la nave submarina Titan se ha sabido que la empresa OceanGate Expeditions, organizadora de los viajes a las profundidades donde está hundido el Titanic, despidió en 2018 a su director de Operaciones David Lochridge por cuestionar la seguridad de la embarcación. La demanda acabó en el juzgado, donde Lochridge expuso negro sobre blanco todas sus dudas sobre la fiabilidad de la embarcación y cómo no le habían hecho caso en la empresa.
Nada nuevo. En el libro La consultora, subtitulado "Cómo McKinsey dirige el mundo" (Pirámide, 2023), los periodistas de The New York Times Walt Bogdanich y Michael Forsythe narran la perniciosa influencia de esta firma norteamericana en varias compañías, entre ellas Disney, que contrató a McKinsey a finales de los años noventa para hacer lo que hacen las consultoras: dar una serie de recomendaciones sin ningún tipo de responsabilidad porque la decisión final siempre es de la parte contratante.
El caso es que MacKinsey aconsejó a Disney prescindir del equipo de mantenimiento en Disneylandia y sus parques hermanos y sustituir sus rutinas por chequeos menos exigentes y con menos personal cualificado que los implantados por Walt Disney 30 años antes. El objetivo era reducir costes y ser "más eficientes". Así, la consultora preguntó al supervisor de mantenimiento Bob Klostreich por qué se revisaban a diario las barras de seguridad de las montañas rusas si nunca habían fallado. "Nunca han fallado porque las revisamos todas las noches", fue su respuesta, que no evitó que se redujeran las inspecciones. Cinco meses después, Klostreich alertó por escrito a la dirección sobre la creciente falta de seguridad, sin obtener respuesta, y al año siguiente se produjo el primer accidente mortal. Cuando meses después Klostreich volvió a denunciar la falta de seguridad, fue despedido. En los siguientes años hubo varios accidentes mortales o con heridos muy graves en Disneylandia, varios de ellos en montañas rusas, hasta que California cambió la ley y obligó a reforzar la seguridad.
Desde que nos contaron el cuento de Pinocho sabemos que desoír a Pepito Grillo tiene sus inconvenientes. Una especie de Pepito Grillo contra la corrupción ha sido en los últimos años Joan Llinares, director de la Agencia de Prevención y Lucha contra el Fraude y la Corrupción de la Comunitat Valenciana, conocida como Agencia Valenciana Antifraude, organismo público independiente que para sus impulsores —Podemos, Compromís y PSPV, por este orden— ha resultado ser demasiado independiente.
Si hacemos caso a una información publicada por Las Provincias, periódico que tiene muy buenas fuentes, la nueva mayoría de PP y Vox en la Generalitat está planteándose cargarse la Agencia Antifraude como parte de su política de "acabar con los chiringuitos". No se lo aconsejo a Mazón porque sería un error político y estratégico.
Sería como cargarse todo lo construido hasta ahora contra la violencia de género, que podrá calificarse de insuficiente y/o ineficiente, pero no de inconveniente. Con la lucha contra la corrupción es lo mismo: nunca hay medios suficientes. No sobra nadie.
El organismo que dirige desde su creación Joan Llinares, quien el año que viene acaba mandato sin posibilidad de renovación, ha contribuido a que haya menos corrupción en la Comunitat Valenciana gracias a los toques de atención que viene dando desde hace seis años. No solo en la Generalitat sino también en ayuntamientos como el de València, donde ha destapado numerosos casos de corruptelas —menos cuantiosas que la corrupción a gran escala pero igual de censurables—, que no han llegado a los tribunales porque el secretario municipal tiene buenas tragaderas y los jueces ya no quieren caza menor salvo en ocasiones excepcionales como el de Laura Borràs.
Bien lo sabe la flamante alcaldesa de València, María José Catalá, que en la oposición empleaba los informes de Antifraude para atizarle a Ribó, a pesar de que desde el PP, con Eva Ortiz de ariete, siempre han cuestionado la necesidad de esta agencia y la han torpedeado cuanto han podido. Parece lógico que cuando uno gobierna no quiera una mosca cojonera señalando sus errores; lo sorprendente es que no la quiera un partido de la oposición que aprovecha los informes para ejercer su labor de control.
Tampoco la Agencia ha tenido apoyo en los partidos que impulsaron su creación, que consideran que se les ha vuelto en contra. Ribó, por ejemplo, ha hecho como Pinocho, ni caso a Pepito Grillo hasta que se lo llevó la marea. Quizá esperaban que Llinares se dedicara a sacar escándalos de la época del PP y no de unos gobiernos progresistas que se creían libres de todo peligro de corrupción.
De manera que nuestro héroe apenas ha tenido quien le defienda desde que empezó su cruzada a mediados de 2017. A ver si ahora que PSPV y Compromís pasan a la oposición entienden mejor los beneficios de contar con este organismo, cuyos trabajadores proceden todos de la función pública —no de enchufar a amiguetes— y que tiene un coste de 5,3 millones de euros, el 0,018% del presupuesto total de la Generalitat que supera los 30.000 millones. Eso, sin contar el servicio gratuito que presta a las tres diputaciones, los 542 ayuntamientos valencianos y decenas de empresas públicas y chiringuitos reales, sobre los que también tiene capacidad de actuación.
Sería un error político cargarse este organismo, como lo fue dejar de revisar a diario las barras de seguridad de la montaña rusa. Sería abono para la corrupción, como decía en este otro artículo, pues habría más fraude —no olvidemos que antes que nada es "agencia de prevención"— y acabaría estallando algún escándalo.
Y sería un error estratégico sobre todo para los populares, porque el mensaje que enviaría la nueva mayoría formada por PP y Vox, que ya ha anunciado que va a suprimir la Conselleria de Transparencia, es que les molesta la transparencia y les molesta la lucha contra el fraude. Solo faltaría que al PP, como a Vox, también le moleste la prensa.