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el callejero

El nuevo baile de Poliakoff

Foto: KIKE TABERNER
6/12/2020 - 

VALÈNCIA. David Poliakoff va despacio. Camina despacio, se mueve despacio y bebe despacio un té al que, cada poco, también despacio, le va añadiendo miel. Como si la pesada y larga historia familiar cayera sobre su maltrecha espalda de bailarín lesionado. Una vida excitante que tiene su punto de partida en el viaje que hizo su abuelo ucraniano por València vendiendo productos de marroquinería en los mercadillos ambulantes. Cuando llegaron a Alberic, él y sus dos hermanos se alojaron en el único hostal del pueblo y ahí conoció a Vicenta, la mujer de su vida. Aquel judío no fue bien recibido en aquella familia católica de Alberic, así que la pareja, ese exótico tándem formado por Vladimir y Vicenta, cogió y se marchó a València.

El pasado judío de los Poliakoff está esculpido en el rostro de David, acentuado por unas gafas redondas que descansan sobre una nariz prominente tan explícita como un pasaporte israelí.

El matrimonio tuvo dos hijas, Sara y Olga, y, en 1921, con apenas dos años, se las llevaron a París. Allí vivieron tres lustros. Las mujeres venían a València en verano a pasar unos días mientras el padre, consciente de que no era bien recibido en Alberic, prefería quedarse en Francia. Pero un año, cuando Olga ya había cumplido los 17, el médico espoleó a Vladimir a viajar con el pretexto de que le vendría bien descansar en un clima como el mediterráneo. Y ese verano que al fin se animó a viajar a València, el de 1936, tuvo tan mala suerte que le sorprendió la Guerra Civil.

Aquel hombre cogió a su familia y salió disparado hacia el puerto de Barcelona, se subieron al primer barco que partía hacia Marsella, pero al llegar a Francia no les dejaron desembarcar y les tocó regresar y, en su caso, desandar lo andado y volver a Alberic. Con el tiempo, no pudo recuperar su tienda de París y ya se quedaron aquí.

La estirpe de los Poliakoff, que venía de Ucrania, derivó entonces hacia África. La pareja se casó en Guinea y allí nació su primera hija, Olga Galicia Poliakoff, en la ciudad de Bata. "Por eso el documental sobre mi hermana que dirigió Eva Vizcarra hacía un juego de palabras con el título: 'La mujer que nació en bata'".

Su padre trabajaba allí como gerente en una finca de cacao y, de vez en cuando, se sacaba un extra como guía de safaris. Hasta que, a los ocho años, Olga se puso enferma. Ya habían perdido a un niño con un año, Jorge, y decidieron que ya estaba bien de vivir en África y se mudaron a València, donde poco después, en 1961, nació David.

Las amigas de la madre la animaron a dar clases de danza y por eso terminó abriendo una modesta escuela en la calle Burriana. Pero se puso de moda, la burguesía valenciana empezó a llevar allí a sus hijas y Olga Poliakoff, a quien el exótico apellido le ayudó como si fuera un truco de marketing, se mudó a un local más grande en la calle Conde Altea -en el tramo entre Almirante Cadarso y Joaquín Costa-, donde la escuela se convirtió en un clásico del barrio y de la ciudad. "Por ahí pasaron todas las niñas bien de València", presume David.

El niño era un buen estudiante que destacaba académicamente en La Salle. Hasta que, con ocho años, un cáncer le arrebató a su padre. "Yo era medalla de oro de los tres grupos de mi curso. Me gustaba estudiar, como le pasa ahora a mi hija Caterina, de seis años. Pero después de morir mi padre, mi madre pasó a dar clases de nueve de la mañana a nueve de la noche para sacarnos adelante a mi hermana y a mí, y me descentré. Empecé a criarme con niñeras y a los 14 años descubrí la danza. Mi madre invitó a una profesora de jazz y entonces dije '¡guau, esto es lo que yo quiero!'. Porque no había conseguido que me gustara la danza clásica, pero yo era fan de Michael Jackson y Fred Astaire, y cuando vi el jazz entendí que era lo que yo estaba buscando".

Hasta entonces había estado trabajando la elasticidad y la fuerza con Jaime Belenguer, un histórico gimnasta valenciano que fue el abanderado español en los Juegos de Roma 60. "Pero a los 14 lo cambié por la danza. Empecé a dejar los estudios, ya pasé a Barreira, donde aún hice dos años, pero ya a contrapelo... Me metí de cabeza en la danza y a los 19 me fui a París, donde viví tres años".

Aunque estaba deslumbrado por el jazz, su madre le recomendó aprender la danza clásica para tener una base fundamental en el oficio y, ya en París, el primer año allí lo dedicó al clásico en la escuela de Solange Golovine, "una maravillosa ex bailarina de los ballets del Marqués de Cuevas, donde iban muchos bailarines de Ópera para ampliar su formación".

De París a Atenas

Allí trabajó en una comedia musical en el mítico teatro del Casino de París, en la Rue Clichy, durante seis meses, pero poco después se produjo una coincidencia que hizo buena la premonición que tuvo con doce años al ver una película donde salían Atenas y las islas griegas. Al acabar, le dijo a su madre: "Mamá, yo un día viviré allí". Por eso, cuando, a los tres años de residir en París, llegó una compañía griega, pasó una audición y, de la noche a la mañana, se trasladó a Atenas.

Tenía 21 años, el cuerpo de un junco y unas ganas desmedidas por vivir la vida. Estuvo seis meses con esa compañía helena, hasta que conoció a Harris Mandafounis -algo así como el equivalente a Nacho Duato en Grecia- y aún hoy siguen siendo amigos. Trabajó mucho pero, cada vez que tenía un descanso, se escapaba a las islas griegas. 

A los dos años le entró la nostalgia y se volvió a París. "Pero en tres meses me di cuenta que lo que yo añoraba era València. Nada más volver me encontré con Gloria (Fernández), una bailarina de la escuela de mi madre que era una de las célebres azafatas del '1, 2, 3', y me animó a irme a Madrid porque Giorgio Aresu estaba buscando bailarines para un show de Bibi Andersen (ahora Bibiana Fernández), así que estuve dos años viviendo en Madrid. Esa época también estuvo muy bien y gané muchísimo dinero. Era un espectáculo de revista pero muy moderno para la época. Giorgio Aresu era Dios. Tenía mucha labia y se vendía muy bien. Como ahora Poti, íntimo amigo mío, que es uno de los tíos más simpáticos del mundo".

En Madrid se convirtió en polifacético. Lo mismo hacía televisión, que revista, que bailaba danza contemporánea en la compañía de Carmen Senra, que se abría camino como coreógrafo. "Y también empecé a trabajar con Norma Duval, que pagaba de miedo. Televisión a tutiplén y desfiles de moda. Era el año 1984 o 1985 y ganaba medio millón de pesetas al mes...".

Pero tanto trabajo acabó por pasarle factura. David Poliakoff era de los bailarines más altos y eso comportaba levantar a las chicas más grandes. Hasta que su espalda no pudo más. Un día, Carmen Senra, al verle sufrir de aquella manera, le recomendó bajar el ritmo, regresar a València y ponerse a trabajar de manera más relajada en las dos academias de su madre. Y así fue como, con 29 años, volvió a casa.

Aunque, en vez de la Olga Poliakoff madre, acabó con la Olga Poliakoff hija, quien le animó a que les representara con Vaganamos, la compañía de neoclásico que había fundado en 1978. "Pero a los tres meses me di cuenta de que solo con eso no iba a ganar un duro, me monté una oficina de 'management' y empecé a llevar compañías de teatro y danza de toda España. Y tuve un éxito brutal: empecé a representar a Sacristán, Nuria Espert, Rossy de Palma, a Wyoming... Yo los llevaba en la Comunitat Valenciana. Así estuve hasta el 94, que me barrió la crisis. Necesitaba cambiar y me metí en las escuelas de mi madre, que ya tenía más de 70 años, y logré levantarlas".

Cuatro años después se operó de vesícula y a los quince días, todo imprudencia, se puso a hacer abdominales. "Me hice una lesión gorda", se lamenta. Así que al año siguiente, con su madre a punto de cumplir los 80, cerró las escuelas. Su hermana se casó e hizo una celebración en el local de la calle Turia donde había colgadas unas fotos de danza. Cuando entró Carmen Alborch, admirada, preguntó que quién era el autor, y cuando supo que eran de David Poliakoff, le aconsejó que se dedicara a la fotografía. 

Y así cambió de profesión y, con 39 años, comenzó a hacer retratos y fotografía artística. "Está mal que lo diga, pero he hecho un carrerón". Sus años como representante le abrieron muchas puertas en el mundo de la cultura y a los seis meses ya estaba trabajando para el centro coreográfico, Teatres de la Generalitat, el Muvim... Pero también en Canal 9, haciendo las portadas de Hello Valencia, con Bvlgari...

Eso también quedó atrás.

Ya no baila y apenas hace fotos. Ahora es padre y vive de unos pisos que tiene alquilados. Pero la huella de la danza se percibe en esas manos y esos brazos armónicos que se mueven como si siguieran un vaivén sinfónico. Y en un dolor de espalda que ya es para toda la vida.

La muerte de sus tres mujeres

Otro tipo de dolor, más profundo, le asaltó con el nuevo siglo. Su tía Sara -"que era como una segunda madre para mí", puntualiza- falleció el 22 de noviembre de 2005; al año siguiente, el 13 de diciembre de 2006, su madre, ambas con 85 años, y a los dos años, otro 22 de noviembre, su hermana, de un derrame cerebral, en Barcelona, con solo 57 años.

Los últimos años estuvo atendiendo a su tía y a su madre. "Fue una época muy dura pero muy bonita. Cuidaba de dos bebés. Mi madre tuvo dos embolias y acabó sin poder andar ni hablar. Yo le gastaba una broma cariñosa y le decía que parecía que hablaba griego. O ruso". 

Fueron los años también en los que su hermana regentó el Nou Pernil Dolç (un juego de palabras en valenciano con Nueva York). "Era un after donde básicamente iba el mundo de la farándula. Todos los actores que venían a València terminaban allí... si les dejaba entrar. Como a Fran Perea. El manager llamó a la puerta, Olga le preguntó si era más famoso que ella, y cuando le dijo que sí, les negó la entrada".

Su hermana, incapaz de seguir en los escenarios, se montó su propio espectáculo en el antro que puso de moda en el Carmen. "Allí hacía lo que le daba la gana. Podía hasta ponerse una cubitera como sombrero. La policía, de vez en cuando, entraba a echar un vistazo y a pedirle los papeles. Un día llegaron dos agentes y le preguntaron si ahí se consumían drogas. Y ella, sin inmutarse, les contestó: 'Sí, señores, todos los días'".

Olga Poliakoff siempre fue una mujer extravagante. "Mi hermana se gastó todo el dinero en ropa y cremas. En los 70 iba con Pamela por la calle y la gente se paraba a mirarla. Si con 14 años me regaló una gabardina preciosa de Jesús del Pozo. Hubo un tiempo que iba con la compañía de Lindsay Kemp -bailarín y coreógrafo inglés-, se fueron a Japón y le pagaba a mi hermana 100.000 pesetas a la semana, con hotel pagado y dietas aparte. O sea, casi 500.000 al mes. Pues aún así volvió con medio millón de pesetas de deuda de tarjeta de crédito que le tuvo que pagar mi madre. Se compró una gabardina de Thierry Mugler de 100.000 pesetas. Se lo dejó todo en ropa... Y luego, con el bar, ya era el excentricismo encima del excentricismo. Yo sufrí porque se le fue la mano".

Esa mujer irrepetible murió con 57 años. Eso sí, vividos con intensidad y sin dejar indiferente a nadie. "Se iba a Ibiza a descansar, y estoy hablando de los años 70, salía de fiesta en el Ku y al día siguiente aparecía en la portada del periódico: Sofisticación en el Ku de Ibiza y una foto de mi hermana en la pasarela vistiendo un maillot con un pecho al aire y un zorro colgando tapándole el seno. Insisto: en los años 70".

David perdió a las tres mujeres de su vida en un par de años. Y eso, inconscientemente, impulsó al soltero de oro, un picaflor de manual, a, en poco tiempo, cuando ya todos los amigos le daban por perdido, casarse y tener una hija. "Nosotros estábamos muy unidos. Eran mujeres muy potentes porque mi tía también era la bomba. Tengo un amigo francés que siempre decía que mi tía era la mujer más elegante de València. Eran tres mujeres con mucho carácter y era difícil encontrar a alguien que estuviera a la altura de ellas. Yo tenía mis relaciones y mis novias, pero ninguna cuajaba, hasta que pierdo a las tres y descubro a Esther, que Esther también es la bomba. Como me dice un amigo: 'Tu mujer es guapísima, pero cuando abre la boca, mejora más todavía'. Aquello fue como encontrar lo que necesitaba y, claro, no podía dejarla escapar".

Y así es como hoy, con 59 años, viviendo en Arrancapins, habiendo dejado atrás París, Atenas y Madrid, lejos de los años frenéticos de la danza, o los tiempos de hacer arte con una cámara, es feliz dedicándose casi en exclusiva a cuidar de la pequeña Caterina, la última Poliakoff.

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