El Papa Francisco, querido por unos y odiado por otros, ha fracasado en su intento de frenar la decadencia del catolicismo en el mundo. Los templos se vacían. Los creyentes menguan y envejecen. Escasean las vocaciones. Y los obispos, que deberían ser ejemplo de integridad y coraje, compadrean con el poder político
Tengo un viaje pendiente a Buenos Aires. Se lo debo a mi padre, que vivió en la capital de Argentina diez años. Como otros gallegos, hizo las Américas allá por los años cincuenta del siglo pasado. A veces me pregunto si asistió a una misa celebrada por Jorge Bergoglio en la catedral de Buenos Aires, o si coincidieron paseando por los alrededores de la Casa Rosada o por la avenida Corrientes. Sólo Dios lo sabe.
Muchos años después de que mi padre pusiese fin a su vida de emigrante en Argentina, Jorge Bergoglio llegó “del fin del mundo” a suceder a Benedicto XVI. Pronto se vio que Francisco sería un Papa del agrado del progresismo, en contraste con su predecesor, que se ganó fama de ultraconservador como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en los tiempos de Juan Pablo II.
Francisco se reveló un gran comunicador con un estilo más directo y sencillo que el del intelectual Benedicto XVI. Sin embargo, en lo doctrinal no ha habido grandes cambios en su papado. Francisco ha sido avanzado en las formas y moderado en el fondo teológico. Ha continuado la lucha contra la pederastia, lo que puede considerarse uno de sus mayores aciertos desde que llegó al Vaticano.
Ese estilo popular le ha expuesto demasiado a los focos. Cuando un Papa o un rey concede entrevistas, desaparece el misterio que debe rodear a sus instituciones. No veo a Santiago Apóstol haciendo declaraciones a la agencia Reuters de su tiempo. Una monarquía y un papado pierden prestigio en cuanto se democratizan en busca del elogio fácil del público.
Quizá para congraciarse con el pueblo mexicano, el Papa ha pedido perdón por los excesos de la Iglesia en la Conquista española. Mucho se la ha criticado por ello. La prensa exaltada de derechas le ha llamado “comunista”, adjetivo que se nos antoja excesivo por sumamente hiperbólico; todo lo más, sería peronista, lo que tampoco dice mucho a favor de Su Santidad.
Sin faltarle el respeto a su figura, me atrevo a afirmar que el Papa se equivocó. Recuerdo que dijo que no se debe juzgar el pasado con los ojos del presente. Por tanto, ese tipo de perdón es absurdo e inútil pues parece dictado por el deseo de contentar a los sacristanes de la corrección política, hoy paladines del indigenismo. Si imitásemos al Papa, nunca dejaríamos de pedir perdón a multitud de ofendidos. La historia es una crónica de conquistas. Los españoles esperamos aún las disculpas de los romanos y franceses por invadirnos, y la de los ingleses por hundir nuestras fragatas (hay que ver la serie La Fortuna de Amenábar).
Más allá de esta polémica, que será olvidada como todo se olvida en el imperio de lo efímero, el papado de Francisco ha durado lo suficiente para merecer un balance provisional. Lo más reseñable es que Francisco ha fracasado en detener el declive del catolicismo en el mundo. Hoy es una religión en retroceso, arrinconada por los nuevos tiempos. En Europa los católicos, con todo su emporio educativo, apenas hacen oír su voz en una sociedad secularizada. En América los evangélicos les roban la cartera.
El futuro no pinta mejor. Los templos se vacían. Si algunas parroquias no han colgado el cartel de “Se traspasa” ha sido gracias al coraje de muchos curas y, sobre todo, a las mujeres que colaboran en su mantenimiento. La Iglesia, en cierta medida, sobrevive por ellas. Si vais a misa, veréis que representan el 80% de la feligresía. La edad media es de 65 años.
No entraré en las causas del declive de la Iglesia en países como España que —ahora sí— ha dejado de ser católica. Me limitaré a consignar la responsabilidad crucial de los obispos en este drama.
La grey, de la que formo parte, ha asistido perpleja al comportamiento de sus pastores. Con excepciones como la del cardenal Antonio Cañizares, la Conferencia Episcopal ha actuado, con cobardía y deslealtad hacia España, cuando debió pronunciarse en contra del golpe de Estado en Cataluña y el posterior indulto a los golpistas. Entonces, los obispos actuaron de pilatos mirando hacia otro lado.
Ahora fruncen el ceño y mandan a un tal Argüello para decir que no les gusta la agenda legislativa del Gobierno luciferino. Palabras, palabras, palabras. No combaten, como debieran, las leyes de eutanasia, desmemoria democrática y de ampliación del aborto. Su actitud timorata es sencilla de entender: el maniquí los tiene cogidos por los mismísimos. Temen quedarse sin la paguita, como la patronal y los sindicatos.
A pesar de las traiciones de los cuervos purpurados, seguiré siendo católico apostólico y romano. ¡A mi edad no me voy a hacer del Hare Krishna! Moriré abrazado a la religión de mis padres. Mi decisión obedece tanto a razones teológicas como estéticas. Moriré siendo devoto de la Virgen de Cortes pero también de la belleza de la Divina Comedia, la Piedad de Miguel Ángel y El Mesías de Händel.
Creer en Dios ha sido mi apuesta, y las apuestas pueden salir bien o mal.