VALÈNCIA. Los pasillos del Hospital Clínico de València son testigos silenciosos de una de las historias más cruentas de los últimos años. Por ellos, desde el pasado mes de marzo, han circulado las ruedas que han transportado a los pacientes de coronavirus de un lugar a otro en un intento, muchas veces desesperado, por salvarles la vida. Y testigos de excepción de ese ir y venir han sido los hombres y mujeres que trabajan en el servicio de Radiología.
Ríos de tinta han corrido contando el brutal trabajo que se hace en las UCI, pero poco o nada se ha escrito de quienes han seguido la pista del 'bicho' a través de radiografías y TAC. Las fotografías del maldito bicho han sido fundamentales para conocer el estado de los pacientes. Un trabajo ingente que, hasta ahora, ha quedado relegado al historial clínico del paciente.
En Valencia Plaza hemos querido pasar una mañana con la gente de este servicio, cuyo trabajo ha sido más que fundamental para que otros departamentos como urgencias, medicina interna, neumología o la UCI y reanimación pudieran realizar el suyo con la precisión de un cirujano.
En la sala de reuniones Amparo Giménez, Chelo Muñoz y Amparo Juan están sentadas alrededor de una mesa. Las tres son técnicos de rayos, y las tres han trabajado sin descanso desde que comenzara la pandemia. Ahora ven la luz al final del túnel en lo que al coronavirus se refiere, pero tienen miedo por la avalancha de pacientes que se prevé tras más de dos meses con todas las citas programadas canceladas. “Con la desescalada, el problema va a ser que a los covid positivos habrá que sumar las urgencias normales y las citas previas. Hasta ahora solo se hacía covid y oncológicos, pero con la desescalada el trabajo se va a multiplicar, y nosotras somos las mismas”, nos cuentan.
Con el coronavirus, el protocolo dicta que a todos los pacientes, sean o no positivos, hay que hacerles, por ejemplo, radiografía y TAC antes de entrar a un quirófano. Hay que descartar que sean positivos con las imágenes para así evitar contagios del personal en los quirófanos. Ese trabajo añadido, que todas asumen con estoicidad, las lleva a no tener un minuto de descanso en sus turnos.
“Somos lo olvidados de esta pandemia” nos dicen con una sonrisa que esconde el sentimiento de amargura. De hecho, nos explican que cuando se redactó el incremento de plantilla, las técnicos de rayos ni aparecían, cuando “todo el coronavirus pasa por nuestras manos”. Solo se ha contratado a una persona que no estuviera en plantilla de la sanidad pública.
Como en el resto del hospital, cuando comenzó la pandemia tenían miedo porque “nadie sabía bien cómo se tenía que funcionar”, sin embargo, estas tres mujeres dicen que “los supervisores se han portado muy bien, se han preocupado mucho por nuestra seguridad. Al principio tuvimos que tirar de ingenio con los EPI. Ahora nos da pena tirarlos por si mañana no hubiera”.
Su trato con el paciente es cercano pues con su aparato portátil de rayos recorren todo el hospital. Equipadas con un EPI, al que hay que sumar el mandil de plomo, el calor y la incomodidad no les impide tranquilizar a los nerviosos pacientes. Sin embargo, la pesadilla que supone esta enfermedad les toca el corazón, algunas veces demasiado.
“Anoche atendía a una abuelita que no dejaba de llorar. Me preguntó ¿me voy a morir? Sí, se iba a morir, pero no podía decirle eso, estaba muy asustada. Me tuve que salir un momento. No podía reprimir mis lágrimas”. La historia que nos cuenta es solo una de las cientos de historias sin final feliz que ha dejado el coronavirus. Ellas, además de hacer la placa, sostienen la mano del paciente y le tranquilizan. ¿Pero quién las tranquiliza a ellas?
Tras dos meses de ver morir a gente por esta maldita enfermedad ven las imágenes de personas por las calles saltándose a la torera las recomendaciones y no pueden evitar enfadarse. Chelo nos los explica con su propia experiencia: “Mi marido me dice que salga a la calle, no salgo desde hace tres días. Tengo miedo. Mi hija no quiere salir y me dice ‘mamá yo para salir así no salgo’. Veo las imágenes y se me cae el mundo a los pies. La primera semana salía todos los días llorando, y llegaba a casa y no podía besar a mi hija”.
Amparo la mira mientras lo cuenta, la deja terminar y añade: “Yo al principio también llegaba todos los días llorando. En mi casa vivo aislada en una habitación”. Las tres se miran en silencio, los recuerdos de la peor parte de la crisis sanitaria se agolpan. No hace falta hablar, sus ojos lo dicen todos.
Les preguntamos por la seguridad. Una de ellas, que viene de un centro de especialidades y nos cuenta que, antes de cerrarlo, “hice unas placas con una compañera celadora que estaba enferma. Dio positivo. A mí me mandaron a casa, me cogieron el teléfono y me dijeron que ya me llamarían. Nunca me han llamado. Quien sí me llamó fue la directora dos días después para decirme que si no tenía fiebre volviera al trabajo. Los técnicos de rayos no contamos. De hecho, la única PCR que me han hecho fue la que hicieron porque nos dieron mascarillas FPP2 defectuosas”.
“Todo el covid pasa por rayos. Estamos contentas de que no haya habido contagios. Para que te hagas una idea del volumen de trabajo, en un mes hemos hecho 2.500 radiografías portátiles, mas todas las de urgencias y los TAC”.
Tras hablar con las técnicos entramos en una sala donde dos doctoras miran atentamente una pantalla de ordenador. Ellas son Rosa Dosdá y Almudena Vera. Ambas están viendo las placas que le han hecho a un niño con posible coronavirus. “No es Covid” nos dicen. “Bien ¿no?”, respondemos. “No. Es peor. Esto de aquí tiene toda la pinta de ser un linfoma” nos explican mientras nos señalan un punto de la imagen que hay en el ordenador.
Les preguntamos cómo están pasando esta crisis sanitaria sin precedentes. Ambas nos explican que: “Las guardias han sido tensas y ha habido miedo. El coronavirus es un ataque silencioso y no puedes protegerte al 100%”. También nos dicen que durante la crisis hubo un tiempo de 'parón' del resto de patologías, aunque seguían entrando pacientes muy graves que no eran Covid”, y como sus compañeras técnicos nos explican que el trabajo se ha multiplicado por la orden de hacer placas y TAC a todos los que van a entrar en quirófano.
Con el final del pico de la crisis, la luz al final del túnel no es clara, sino oscura como la noche. “Aquí no han venido pacientes porque por culpa de la crisis se han tenido que anular las citas, y ahora ves las imágenes del río, la gente sin hacer caso... Es un enemigo invisible y si vuelve la avalancha de covid, habrá mucha gente enferma que no podrá hacerse las pruebas otra vez”.
Abandonamos rayos con esta última frase revoloteando en el ambiente. Antes de irnos, pasamos por la UCI para saber qué ha sido de los pacientes que vimos cuando estuvimos allí. Hemos tenido suerte, todos han salido de la UCI. Le preguntamos a Marisa, la jefa por lo que nos han dicho sus compañeras de los pacientes que no han ido al hospital. “Esas son las segundas víctimas de coronavirus. La gente que, o bien por miedo, o bien porque no se la podía citar no han venido y ahora están ingresando muy graves o con sus patologías muy avanzadas, con pronósticos muy desfavorables”.
“Son las otras víctimas”, “son las otras víctimas”, “son las otras víctimas”. Así, repitiendo esa frase que nos sume en el desasosiego, dejamos el hospital.