Sus Botánicas Majestades están a punto de alcanzar un nuevo hito en la historia de la regulación económica. Ningún poder público –estatal, autonómico o local– ha cedido tanto a las presiones del lobby de los taxistas. Ninguno ha establecido medidas regulatorias tan favorables a los intereses particulares de este gremio y tan perniciosas para el conjunto de los ciudadanos como las previstas en la modificación de la ordenanza de movilidad inicialmente aprobada por el Pleno del Ayuntamiento de Valencia el 29 de julio de 2021. Ninguno ha manifestado tan descaradamente que las medidas adoptadas para expulsar de un mercado a ciertos operadores habían sido acordadas con sus competidores y con el fin de protegerlos.
El sector del transporte urbano de pasajeros mediante vehículos turismo se lo han repartido desde hace décadas los taxis y los vehículos turismo con conductor (VTC). Los primeros prestaban los servicios «ordinarios» y contaban, por ello, con una cuota de mercado varias veces mayor, mientras que los segundos satisfacían la demanda de servicios digamos «especiales», caracterizados por el lujo u otra particularidad. La actividad de ambos ha estado sujeta a similares restricciones. La más importante es que, para desarrollarla, se requiere la obtención de una autorización administrativa, cuyo número está limitado. Hay, sin embargo, relevantes diferencias. Los VTC pueden fijar libremente sus precios y no han de respetar ciertas condiciones (por ejemplo, de horarios y calendarios) que se imponen a los taxistas. A cambio, únicamente éstos pueden captar clientes en la vía pública a través de contacto visual o en paradas. Los VTC sólo pueden prestar servicios precontratados.
Este sector ha sufrido en la última década una fuerte conmoción, de resultas de dos circunstancias. La primera es que la limitación cuantitativa de las licencias de VTC fue eliminada de 2009 a 2015, lo que propició que en España su número haya aumentado desde las 3.000 hasta las 16.000. La segunda es la aparición de plataformas digitales, como Uber o Cabify, que han reducido drásticamente los costes de precontratar dichos vehículos y mejorado considerablemente la eficiencia su actividad de transporte. Es significativo que unos servicios que originariamente tenían carácter suntuario hoy se presten normalmente con una mayor calidad, empleando menos recursos (por ejemplo, tiempo y kilómetros recorridos) y a unos precios más bajos que los taxis.
Además, las innovaciones tecnológicas que esas plataformas incorporan y la experiencia internacional permiten pensar que la eliminación de muchas restricciones todavía existentes en este mercado incrementaría el bienestar social, especialmente el de los consumidores. Sirva el ejemplo del establecimiento de un número máximo de taxis o VTC, que ya no existe en Austria, Irlanda, Suecia, Países Bajos y un largo etcétera. Para justificarlo se ha señalado la necesidad de limitar la polución ambiental y la congestión del tráfico que los coches generan. Pero este argumento no es atendible, por varias razones.
La primera es que, si se quiere combatir tales efectos negativos, lo que habría que hacer es reducir el número total de turismos que circulan por nuestras ciudades, y no sólo el de taxis o VTC. La segunda es que dicha limitación puede resultar inútil o incluso contraproducente para alcanzar el mentado objetivo. No está en absoluto claro que una reducción de la oferta de taxis y VTC vaya a repercutir positivamente sobre el medio ambiente y la fluidez del tráfico. Es posible que algunos individuos que viajarían en ellos si su oferta fuese mayor recurran a vehículos privados, lo que puede agravar la polución y la congestión. Finalmente, abundantes estudios han puesto de manifiesto que el establecimiento de un impuesto que grave el acceso al centro urbano permite lograr dichos objetivos más eficientemente. Esta alternativa es, desde luego, más respetuosa con la libertad y la igualdad, ya que deja a todos los ciudadanos la posibilidad de transitar por allí y, en principio, se aplica igualmente a todos ellos.
Parece claro, en cualquier caso, que habría que revisar todas esas restricciones regulatorias, eliminar las injustificadas y permitir que tanto los taxis como los VTC operen en este sector sin más limitaciones que las estrictamente necesarias y no excesivas para corregir los fallos del mercado aún subsistentes. Sin embargo, lo que los poderes públicos españoles han hecho, en líneas generales, ha sido extremar las restricciones impuestas a los VTC, con el fin de impedir que éstos compitan con los taxis.
Esa reacción se explica en gran medida por dos factores. El primero es que nuestras autoridades llevan décadas capturadas por el lobby de los taxistas, que ha ejercido sobre ellas una enorme presión y cosechado regulaciones extremadamente favorables a sus intereses particulares. El segundo es que, en la mayoría de las comunidades autónomas, el número de VTC es relativamente bajo, lo que hace que los titulares de sus licencias, sus trabajadores y sus usuarios tengan una capacidad muy reducida de contrarrestar las presiones del referido lobby.
La escasa presencia de VTC en tierras valencianas y la fuerte aversión que los partidos políticos del Botánico han mostrado siempre hacia la libre competencia explican seguramente por qué las restricciones han alcanzado aquí su máxima expresión. En el Decreto-ley 4/2019, el Consell copió algunas de las medidas establecidas por otros gobiernos autonómicos: la obligación de precontratar los servicios con una antelación mínima de quince minutos (que no se aplica cuando los servicios se prestan a las Administraciones públicas valencianas); la prohibición de enseñar a los potenciales usuarios la geolocalización de los VTC; y la prohibición de estacionar en las vías públicas y circular por ellas en busca de clientes. Además, el Consell añadió otras medidas de su propia cosecha, como la imposición de un descanso obligatorio para todos los VTC (nótese que los que deben «descansar» son los vehículos, no los conductores), y la prohibición de estacionar en lugares de concentración y generación de demanda de servicios de transporte.
La normativa que el Ayuntamiento de Valencia pretende establecer ahora va todavía más allá. En primer término, alarga el periodo de precontratación hasta los sesenta minutos. En segundo lugar, prohíbe a los VTC estacionar a menos de trescientos metros de: puertos; aeropuertos; estaciones de ferrocarril y de autobuses; centros comerciales y de ocio; equipamientos deportivo-recreativos y sanitario asistenciales, públicos o privados de la red primaria; hoteles con más de cuatrocientas plazas de alojamiento, y paradas de taxis con capacidad superior a nueve plazas. Y, por si lo anterior fuera poco, da un cheque en blanco a las autoridades municipales para imponer a los VTC, «por motivos medioambientales, de seguridad vial u otras razones de interés público… restricciones totales o parciales de circulación por determinadas vías o en determinados horarios». Parece obvio que, si finalmente se aprueba y aplica esta regulación, prácticamente todos los VTC que ahora trabajan en Valencia van a dejar de hacerlo.
La conformidad de estas restricciones con la Constitución española y el Derecho de la Unión Europea es más que dudosa. De hecho, medidas similares han sido ya impugnadas ante los Tribunales de otras Comunidades autónomas o incluso anuladas por ellos. Y es que no se adivina cuál puede ser su justificación. ¿En qué nos beneficia a los usuarios que se nos obligue a esperar una hora antes de poder utilizar los servicios que hemos contratado? ¿Por qué esta obligación no se aplica a las Administraciones públicas valencianas? ¿Acaso no les beneficia? ¿Qué ganamos cuando se nos impide ver la geolocalización de los VTC?
Los únicos que salen ganando con unas restricciones tan escandalosamente absurdas y arbitrarias son los competidores de los VTC. Resulta significativo el hecho de que el Presidente de la Federación Sindical del Taxi, con el que éstas se habían acordado, interviniera en el Pleno del Ayuntamiento de Valencia con el objeto de defenderlas y manifestar su satisfacción. Para justificarlas, el preámbulo del Decreto-ley 4/2019 aduce que la concurrencia en un mismo espacio de taxis y VTC «genera una distorsión en el mercado del transporte discrecional de personas viajeras, ya que ambos realizan actividades similares», y que «la presencia de un mayor número de vehículos en las ciudades puede generar problemas de movilidad…, de contaminación atmosférica y de gestión de tráfico». Este argumento no tiene pies ni cabeza. Si ahora mismo ambos tipos de vehículos prestan servicios similares, si los dos congestionan el tráfico y contaminan igualmente, no hay razón alguna para expulsar del mercado a unos (¡máxime cuando éstos son los prestadores más eficientes!), en su perjuicio y en el de los usuarios, con el único objetivo de aumentar la clientela y las rentas de sus competidores. Lo que habría que hacer para que este mercado funcione mejor es justamente lo contrario, garantizar la libre concurrencia de todos ellos en igualdad de condiciones, con el fin de mejorar la calidad y el precio de los servicios prestados.
Ninguna razón justifica que se expulse a los VTC de este sector. No lo es, obviamente, la mejora de las condiciones laborales de sus conductores, pues la expulsión destruye sus puestos de trabajo, miles de ellos. Del mismo modo, mantener artificialmente limitado el número de licencias de taxi y VTC impide que se creen otros muchos empleos.
Tampoco hay razones de índole fiscal. Los taxistas suelen alegar que ni Uber ni Cabify tributan en España por los servicios que aquí prestan. Pero este argumento es sumamente endeble. En primer lugar, porque Cabify sí paga impuestos a la Hacienda española por dichos servicios. En segundo lugar, resulta manifiestamente ilegal impedir a una empresa neerlandesa como Uber la prestación de servicios en territorio español por el mero hecho de que por ellos tributa válidamente en otro Estado miembro de la Unión Europea. En tercer lugar, no hay que pasar por alto que también los conductores y los propietarios de las licencias VTC contribuyen al sostenimiento de nuestros gastos públicos. Y conviene tener muy presente que, según estimaciones del Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda, estos propietarios pagan por cada licencia de VTC entre ocho y catorce veces más impuestos que un titular de una licencia de taxi. La razón es que los primeros tributan en régimen de estimación directa, mientras que los taxistas pueden y, de hecho, suelen acogerse a un régimen de módulos que les permite pagar cantidades ridículas. Uno de los innumerables productos de la eficaz labor de este grupo de presión.