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CRÍTICA DE CINE

Spielberg, en el nombre de la Constitución

‘El puente de los espías’, que se estrena la semana que viene, está inspirada en el personaje real de James B. Donovan y ha contado con la colaboración de los hermanos Coen

27/11/2015 - 

VALENCIA. Revisando recientemente La caza del octubre rojo (1990, John McTiernan), resultaba inevitable plantearse hasta qué punto han cambiado las relaciones internacionales entre las grandes potencias y cómo ha afectado a la vida cotidiana. Cierto es que Rusia y Estados Unidos no son aliados, pero la secuencia en la que Sean Connery anuncia que quiere pedir asilo político a Scott Glenn en presencia de Alec Baldwin, mostraba una situación ahora difícilmente equiparable. Ni siquiera Edward Snowden, cuando pidió asilo político en Rusia se halló en un escenario similar.

La Guerra Fría condicionó las relaciones geopolíticas durante más de medio siglo. Ir a los países del otro lado del Telón de Acero era casi tan imposible como resulta hoy visitar Corea del Norte. La URSS era en Occidente lo prohibido, lo extraño, un mundo arcano de almas silenciosas sometidas a un régimen que anulaba personalidades. De igual modo, desde la Unión Soviética se veía a Occidente como una sociedad en declive, rota, sin ideales, decadente (Occidente está en decadencia desde la caída del Imperio Romano). Algunos novelistas, muchos, eran famosos sólo por ser capaces de narrar lo que sucedía al otro lado del Muro de Berlín. Sin la libertad de información que hoy proporciona Internet, la URSS respondía a aquella definición que dio de ella Winston Churchill: Era una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma. Y eso dio pie a que la ubérrima imaginación de los guionistas parieran las películas más dispares.

Que Steven Spielberg haya decidido acercarse a ese tiempo constituye toda una declaración de intenciones. Su interés ahora por este momento de la historia es para él como una vuelta a la infancia. Ya lo hizo sin ir más lejos en la decepcionante Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, que curiosamente, o no tanto, también estaba ambientada en 1957. ¿Qué tiene de especial 1957? Entonces Spielberg tenía nueve años y estaba comenzando a descubrir la vida. Al año siguiente filmó su primer cortometraje para obtener una distinción en los scouts. Ese tiempo es su Rosebud. Los años 50 son su prehistoria y su paraíso perdido.

Más allá de las motivaciones personales, El puente de los espías, que se estrenará la semana que viene, es una película voluntariamente a contracorriente, casi histórica. Aspira a mostrar otra época, cercana relativamente pero a siglos de distancia mental del mundo contemporáneo, unos años sugerentes e intensos que siguen dando argumentos para la ficción, ya sea en cine, ya sea en televisión con la reciente serie Deustchland 83. Y el resultado es más que aceptable. 

Para ello cuenta con la colaboración de un Tom Hanks que da en un nuevo recital como hombre-común-que-hace-cosas-extraordinarias-porque-hace-lo-correcto, en la línea de los personajes que hicieron una leyenda a James Stewart y que tanto le agradan a Spielberg. Desde su primera aparición en pantalla cualquier espectador que no haya visto el cartel es consciente de que durante las próximas dos horas todo girará en torno a él y al personaje que encarna, James B. Donovan, un abogado que deberá asistir al espía ruso Rudolf Abel en un juicio cuestionable y que después participará en el intercambio de este espía, condenado a 30 años de cárcel, por un piloto de avión espía U2, Francis Gary Powers, que había sido capturado en territorio soviético.

Todo el peso del film recae sobre la figura del abogado, un nuevo Atticus Finch. Hombre justo, las discusiones familiares por haber aceptado la defensa del espía Rudolf Abel son empleadas por Spielberg para ejemplificar la lógica incuestionable de los bienintencionados. “No se le puede acusar de ser un traidor; no es norteamericano” le intenta hacer ver Donovan a su esposa. Aceptar el caso “es emocionante”, dice su joven ayudante, con una ingenuidad digna del mejor personaje de Frank Capra. Esa fe en valores abstractos como la justicia, la libertad, hacen de ellos héroes con los que es fácil empatizar. Y lo que es mejor para los intereses de Spielberg: Su protagonista existió. 

El Donovan real fue un personaje extraordinario para aquellos tiempos de confusión que fueron los años de la Guerra Fría. Envió a los juicios de Nuremberg a nazis, detuvo un complot de la CIA para envenenar a Fidel Castro e incluso mantuvo relaciones con los Kennedy. Su figura fue glosada recientemente en un excelente artículo por Laura Wells en el Daily Mail, en el que se le rendía tributo con una apología de su meritoria labor. Se trata de otro ejemplo más de lo beatífico del sueño americano, carácteres esculpidos en las líneas del poema If, de Rudyard Kipling. 

Comparado desde hace décadas con John Ford, a veces David Lean, y sobre todo con Frank Capra, Spielberg demuestra aquí que emocionalmente está más próximo al tercero.De esos tres maestros, es Capra el que se hace más presente en esta interesante, amena y a ratos emocionante película que podría haberse titulado Mr. Smith goes to Berlin o La victoria del hombre honesto. Si Donovan no hubiera existido, Capra o Spielberg lo habrían inventado.

Con una estructura dividida en dos partes, El puente de los espías se inicia con la detención y juicio del espía Abel, y no es hasta el minuto 22 que entra en escena la segunda historia que alimenta la película, la del piloto Powers cuyo posterior canje llevará a los protagonistas al puente del título, el Glienicke, que cruza el río Havel. Dicho puente une un distrito de Berlín, entonces bajo control norteamericano, con la capital de Brandenburgo, Potsdam, que pertenecía a la RDA, y fue empleado en al menos tres intercambios de espías; de su fotogenia da fe el hecho de que ya había podido ser contemplado en películas como Funeral en Berlín (1966, Guy Hamilton), de la serie sobre Harry Palmer.

El puente de los espías debe buena parte de su solidez al canónico guión redactado por los hermanos Ethan y Joel Coen con Matt Charman, que consiguen vencer el hándicap que supone escribir una película de intriga sin intriga. Tomando como punto de partida las memorias de Donovan Strangers on a bridge, han articulado un texto impecable, un manual en sí mismo de cómo debe redactarse un guión. Y lo han hecho dejando espacio libre a los actores, y muy especialmente a Hanks, a quien El puente de los espías le da la oportunidad de jugar con los matices de la ironía (es un grandísimo cómico, con algo de Jack Lemmon) y abrir mucho los ojos, que es algo que siempre le ha gustado. Este humor es una aportación de los Coen al libreto original de Charman, semilla del filme. Sin embargo, no se han incorporado personajes femeninos, convirtiendo la película en un largometraje solo de hombres, tan machista como lo fue el tiempo en el que transcurrió la historia, limitando la presencia femenina al personaje de la esposa Mary Donovan, encarnado por Amy Ryan.

Por el contrario sí se enriquece el personaje de Rudolf Abel, al que encarna de manera soberbia Mark Rylance, un excelente actor británico especialista en Shakespeare que se convierte en el hallazgo de la película con gran diferencia. Su frío distanciamiento aporta algunos de los mejores momentos. Sus “¿ayudaría un poco?”, que tanto recuerdan al “preferiría no hacerlo” del Bartleby de Melville, marcan el filme como hitos en el camino. A él también le compete uno de los instantes más emotivos, con su monólogo del ‘hombre firme’, en la línea de otros monólogos memorables del propio Spielberg, como Quint sobre el USS Indianapolis en Tiburón.

El filme tiene una voluntad clásica y contados y medidos riesgos, como esos primeros nueve minutos prácticamente sin diálogos (sólo breves frases) que crean tensión gracias a la caligráfica mirada de Steven Spielberg. Una tensión que no disminuye en ningún momento y en la que poco importa que se sepa el final de la historia: Lo importante es la narración en sí. Es puro cine. Antispoilers

Spielberg lleva en esta ocasión su apuesta por el clasicismo hasta el paroxismo; de hecho, el planteamiento inicial de El puente de los espías, con su presentación de la acción, presentación del personaje principal y encargo, parece extraído directamente del mismo manual del que salió el argumento de la saga de Indiana Jones. 

Esa convencionalidad en la estructura y en el discurso no es de por sí negativa. Es incluso obligatoria en su caso. Es un cineasta del sistema. No en vano esta misma semana el propio Barack Obama le daba una distinción civil, la medalla de la libertad, ungiendo así al de Cincinnati con el beneplácito del establishment. Y Spielberg responde a ese reconocimiento dejando las torturas para los malvados soviéticos, y sólo insinúa prácticas parecidas en este lado del bien.

Así pues no resulta extraño que no haya atisbo de crítica más allá de un cierto desprecio a la mezquinidad. Es más; la película es una reafirmación del constitucionalismo estadounidense, del sistema liberal. “¿Qué nos hace a ambos americanos?”, le pregunta Donovan al agente Hoffman, que ha ido a sonsacarle información. “Una sola cosa: las reglas. Se llaman Constitución. (…) Es lo que nos une. Así que no me diga que no hay reglas”. “Y deje de asentir, maldito hijo de puta”, apostilla, en un momento calcado de El dilema (1999, Michael Mann). No hay imperio sin ley. 


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