Sí, es una pregunta chocante. ¿Cómo encaja en un departamento ministerial o en una conselleria un Departamento de Innovación? ¿Qué tiene que ver una estructura burocrática con la ignición que brota de los innovadores? La respuesta actual es sencilla: ninguna o muy poca. Una respuesta que, en sí misma, delata la existencia de gravísimas carencias en las administraciones públicas españolas (AAPP). Veamos tres a modo de ejemplo.
Primer problema. La administración pública se ha envuelto, tradicionalmente, de ropajes jurídicos. Su prosa es la de la ley, los reglamentos, las órdenes y las circulares. Mientras, la eficacia y la eficiencia, apoyada en nuevas tecnologías, apenas son reivindicadas en el cometido de cada día. Las memorias económicas que acompañan a las disposiciones legales se limitan a ser descuidadas cumplidoras de un molesto requisito. Nada es esencial en las AAPP, salvo el teórico imperio de la legalidad.
Las consecuencias son deprimentes y antitéticas de los objetivos públicos: programas y líneas presupuestarias que se reiteran, año tras año, porque a nadie se le ocurre preguntarse si siguen teniendo sentido, comenzando por quienes los gestionan y consideran un cómodo salvavidas profesional. Vigilancia de los gastos menores que exige, en ocasiones, recursos superiores a los vigilados y vigilancia de gastos mayores en los que sucede lo contrario. Innumerables torres de observación en los despachos, cuando lo observado se encuentra en calles, hogares y empresas. Planes de contabilidad de costes que todavía no han abandonado los confines del BOE.
En este universo la evaluación no es una herramienta bien recibida y la transparencia representa un sucedáneo inapropiado porque informar y analizar son conceptos bien distintos. Los avances hacia modelos más incisivos levantan suspicacia y resistencia ante el temor de que quede al descubierto la calidad de la gestión realizada por políticos y empleados públicos. Por si acaso, corramos un tupido velo: carceleros de ignorancia para ocultar los errores.
Segundo problema. La permanencia de una concepción de la administración pública anclada en la segunda mitad del siglo XX, con el escaso maquillaje que le han añadido la Constitución y algunas leyes. Permanece el mismo modelo que se regía por una estrecha delimitación jerárquica, la atribución de puestos de trabajo de por vida y la fosilización de las funciones de cada tipo de empleado público.
Las consecuencias son bien visibles para quien quiera contemplarlas: una administración general escasamente especializada que aleja el mapa profesional público del existente en el conjunto del sector privado y amplía la incapacidad de las administraciones para gestionar los nuevos problemas y oportunidades que se perciben “extramuros”; multitud de cuerpos y escalas que permanecen aunque apenas cuenten con efectivos o hayan perdido su razón de ser con el paso del tiempo; la inflexibilidad en la reasignación de los empleados públicos; la rígida permanencia de algunas estructuras administrativas, confeccionadas en razón a personas o cuerpos concretos y no a las necesidades de la organización; una relación defensiva de las administraciones con los sindicatos, abocada a la inmovilidad, el cortoplacismo y la pérdida de atractivo de la función pública como destino profesional. Y, como colofón, la incapacidad de organizar el capital humano propio para afrontar objetivos complejos: prueben a ser eficientes y ágiles con la futura descarbonización, cuando los factores a controlar dependen de una miríada de organismos, entes, agencias y otros envoltorios públicos cuya primera preocupación es quién manda.
Tercer problema. La acusada dependencia cognitiva y tecnológica de fuentes externas, presente en las administraciones, ocurre pese a que la innovación, sobre el papel, figura como objetivo de diversos organismos públicos y a que aquélla es ingrediente necesario de cualquier organización con pretensiones evolutivas. La presencia de esta contradicción guarda relación con el inmovilismo o la aversión a la novedad que impregna a la mayor parte de la administración, incluidos los órganos relacionados con la planificación del acceso al empleo público. Los temarios de las oposiciones en ocasiones parecen piezas museísticas, pese a la volatilidad y permanente regeneración de los conocimientos profesionales. El temor de irritar a los opositores veteranos es una de las razones que se arguyen para justificarlo, si bien tampoco se encuentra ausente la de facilitar el trabajo a los preparadores de oposiciones, evitándoles molestos cambios.
Cabría recordar que el contenido, nivel y modo de evaluación del conocimiento exigido a los aspirantes al empleo público, establece el perímetro de las competencias profesionales que la administración pública añade al acervo interno preexistente. El sostenimiento de conocimientos obsoletos, como parte de los requeridos, lo único que aporta es el lastre del pasado. Un peso muerto que se ataca mediante pequeños cursos de actualización que apenas rozan la superficie de lo ignorado. Un circuito de formación proactiva requiere dinero, exigencia, búsqueda de nuevos expertos y evaluación de profesores y alumnos. Demasiado cambio para estructuras ancladas, con frecuencia, en zonas de bajo presupuesto. Un estímulo para que los cursos sean cortos y reiterados: se pueden organizar más y llegar a un mayor número de empleados deseosos de ampliar su currículum, aunque el resultado sea el de una formación low cost.
Los tres problemas anteriores no consumen el espacio de las razones que explican el arsenal de conservadurismo acumulado por las administraciones públicas. La necesidad de epatar a la ciudadanía añade algunas más, entre las que se encuentran la exaltación de la cantidad alcanzada frente a la calidad de lo alcanzado y el predominio del qué hacer sobre el cómo hacerlo. No obstante, y en honor a la verdad, cuentan las leyendas que, en algún remoto lugar de la galaxia administrativa, existen discretos funcionarios impulsando la aplicación de la compra pública innovadora, esto es: aquélla que no se conforma con la oferta privada existente e insta a ésta a desarrollar nuevos y mejores productos. ¿Será verdad que, un ignoto día, el señor ministro dispondrá de un Departamento de Innovación y sabrá utilizarlo para éste u otros fines que colapsen la inercia paralizante de las AAPP?