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el callejero

Toni Costa, el taxista que baila y juega a pilota

Foto: KIKE TABERNER
20/03/2022 - 

VALÈNCIA. Toni Costa no parece que tenga setenta años. Ni de lejos. Ni por su aspecto, ni por su porte, ni porque, dice, juega todas las semanas varias partidas de pelota a mano. Con setenta años. Está muy bien, aunque, como toda la gente de esas edad, en cuanto les dices que están muy bien, te salen con que les duele esto y aquello. Pero él lo sabe y le gusta que se lo digan. Quizá porque nada hacía prever que llegaría tan bien a este segmento de su vida saliendo de donde salió, de una aldea de Albacete donde sus padres, casi analfabetos, sobrevivían como pastores y agricultores, cuidando las vacas y las cabras y labrando el campo con la ayuda de unas mulas. En una familia así, con una vida así, no había muchas más opciones que ponerse a trabajar cuanto antes, y Toni ya empezó a ayudar en casa a los 16 años con el primero de sus oficios: cobrador de autobús. Luego vendrían muchos más mezclados con otras aficiones casi profesionales, como la de pilotari o bailarín. Pero eso sería después.

De La Gila, una aldea dependiente de Alcalá del Júcar, salía un autobús a Albacete. Y ahí metió la cabeza Toni cuando aún era un adolescente. Su faena no se ceñía únicamente a cobrar el billete, en cada viaje siempre le tocaba hacer un recado: bajar a por un documento para un pasajero, subirle a otro un medicamento, recoger un paquete... En uno de esos recados acabó en una oficina para manchegos que querían emigrar. Allí vio que había varias ofertas de trabajo para el extranjero y el chaval preguntó en cuál pagaban más. Le dijeron que en una fundición de unos altos hornos, y entonces dijo: "Yo quiero ese trabajo". Semanas después, tras un viaje interminable en tren por medio continente, llegó a su destino, una ciudad cercana a Dortmund donde había una metalúrgica con 16.000 empleados.

Foto: KIKE TABERNER
Toni Costa fue uno de tantos españoles que se marcharon en los sesenta a otro país en busca de un sueldo con el que vivir y ayudar a la familia que se quedó atrás. No recuerda si era mucho o poco. Él gastaba lo mínimo y el resto del jornal lo enviaba a casa. Su mayor sorpresa llegó cuando le anunciaron que en diciembre tendría un mes de vacaciones. "Eso en España ni se sabía lo que era", se ríe al recordarlo. Y antes de volverse, un mes antes, se dio un capricho y compró un Opel 1.700. "¡Aquello volaba!". Al verlo tan jovencito con ese 'tanque', uno de los cuñados que también había viajado con él, decidió que se volvía en tren. Pero él y otro, El Molinero, se compraron un mapa de Europa, llenaron el depósito y aceleraron hacia La Mancha.

Se quería ir a Australia

Aquel era un joven con inquietudes, un chaval con poco miedo y muchas ganas de prosperar y ver mundo. Así que a los dos años le anunció a su padre, un hombre muy humilde que apenas sabía firmar y garabatear cuatro palabras, que se iba a ir a un país muy lejano. No le dijo que a Australia porque no tenía ni idea de dónde quedaba Australia. Su padre, un pastor en una aldea, se horrorizó y cada semana le mandaba una carta pidiéndole que no se fuera. No solo por el miedo a lo desconocido, sino porque a su hijo le tocaba hacer la mili y no quería que, al volver, lo trataran como a un traidor. El chico quería cruzar el mundo para trabajar cortando madera con un machete al cinto. Pero el padre no cedía.

Toni cuenta aquel episodio de su vida, el pavor de su padre ante lo desconocido, y se le corta la voz. Ha pasado medio siglo y aún le conmueve recordar a ese hombre que se partió el lomo por sus hijos. El cariño pudo más que el espíritu de aventura y el hijo pródigo volvió a La Gila, se alistó en el Ejército y se fue a hacer el servicio militar a Bétera. La vida le enredó y ya no volvió a marcharse. Un trabajo, una novia, matrimonio...

Al principio se ganó la vida como camionero, llevando mercancías por toda España a través de aquellas carreteras nacionales del demonio. Y a finales de los 70 aprovechó una oportunidad y se hizo con una licencia de taxi que ha conservado hasta hoy, 45 años de taxista. Dice que los compañeros no paran de preguntarle por qué no se jubila, pero él piensa que le gusta lo que hace y que en casa solo encontraría aburrimiento y soledad, así que baja la bandera y sigue sumando una carrera detrás de otra. "Pero este año ya me toca jubilarme. No tardaré mucho en dejarlo", explica mientras baja de su Citröen C-Elysée reluciente. Porque Toni Costa es de los taxistas limpios, de los que visten con americana y corbata, y llevan el coche impoluto. Luego están los otros: los de la tapicería roñosa y el mondadientes asomando por la comisura de los labios.

La afición por la pelota a mano le llegó en la aldea. "Allí había un frontón, que luego derribaron  para construir una iglesia, y en aquellos tiempos todo el mundo jugaba. Cuando vine a València a hacer la mili, vi que había un frontón, me agencié una pelota y me iba allí a jugar solo. Y, más adelante, cuando ya estaba en el taxi, alguien me ofreció ir a al Jai-Alai. Yo no sabía dónde estaba (era una instalación de pelota vasca que se inauguró en 1893 en las inmediaciones de la Alameda), pero fui y allí conocí a Panolleta (un histórico jugador de frontón valenciano, de menor tamaño que el vasco). Íbamos al frontón más pequeño a jugar y ahí es donde realmente aprendí a dominar el rebote".

Cuando se formó la Federación de Pilota Valenciana, uno de sus impulsores, un taxista llamado Enrique Balaguer, le vio jugar y al comprobar la violencia con la que movía la pelota, le animó a participar en los torneos de frontón como aficionado. Y así, poco a poco, fue conociendo el resto de modalidades, como la galotxa o les llargues, donde tuvo el privilegio de medirse con el mítico Genovés. Toni cuenta sus atributos como pilotari y se echa flores: "Me los comía a todos". Así que lo lógico es pensar que era el campeón. Solo llegó a ser subcampeón, nunca campeón, al perder un par de finales ante grandes jugadores de la época como Sevilla o Canetero.

Un hijo famoso

Más ensayada tiene la historia de su origen como bailarín, que siempre inicia con una broma. "Me gusta contar que a mí me enseñó mi madre. La otra persona siempre responde preguntándome si es que era bailarina, y entonces lo le digo que no, que me enseñó a bailar a base de palos, con un sarmiento de dos metros de largo y una escoba con una vara que mi madre manejaba que daba miedo. Y de postre, la zapatilla...".

Toni Costa comparte nombre y apellido con un bailarín y coreógrafo bastante conocido, un joven que formó parte del programa de televisión 'Mira Quién Baila' en España, primero, y después en Estados Unidos. Es su hijo. Toni Costa, que es valenciano, se hizo un nombre -tiene dos millones de seguidores en Instagram- en Estados Unidos como instructor de zumba. Ahora vive en Miami, donde se casó, y después se separó, con Adamari López, una actriz y presentadora portorriqueña que ganó la segunda edición del concurso, en 2011, y que anteriormente estuvo casada con el cantante Luis Fonsi, el de 'Despacito'. La pareja tuvo una hija, Alaïa, a la que le crearon una cuenta de Instagram que ya suma un millón de fieles.

La hija mayor de Toni Costa, el taxista-pilotari-bailarín, Lorena Costa, es juez internacional de baile y tiene una academia en València, Elite Dance Studio, que, en realidad es heredera de la que montaron sus padres: Toni Costa y Carmen Lozano. Con ella -él la llama la madre de sus hijos- dio sus primeros pasos de baile de salón en los pabellones de la Feria de Julio, en la Sala Canal, en Casablanca... Hasta que conocieron a un profesor de baile acrobático que vivía en Lyon, con quien entablaron amistad y que les animó a abrir una academia de baile de competición en València. El matrimonio dio el paso, empeñándose dos veces: la primera en 1993 y la segunda en 1997, cuando se quedaron la planta baja de la carrera de la Fuente de San Luis donde estuvieron hace hace un par de años.

Una mujer que estaba sentada con una amiga en la mesa de al lado interrumpe la entrevista. Era alumna de la academia de baile y acaba de reconocer a su maestro. Toni la atiende con mucho cariño y asegura, llevándose las manos al pecho, que le emociona. Llama la atención que ha empezado la entrevista entusiasmado y, poco a poco, quizá por los recuerdos, por una historia de los hijos en la que se intuye que falta algo, el ánimo de Toni Costa ha ido decayendo. "Quizá, si hubiera tenido estudios, hubiera podido llevar otra vida", suelto de golpe. El hombre se despide entre agradecido y taciturno, entra en el coche y cierra la puerta. Le toca seguir, hacer otra carrera, seguir con la vida.

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