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'El visitante', los seres que odiaban a los niños, de Stephen King

El maestro contemporáneo del terror gusta de atraparnos en la pesadilla recurrente del extraño que aparece a plena luz del día, ataviado con un estúpido disfraz de humano, para corromperlo todo

2/11/2020 - 

VALÈNCIA. Los extraños recovecos a los que se refiere Holly Gibney —de Finders Keepers— son los flecos, los cabos sueltos de nuestro entendimiento: no necesariamente sobrenaturales, aunque quién sabe si podrían serlo, sencillamente porque lo que para nosotros es natural es solo una visión parcial de una realidad de la que si nos ponemos estrictos, conocemos bien poco. Como esa imagen incomprensible iluminada por un foco que descubría en la pared el protagonista de La investigación de Lem, que una vez encendida la luz de la estancia, resultaba ser simplemente un sector concreto de un cuadro corriente. El problema era, claro, que hasta que el interruptor cambiaba de posición, se trataba de dar explicación a un fenómeno de forma aislada, sin tener la más remota idea del marco del que formaba parte, del contexto en el que se originaba en base a unas leyes desconocidas. El pasaje es de una extraordinaria lucidez: ni siquiera viendo podemos decir que vemos. La oscuridad de la noche podría ser todo luz si hubiésemos evolucionado para captar el ancestral rastro lumínico de la radiación de fondo de microondas. Si fuese así, nada de lo que conocemos hoy día existiría, porque seríamos criaturas sin miedo a la noche, y por tanto, de haber llegado a la literatura a través de los cuentos para entretener y cohesionar la tribu, esta no tendría nada que ver, serían otros sus menesteres, sus preocupaciones, sus obsesiones más típicas. Con todo, incluso en un sendero alternativo de la historia sin noche, cuesta imaginar que otro de nuestros temores más arraigados no siguiese definiéndonos: este es el miedo al extraño que se cuela en un lugar donde no se le espera, o lo que es peor, donde no debería poder estar por lógica. Justo detrás de ti, ahora mismo, mientras lees esto, tan cerca que ya casi notas su presencia en el vello de tu nuca. 

El forastero inquietante es una figura clave en la mitología del genio de la literatura Stephen King, autor prolífico donde los haya, imaginativo, comprometido con su universo atroz que engloba lo mundano y lo cósmico, y en el que en muchas ocasiones, los niños y los adolescentes salen muy, muy mal parados. Tiene algo el escritor de Maine con Maine y con los niños, así que probablemente lo tenga con su propia infancia, o con los miedos que desde entonces le acompañen. El comienzo de la última adaptación al cine de It es de lejos lo más desagradable que ocurre en toda la película: un asalto horripilante y descarnado a la pureza y la indefensión personificadas: una araña monstruosa devorando a un bebé. El luctuoso suceso con el que da comienzo El visitante [Debolsillo, 2020, con traducción de Carlos Milla Soler], si no es peor, es distinto. Es más real. Es factible. El enigma, por otro lado, es tan sencillo como irresoluble desde los parámetros de la razón: el asesino, un afable entrenador de la pequeña localidad querido por todos, es inocente por fuerza. Es decir: pruebas irrefutables demuestran su culpabilidad y al mismo tiempo, su inocencia. Terry Maitland fue visto por múltiples testigos llevándose al niño, y paseándose lleno de sangre después. Por si fuera poco, el ADN encontrado en el cadáver es suyo. Pero también es él el que figura en las grabaciones de un congreso celebrado en el momento del crimen a muchos kilómetros de allí, y es él con quien afirman haber estado allí sus compañeros de trabajo, respetables y honrados profesores de la comunidad. Lo que dice la lógica es que Terry Maitland estuvo en dos sitios a la vez. Y ya está. 

Ese es uno de los extraños recovecos, como lo es la presencia al otro lado de la cortina de la ducha, los dedos que asoman de la misma y que amenazan con retirarla de golpe para mostrarse: la amenaza más terrible es la de la propia visión, pero es imposible que nadie pueda estar ahí, igual que sabemos con certeza que por mucho que miremos un espejo hasta perder la noción de que a lo que estamos asistiendo es a la creación de una imagen y nada más, esa imagen no podrá desligarse de nosotros, esbozar una horrible mueca y proyectarse fuera de su cárcel de azogue: “Leía con los ojos entornados los diminutos bocadillos de Get Fuzzy cuando oyó agitarse la cortina de la ducha. Alzó la vista y vio una sombra detrás de las margaritas estampadas. El corazón se le subió a la garganta. Había alguien en la bañera. Un intruso, y no un vulgar ladrón [...] No. Era el mismo individuo que se le había acercado por detrás en el puto establo abandonado del municipio de Canning [...] La mano se deslizaba hacia el borde de la cortina. Al cabo de un segundo —dos a lo sumo—, la retiraría y Jack tendría ante sus ojos algo tan horrendo que, en comparación, la peor de sus pesadillas parecería una dulce ensoñación”. El miedo al miedo es de los peores miedos que existen. El miedo a experimentar un miedo insuperable. Incapacitante. Un miedo de otro lugar. Una presencia tras la cortina del baño: un espanto que ni siquiera podemos aproximar con todo el esfuerzo de nuestra mente. No queremos ver. Mejor morir que ver. Mejor tapados con la sábana por encima de la cabeza para que lo que sea que ha irrumpido en nuestra habitación acabe con nosotros, pero sin el insoportable trance de tener que verlo. El miedo debajo de la cama juega en la misma liga: el problema no es tanto cuando llegado el caso se descubriese: lo verdaderamente pavoroso es fantasear con su aspecto y con el primer instante del encontronazo. En esta vida todavía tenemos que descubrir la enorme vastedad de nuestra ignorancia, resolver profundísimos retos conceptuales. A modo de consuelo, una certeza: lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible. No puede aparecer un visitante donde no tiene sentido que se encuentre: bajo la cama, tras la cortina de la ducha o ahora mismo a nuestras espaldas. ¿O sí?

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