Desde este mes nuestro país debería ser un espacio sin barreras, pero no se han cumplido las promesas. Pese a los importantes avances y sensibilidad educativa aún somos una sociedad inacabada ante la discapacidad.
Durante una visita a un parque científico en Francia, también lúdico y didáctico, me animaron a vivir una experiencia sensorial. Consistía en recorrer un espacio sin luz para que sintiera qué significa vivir el día a día, tanto en supuestos escenarios urbanos como naturales, sin uno de sus nuestros sentidos vitales: la vista. Una auténtica lección para niños y adultos, aquellos que tenemos la suerte de disfrutar de todos nuestros sentidos y desconocemos lo que otros pueden llegar a sufrir a causa de nuestra propia ceguera social y egoísmo urbano.
En esos treinta minutos, me enfrenté a todo tipo de situaciones. Crucé calles atiborradas de tráfico en el que los semáforos erraban -esa sensación tenía- entre voces, ruidos y cláxones. Recorrí imaginarios puentes colgantes sobre desfiladeros, suelos resbaladizos y sufrí todo tipo de trabas relacionadas con la movilidad urbana. Pasé momentos angustiosos al ver cómo el suelo se movía, otros me empujaban o yo mismo tropezaba con elementos desconocidos que debía imaginar con el tacto para salvarlos. Iba a tientas. Cuando encendieron la luz descansé de tanto trajín y zozobra mental. Comprobé que en todo ese tiempo apenas había recorrido un centenar de metros de un laberinto que ocupaba menos de 30 metros cuadrados aunque repleto de trabas que significaban en aquel momento molinos de viento, las mismas que nos acompañan en cualquier ciudad occidental, con sus prisas, su tráfico o sus nervios. No olvido la experiencia.
Por desgracia, aunque de forma temporal, durante estas últimas semanas he tenido que trasladar en silla de ruedas a una persona de mi entorno a causa de un accidente doméstico, por suerte pasajero. Pero este hecho me ha permitido aprender otra lección.
Somos una sociedad que sólo se preocupa de sí misma, pero no de los hándicaps que se han cruzado en el camino de otros. Durante esos paseos o desplazamientos obligados por las circunstancias, la salud, la burocracia o el sistema, la experiencia ha sido tortuosa. Una lucha continua contra elementos, llámense bordillos, ladrillos desconchados o fuera del sitio, pavimentos muy estéticos pero capaces de desencajar la columna vertebral, jardines adoquinados con toda la estética y el diseño posible pero con muy mala gracia, que sólo producen un traqueteo constante. Sin olvidar algunos bordillos con forma de rampa pero en los que todavía hay que salvar un par de centímetros de altura... Imaginen, un diputado discapacitado en silla de ruedas no podría acceder a la tribuna de oradores de nuestra cámara autonómica.
Son meros ejemplos de una ciudad, como otras tantas, en las que se ha avanzado mucho en pro de una sociedad más amable con los discapacitados, pero no todavía lo absolutamente preparada para ellos, para el día a día de quienes todavía intentan ser independientes o aquellos que por desgracia del destino o la propia biología, nunca podrán serlo.
Esta semana, CERMI, el colectivo español que agrupa a todas aquellas entidades que pelean por los derechos de los discapacitados, se hacía visible en los medios de comunicación y en Les Corts coincidiendo con la fecha límite que la sociedad española se comprometió para tener un país libre de barreras, fiel a todas las sensibilidades.
Por desgracia, aquella ley de Derechos de las Personas con Discapacidad que debía estar en pleno vigor desde el pasado 4 de diciembre continúa sin estarlo, no está desarrollada en toda su extensión. No se ha cumplido. A partir de ahora, toda barrera arquitectónica puede ser denunciable ante los tribunales, pero no lo será porque nadie tiene tanto poder económico para encabezar decenas de cruzadas imposibles de mantener. Con suerte, los poderes públicos manifestarán su empatía y las pondrán en lista de espera: un día, un mes, un par de años…
Nos declaramos sociedad solidaria pero lo somos inacabada e insolidaria con quienes realmente lo necesitan. Creemos que por recoger unos alimentos cada cierto tiempo -algo muy loable por parte de nuestra sociedad, pero rastrero por parte de esa clase política que sólo se mira el ombligo sin cumplir con sus obligaciones más básicas- tenemos nuestros pecados resueltos. Al final, ante las desgracias siempre miramos hacia otro lado.
CERMI podría haber realizado una acción ruidosa. Estaba en su derecho, pero no. Simplemente manifestó sus carencias. Con muchas formas y sensibilidad ahogada en su interior. Políticamente, les escucharon, que ya es. Pero no es suficiente. Otros hacen mucho más ruido con tal de hacerse notar por reivindicaciones justas, pero muchas veces insignificantes o salvables. Por suerte, tuvieron un hueco en los medios de comunicación y un momento de desahogo mediático. Será hasta el año que viene por estas mismas fechas, aunque sean casi cuatro millones de personas las que sufren en este país tan moderno y avanzado algún tipo de discapacidad
Pero sepan, aún no disponemos de suficientes medios públicos y menos privados totalmente adaptados; ni siquiera museos o monumentos que también mantienen con sus impuestos pero a los que casi tienen prohibido o restringido el acceso: bancos, hoteles, establecimientos comerciales de todo tipo y condición, -en algunas grandes superficies que visitan cada día miles y miles de personas apenas disponen de una silla de ruedas para una emergencia o un impedido circunstancial-, aceras en condiciones, paseos y jardines accesibles…Demasiado camino por recorrer en pleno siglo XXI. Pero hemos dilapidado millones en proyectos superfluos, vanidosos e inútiles. Es nuestra particular ceguera. La de esta sociedad que se define solidaria con lo propio mientras la vida no le dé un soplo de mala suerte.
Ánimo, vivan la experiencia. Así entenderán lo que otros pueden llegar a sufrir. No hace faltar viajar a ningún parque científico. Sólo sentirse en unos casos y por unos días impedido, y otros por muchos lustros bastante olvidados.