VALÈNCIA. Juan Manguán está en la puerta de su viejo negocio hablando con unas mujeres. Lleva la mascarilla por la barbilla y se cuentan la vida a gritos. Del cuello le cuelga una delantal de trabajo con manchas. A su espalda, pasada la puerta, todo está lleno de máquinas de coser. Ya no es el negocio boyante de los tiempos en los que cada mujer tenía una máquina en casa, pero aún hay gente que las usa. Y mientras queden algunos y a él le siga respetando la salud, la tienda de reparación de Juan Manguán seguirá abierta en un callejón del Carmen.
Esta mañana parece que está de buen humor. Hace un rato que ha llenado el gaznate. Todos los días, a las once, llegan dos amigos y se preparan allí dentro un tentempié. "El almuerzo es sagrado", anuncia Juan, como en una declaración de intenciones, después de confesar que hoy se han hecho un bocadillo con ajo arriero. Y que otros días le pegan a la sardina salada, las habas, las albóndigas de bacalao... Se juntan allí puntuales, abren un pan, le echan el avío y arreglan el mundo en un rato. Luego los amigos se van y él se enfrasca delante de una vieja máquina de coser en busca del fallo. Allí lleva 62 años. Toda una vida.
Juan es del 48 y el negocio lo montó su padre cuando él tenía doce años, en 1960. Eran tiempos de escasez y el cabeza de familia había conocido el oficio en Casa Abad, hoy Bicicletas Abad, que entonces también tocaba las máquinas de coser. "Cuando salió de allí, como la situación era difícil y tenía tres hijos, yo y mis dos hermanas, se metió a lavar autobuses de noche en un garaje. Yo venía a las 7 de la mañana, con doce años, y abría la tienda. Y mi padre venía después directo del garaje. El pobre dormía en la mesa después de comer, apoyando la cabeza y pegando una 'becaeta'".
A los cinco años dejó el garaje y se centró en las máquinas de coser. Ya no se movió de allí hasta que murió en 1998. El negocio prosperó y llegaron a tener el servicio técnico donde permanece ahora su hijo, en la calle de los Borja, al lado del Palau de la Generalitat, y tres tiendas de máquinas de coser. Entonces existía una industria sólida y muchas mujeres se sacaban un pequeño sueldo haciendo arreglos en casa. "Entonces, en la Comunitat Valenciana, había muchas empresas de bolsos, confección, cinturones... Y teníamos tres tiendas. En las otras estaban mi hermana y mi mujer, y aquí, mi padre, un cuñado, un tío y yo. Éramos cuatro reparando máquinas. Mira si había trabajo. Y no parábamos. Mi padre, que ya se había dejado el garaje, venía a las cinco y abría. Yo llegaba a las siete y me mandaba a la zona de Alcoy, Ontinyent, Bocairent..., donde había muchas fábricas de mantas, mucho textil. A mi cuñado lo mandaba a la zona de Castellón; tenía tres furgonetas funcionando. Y gracias a eso pudimos subsistir y hasta vivir bien".
Pero en los 80 empezó la decadencia del negocio. Algunas fábricas cerraron, las grandes superficies les hicieron la competencia y en las casas, donde la mujer se incorporó a la vida laboral, se fue perdiendo el hábito de coser con una pequeña máquina de coser. Aunque Juan Manguán resistió y hoy, a sus 73 años, sigue en pie. Más por vocación que por necesidad. "Aquí siguen viniendo personas con sus máquinas de coser de València y los pueblos de alrededor. Hay un matrimonio que en agosto viene de Navarra y me trae sus máquinas. Vienen de todos los sitios".
La añoranza le sale por las orejas. Todo ha cambiado en las últimas décadas y el mundo que a él le gustaba ha cambiado. Le indigna que algunas grandes superficies vendan una máquina de coser, sin servicio de asistencia, por 80 o 90 euros. O la caída de la industria textil. "En los buenos tiempos le vendí 21 máquinas industriales a una empresa que se llamaba Salas Quiroga. Pero ahora ya solo me dedicó a reparar".
Tampoco reconoce su barrio, ni la calle de los Borja, antes de San Bartolomé, donde reinaban los negocios artesanos y tradicionales: una casa de plásticos, otra que vendía sotanas, casullas y ropa para sacerdotes, una pastelería -"hacía unos merengues buenísimos", se relame Juan recordándola-, un hombre que hacía jaulas para los pájaros, una fábrica de jabones, un zapatero, una droguería, un escultor que hacía imágenes, un horno, una alpargatería, el ultramarinos del señor Noguera, y Paco Gil, que hacía lápidas de cementerio. Una calle de pequeños comercios variopintos que en solo unos años se ha convertido en otra calle anodina llena de bares y restaurantes anodinos.
Juan Manguán es duro de oído y cuando le hablas frunce el ceño porque no te escucha bien; hay que hablarle a voces. Él se explica mientras mueve unas manos gruesas más que acostumbradas a hacer fuerza con el destornillador. En la trastienda, donde tiene el taller de reparación, todo esta lleno de herramientas, muchas de ellas metidas en latas de aceitunas. A un lado hay un par de sacos llenos de pan. Se los traen de los restaurantes cuando se les ponen duros y él los aprovecha para llevárselos a Foios y dárselos a sus caballos: 'Juncal', de pura raza española, y 'Bolero' -por su afición a este tipo de música-, que antes tuvo un nombre infausto: 'Tejero'. "Le puse Tejero por lo que le colgaba... Me costó 875.000 pesetas el último año de las pesetas (2001). Pero cuando lo castré, pensé que el nombre ya no tenía sentido y le puse Bolero".
Los equinos le han gustado casi tanto como las máquinas de coser. Juan lleva 45 años montando a caballo. Una afición que le llevó casi por chulería. "Monto por culpa de mi suegro. Yo era de la plaza de la Virgen y aquí, en la capital, no sabíamos ni dónde llevaba las orejas el caballo. Pero me casé y mi suegro y yo compramos un caballo que costó 16.000 pesetas. Un domingo, por echarme un farol, le dije a mi suegro: 'Si tuviera montura, lo montaba'. Y él me soltó: 'Pues mañana vas y la compras, que te la regalo'. Y ya no tuve escapatoria".
Todos sus vecinos artesanos fueron cayendo. La droguería fue la última. Desde hace años ya solo queda él. "Me da pena que se hayan perdido esos negocios tradicionales. Cuando estaban todos éramos como una gran familia", rememora Juan, quien aún se acuerda de otro vecino, Jacinto Caus, que trabajaba la piel y cada mañana iba a las seis y se sentaba en una silla con su padre, que ya llevaba en la tienda desde las cinco. Estaban casi una hora departiendo y cuando faltaban cinco minutos para las siete, salía corriendo para escuchar misa en la Basílica de la Virgen.
El hijo y el nieto de los Juan Manguán no seguirá con las máquinas de coser. Él es ingeniero aeronáutico y trabaja en la Ford. Juan seguirá mientras pueda. "Yo aguantaré aquí hasta el día que me muera. Porque esto lo creó mi padre y por amor propio". También por amor a su barrio. Porque él asegura que es uno de los "cuatro o cinco nativos" que perduran en el casco histórico. Primero vivió en la plaza de la Virgen, donde su madre le contaba que ella y su marido iban en la Guerra Civil al refugio que hay debajo del jardín de la Generalitat.
Después, cuando se casó, se mudó a la calle Caballeros. Y siempre, durante seis décadas, en ese mismo callejón rodeado de máquinas de coser. Antiguamente de máquinas que se acumulaban esperando la reparación y ahora en una especie de museo en el que Juan ha ido recopilando viejas glorias. Algunas tan antiguas que son del siglo XIX. Pero también hay otras de principios del XX. Hay máquinas francesas, alemanas, inglesas y hasta soviéticas. Y en medio, una imagen de san Pancracio. En el otro flanco de la planta baja hay otras más pequeñas, de juguete. "Cuando era pequeño los Reyes Magos nos traían un balón de fútbol a los chicos, y a las chicas, una maquinita de coser. Las he ido recogiendo de por ahí y ahora las colecciono aquí".
El tiempo se ha detenido en este local de la calle de los Borja. El suelo es original y dentro, pegada a la pared, Juan tiene aparcada una Vespa de 1969. Se la compró su padre y lleva una matrícula del año de la polca. En una esquina, lleno de polvo, resiste un radiocasete con la antena desplegada. Al lado de la mesa donde trabaja, hay una curiosa lámpara hecha con la rueda de un carro. Juan se la trajo hace tiempo del casal de la Falla del Negrito.
Juan recuerda que, en la Riada, cuando él tenía nueve años, el agua llegó a la altura del hombro y que al día siguiente las autoridades limpiaron las calles del barrio rápidamente para que pasara Franco en su Rolls Royce. De una pared cuelga un retrato de su padre en la puerta del negocio y al lado hay un papel amarillento con un reportaje sobre la tienda que le hizo María Ángeles Arazo en 'Las Provincias' hace medio siglo. Apoyada sobre una máquina de coser blanca, hay una foto de su hijo montando a 'Bolero'.
Nos vamos y Juan se queda en la trastienda. Se ha puesto las gafas y mete el destornillador en una máquina de coser de una clienta que trabaja en la Generalitat. Se le ve feliz y en paz llevando esta vida y sosteniendo uno de esos negocios que un día desaparecerán para siempre. Juan Manguán ya tiene 73 años, pero tiene buen aspecto y asegura que a él solo le retirará el de la guadaña.