Los informes en contra del hotel se acumulan; falta el de licencia de actividades, que podría ser la puntilla. Sólo podría reabrir como hotel, pero ni la Caixa ni el BBVA se pronuncian. Y el edificio va deteriorándose.
VALENCIA. Tina Turner, Sting, Carlos Kleiber… Era el recinto de lujo preferido por las estrellas. Allí se refugió el ex líder de The Police el día que se canceló el concierto que tenía que dar en Valencia, a finales de mayo de 1988; se recuperó de su laringitis pasando el día en la piscina. La misma piscina en la que se divirtió la selección de Irlanda del Norte antes de ganar a la de España en el Mundial de 1982. Y ése fue el alojamiento que le ofrecieron al difícil Kleiber en su mítico concierto de febrero de 1999 en el Palau de la Música, aquel que según se dijo entonces costó 40 millones de pesetas, 240.000 euros. Ya no queda nada de aquellos años de gloria. El edificio se cae a porciones de tiempo. Un trozo de la fachada se desprendió hace años y nadie lo ha reparado. Igualmente pasa con el cartel de entrada, donde irónicamente se puede leer ‘lujo’; le falta un fragmento. Los vecinos de las fincas cercanas van con sus perros a pasear por sus jardines exteriores, lo único que queda en pie de su pasado de glamour kitsch. Las pistas de tenis están abandonadas. En la esquina de una de ellas, dos sillas de plástico blancas, rodeadas de hojas muertas, miran a una red tensa con la que nadie juega ya. El Sidi Saler está agonizando.
Cada día que pasa está más cerca su derribo. La apuesta más segura es que el hotel Sidi Saler será historia en un plazo breve de tiempo. Las posibilidades de que siga en pie cuando comience la nueva década son mínimas, prácticamente nulas. Su destino, la piqueta, el mismo que el de su hermano alicantino, que ya ha sido desahuciado. No quedará de él más que un vago recuerdo y no será sustituido por nada. Es algo que se viene anunciando desde hace tiempo. La misma conformación del Govern de la Nau lo daba por seguro. Con una mayor protección del entorno y la Naturaleza, no casaba mantener un edificio así.
Desde que en enero de 2011 cerró y seis meses después pasó a concurso de acreedores, el hotel entró en una deriva legal y burocrática infernal que vaticinaba este mal final. Los trabajadores han acabado cobrando las indemnizaciones del Fogasa tras un largo via crucis. Los terrenos que ocupa son gracias a una concesión, y están situados dentro del dominio público marítimo terrestre, así que son propiedad del Estado. La entonces delegada del Gobierno en la Comunitat, Ana Botella, lo explicó en su día: La concesión es “a término” para ocupar esos terrenos, por lo que si no era viable "por razones empresariales” y no podía seguir adelante, ese espacio sería “recuperado para el espacio público marítimo-terrestre”. La concesión la da la Demarcación de Costas del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente que está esperando las recomendaciones del Ayuntamiento de València.
Hasta la fecha el Ayuntamiento de València ha emitido dos de los tres informes que tiene que realizar sobre el hotel: uno de Urbanismo y el otro de la Concejalía de Medio Ambiente. El regidor del primer departamento, Vicent Sarrià, es quien está coordinando la respuesta al Ministerio. “No son informes vinculantes”, advertía este lunes a Valencia Plaza; “falta ver que nos responde el Ministerio”, añadía. Pero la verdad, la que se dice soto vocce, es que, a la espera de que llegue el informe de actividades, el tercero, sus posibilidades son cada vez más magras y después de los dos reportes oficiales, aún menos.
El informe de Medio Ambiente es muy duro. “La reapertura del hotel representaría una involución en la protección del parque natural que tendría un efecto duradero”, se señala en el texto. Y prosigue: “Probablemente sus instalaciones necesiten la ejecución de unas obras de reforma importantes, ya que el edificio tiene una antigüedad de 40 años. Esta inversión tendría un plazo de amortización de varias décadas y elevaría el coste de la compra del usufructo del hotel por las administraciones medioambientales”. La conclusión del informe es tajante y su recomendación nítida: “La restauración ecológica de los terrenos ocupados por el hotel Sidi Saler representaría un aumento considerable de la calidad paisajística de la playa de la Garrofera”.
El texto, firmado el 30 de noviembre, antecedía en una semana al de Urbanismo, del 7 de diciembre, en el que se dejaba al edificio “fuera de ordenación sustantivo”. Esta calificación significa que el hotel se encuentra a expensas de lo dispuesto en el artículo 60.2 de la Ley del suelo. Y la norma legal dice que en los edificios que están calificados de este modo no pueden realizarse “obras de consolidación, aumento de volumen, modernización o incremento de su valor de expropiación, pero sí las pequeñas reparaciones que exigieren la higiene, ornato y conservación del inmueble”. No se le puede meter mano. No se puede mejorar. No se puede modernizar. Debe mantener su viejo y obsoleto concepto de lujo. Sólo se puede reparar lo básico. Y sólo puede ser hotel.
Ya antes, en el pleno del 31 de marzo, a preguntas de la concejal del PP María Ángeles Ramón-Llin, el concejal de Medio Ambiente, Sergi Campillo, lo advirtió. No existe posibilidad de reconvertirlo “en ningún otro uso”. “Por lo cual”, sentenció, “su destino final no puede ser otra que la recuperación del espacio público para el litoral y su disfrute por los valencianos y valencianas”. Y esto choca con lo que quieren los vecinos. Este lunes la presidenta de la asociación de vecinos de El Saler, Ana Gradolí, insistía en la petición expresada hace tiempo: quieren que se reconvierta en residencia para la Tercera Edad. Así lo reflejaron a través de sus redes sociales hace apenas dos semanas, donde reclamaban reconvertir el Sidi “en un edificio con fines sociales”. Pero Sarrià recuerda que eso no es posible, no con la ley en la mano.
La propiedad actual, repartida entre BBVA y Caixabank, guarda silencio. La anterior, el alemán Manfred Stier, tiene asuntos pendientes con la Justicia española por evasión de impuestos a Liechtenstein. Ante la falta de compradores (hubo tanteos en 2014 pero quedaron en eso), desde las entidades financieras han propuesto una ampliación de la concesión administrativa, el único as en la manga que pueden exhibir de cara a su posible venta. La actual Ley de Costas permite la transmisión de la concesión y la ampliación pero de aceptarse la nueva prórroga, tal y como recordó el diputado Ricardo Sixto en el Congreso hace un par de años, ésta dejaría de ser gratuita y la concesionaria estaría obligada a pagar al Estado un canon anual de un 5% del valor catastral a lo largo de ese tiempo. Otra rémora más. Otro incentivo menos. Hay una posible salida, y es hacer una permuta de terrenos, pero Sarrià no quiere extenderse en ella. Es un futurible. El problema es el precio de referencia que tomen los propietarios, la tasación que le hagan al bien. Y en cualquier caso el final es el mismo: demolición.
En el Saler son muchos los que lamentan el final del hotel, esta lenta agonía. “Es una cosa que da trabajo; no deberían tirarlo”, se queja un vecino. Un deseo que parece difícil que se haga realidad. Construido en 1976 sobre un terreno de 19.628 metros cuadrados, de los que 3.883,81 están ocupados por los edificios que componen el complejo, el Sidi Saler tiene una superficie construida de 20.204 metros cuadrados que se reparten entre sótano, planta baja y seis alturas, 20.000 metros cuadrados de cemento, cristal y acero que permanecen ahora varados a un lado de la playa. Tras la tempestad de estos días, su imagen es aún más solitaria. Nada queda de sus mejores años ni de sus últimos lujos, cuando la Copa América fue el reclamo para buscar los últimos turistas de lujo. Sólo subsiste un embrollo legal, político y económico millonario, en el que el toque exótico lo proporciona su ex propietario Stier, el empresario acusado de fraude. ‘Stier’ en alemán significa ‘toro’, algo muy metafórico. En cierto modo, el hotel mismo y su situación actual es toda una metáfora de los últimos treinta años de la ciudad.