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tribuno libre / OPINIÓN

Sobre la plausibilidad del pasaporte covid

Foto: RAFA MOLINA
6/12/2021 - 

Varias comunidades autónomas, entre ellas la valenciana, han decidido poner en funcionamiento el popularmente denominado «pasaporte covid». Desde el pasado sábado, para acceder a determinados establecimientos y espacios (de hostelería, restauración, ocio, entretenimiento, azar, recreativos, hospitalarios y residenciales), los valencianos mayores de doce años deberán presentar un certificado que acredite bien la vacunación completa contra la covid-19, bien una prueba diagnóstica negativa (PCR en las últimas 72 horas o antígenos en las últimas 48) o bien la recuperación de la enfermedad en los últimos 180 días.

Esta medida ha suscitado una viva polémica. El Tribunal Superior de Justicia del País Vasco denegó hace apenas una semana la autorización para implantarla. El Tribunal Supremo, sin embargo, ha despejado las dudas existentes acerca de su licitud, al estimar el recurso de casación interpuesto por el Gobierno vasco.

El Tribunal Supremo acierta, en nuestra opinión. Los argumentos esgrimidos para cuestionar la legalidad (y conveniencia) del pasaporte covid son muy endebles. El primero es el de su supuesta falta de proporcionalidad. Esta medida conlleva, ciertamente, una restricción de la libertad para millones de personas: para las propietarias de los establecimientos afectados, a las que se les impone la carga de controlar que sus clientes cuentan con el pasaporte; para todas las personas que pretendan acceder a dichos establecimientos, a las que se les exige la obtención del correspondiente documento y la revelación de datos sobre su salud; y, sobre todo, para las no vacunadas, a las que resulta especialmente costoso satisfacer dicha exigencia.

Sin embargo, en nuestro ordenamiento jurídico es posible adoptar semejantes medidas restrictivas de derechos, bajo la condición de que sean proporcionadas, es decir: útiles para lograr un fin legítimo; necesarias, de manera que sean las menos restrictivas de entre las útiles; y no excesivas, por superar sus beneficios a sus costes para la comunidad.

Foto: EDUARDO MANZANA

Cabe razonablemente pensar que la exigencia del pasaporte covid es adecuada para lograr un fin perfectamente legítimo: minorar el número de contagios, hospitalizaciones y muertes por covid-19 y, a la postre, proteger la salud y la vida de millones de personas frente a esta enfermedad transmisible. El pasaporte covid contribuye a este objetivo de dos maneras. En primer lugar, reduce el número de sujetos infectados en lugares donde el riesgo de contagio resulta especialmente elevado (porque allí se concentran muchas personas, no es obligado llevar mascarilla en todo momento, el consumo de alcohol y drogas relaja las precauciones, etc.). En segundo lugar, incrementa el coste de no estar vacunado y, de resultas de ello, propicia que aumente el número de individuos que deciden vacunarse. Las largas colas de gente formadas en los puntos de vacunación durante los días inmediatamente anteriores a la entrada en vigor del pasaporte constituye una prueba bien visible de este segundo efecto.

También cabe afirmar que la medida es necesaria. No parece que existan medios alternativos menos restrictivos de la libertad que resulten igualmente eficaces para lograr esos dos objetivos. Hay quien sostiene que, en lugar de «coaccionar a la ciudadanía», nuestras autoridades deberían limitarse a «promocionar los éxitos de la vacuna», a informar y convencer de sus grandes bondades. Sin embargo, no parece que, a estas alturas, la sola información vaya a ser más útil que el pasaporte covid para avanzar en la consecución de los referidos objetivos. Muchas personas no han querido vacunarse ni dejar de realizar actividades que conllevan un elevado riesgo de contagio, a pesar de haber recibido durante meses abundante y concluyente información acerca de los beneficios que para su salud y la de quienes viven a su alrededor comporta vacunarse y tomar ciertas precauciones. No parece, pues, que con «algo más de lo mismo» vayan a cambiar su postura.

Foto: KIKE TABERNER

Y, en fin, puede razonablemente estimarse que los beneficios que para la sociedad en su conjunto se derivan del pasaporte superan a sus costes. Los argumentos aducidos para ponerlo en duda son poco convincentes. El hecho de que el porcentaje de población vacunada sea relativamente alto y los vacunados puedan contagiar, contagiarse, ser hospitalizados e incluso fallecer como consecuencia de la covid-19 no quita que los beneficios de la medida cuestionada puedan ser suficientemente significativos. La explicación es sencilla: el riesgo de contagio, hospitalización y muerte es mucho más bajo para una persona vacunada que para una no vacunada. Por ello, si aumenta el número de individuos vacunados y, además, se reduce la presencia de los no vacunados en espacios donde el riesgo de contagio resulta especialmente elevado, los daños sanitarios causados por esta enfermedad pueden reducirse significativamente.

Ciertamente, no es fácil evaluar en estos momentos los costes y beneficios de esta y otras medidas de protección de la salud pública. Es difícil que la evaluación arroje resultados concluyentes, evidentes y convincentes para todos. Por ello, la gran mayoría de los Tribunales ha reconocido a las autoridades administrativas un amplio margen de apreciación o deferencia para llevar a cabo esta tarea. Ésta es una práctica muy sensata. Dichas autoridades tienen más tiempo y mejores conocimientos especializados (por ejemplo, epidemiológicos y económicos) que los jueces para hacer una evaluación cabal y adoptar una decisión equilibrada en esta compleja materia. Y gozan también de mayor legitimidad democrática que los jueces para tomar este tipo de decisiones, respecto de las cuales la ley apenas dice nada. Los primeros son elegidos y sustituidos democráticamente en función de si sus decisiones se ajustan o no a las preferencias de la mayoría de los electores. A los jueces, en cambio, no podemos cambiarlos cuando se equivocan y no nos gustan sus decisiones. En la duda, pues, es preferible que se equivoquen aquéllos.

El segundo gran argumento aducido en contra del pasaporte covid es el de las desigualdades y supuestas incoherencias que éste encierra. ¿Qué sentido tiene hacer una diferencia entre los mayores y los menores de doce años? ¿Por qué no se exige el pasaporte a los trabajadores de los establecimientos, pero sí a sus clientes? Si para los primeros resulta suficiente la exigencia de portar mascarilla y la adopción de otras precauciones, ¿por qué estas medidas no bastan para los segundos?

Foto: EDUARDO MANZANA

En nuestra opinión, estas y otras diferencias de trato cuentan con una justificación suficiente. Hay una evidente razón para distinguir entre los mayores y los menores de doce años. Los segundos no han tenido ni tienen la oportunidad de vacunarse, por lo que les resulta especialmente costoso salvar la prohibición de acceder a los correspondientes establecimientos. La mayoría de los menores sólo podría conseguirlo mediante una prueba de diagnóstico negativa. Además, la imposibilidad de que se vacunen impide que el pasaporte produzca respecto de ellos el benéfico efecto incentivador de la vacunación que el pasaporte tiene entre los mayores. De ahí que pueda concluirse que no merece la pena exigírselo. Téngase en cuenta que la finalidad del pasaporte covid no es (o no debería ser) eliminar por completo el riesgo de contagio, sino reducirlo de manera eficiente.

La diferencia de trato entre trabajadores y clientes es igualmente plausible. El coste de la prohibición de acceso es muy distinto en los dos casos. Prohibir a un trabajador acceder a su lugar de trabajo es mucho más costoso que prohibir a una persona acceder, una o dos veces a la semana, a determinados locales de restauración, ocio y entretenimiento. Además, los trabajadores están sometidos a una obligación estricta de portar en todo momento mascarilla y adoptar otras precauciones, cuyo cumplimiento puede ser controlado con una relativa facilidad por los titulares de los establecimientos. En cambio, la obligación de portar mascarilla es mucho más laxa para los clientes (que no necesitan llevarla cuando están comiendo o bebiendo, por ejemplo), y su cumplimiento es mucho más costoso de controlar por los titulares de los establecimientos.

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