Mientras lees este artículo yo estoy viajando por el Sudeste Asiático. En mi ahora estoy escribiendo con el portátil en una playa de las islas Perhentian pero cuando lo leas, en tu ahora, estaré ya en Singapur. Es lo que hago siempre que puedo: viajar. Si he contado bien, he visitado 56 países. Tengo dos estanterías de mi casa llenas de Lonely Planet pero antes de venir decidí que voy a tirarlas a la basura. Necesito espacio para poner libros y las guías de viaje ya no sirven para nada. Me ha costado tomar la decisión porque hay algo romántico en esas guías llenas de tickets, marcas, apuntes, postales, etc. que viajaron conmigo a lugares lejanos. Pero los tiempos pasan y viajar, hoy día, es otra cosa.
Yo fui uno de esos jóvenes idealistas que en los noventa se rebelaron contra las marcas “pijas” (Levi Strauss era el símbolo del diablo) y comenzaron a comprar marcas desconocidas. Luego descubriríamos, gracias a No Logo de Naomi Klein, esa musa neoizquierdista del grunge, que las fabricaban las mismas marcas contra las que nos rebelábamos usando nombres alternativos. También pertenezco a esa generación que dijo NO al capitalismo de la posesión y se lanzó de cabeza al capitalismo de la experiencia pensando que era algo totalmente diferente. Como ocurrió con las marcas, el cambio fue diminuto. Mis conocidos llevaban Levi’s y compraban coches para 'fardar' por el barrio. Yo llevaba pantalones baratos de alguna submarca de Levi’s y viajaba por el mundo para fardar con mis fotos (que solo veían unos pocos) y mis camisetas de países lejanos que, entonces sí, ya veía más gente.
Veinte años después sigo viajando, justificándome con que el turismo es bueno para los países en vías de desarrollo. Pero aunque yo sigo siendo más o menos el mismo, el viaje ha cambiado. Las nuevas tecnologías han transformado el mundo y también, claro, la forma que teníamos de viajar.
Recuerdo llegar al aeropuerto de Nueva Delhi a las 11 de la noche sin tener nada reservado. Decirle al taxista: "Llévame a algún hotel por el barrio de Paharganj", donde según la Lonely Planet había alojamientos baratos. Reservar un hotel en otro país era difícil antes de internet. Muy difícil. Así que comprábamos el vuelo y esperábamos tener suerte al llegar. A veces la teníamos y a veces menos, pero era parte de la experiencia y tomábamos los contratiempos con filosofía.
Actualmente es bastante impensable esta forma de viajar. La gente reserva con mucho tiempo de antelación y se frustra si algo no sale como esperaba. Hemos perdido la capacidad de improvisar. Antes era la moneda habitual. No había otra. Llegar y lo que viniese.
Un amigo me comentaba el otro día que su hija se iba de Interrail, al igual que hizo él en su juventud. ¡Ha comprado ya todos los billetes!, me dijo escandalizado. Yo me fui sin planear nada: cogía un tren, llegaba a una ciudad y allí decidía cuánto tiempo me quedaba o si cogía otro tren… y en ese caso adónde lo cogía. El camino iba haciéndose sobre la marcha, se improvisaba según lo que te apetecía en cada momento. ¿Si lo tiene todo reservado cómo va a cambiar de opinión? ¿Y si le gusta una ciudad y debe irse porque sale el siguiente tren? ¿Y si conoce a otros viajeros que le hablan de un lugar fantástico que no conocía y desea ir?
Me parece un buen ejemplo del cambio de mentalidad de los viajeros. Hablar con la gente que te encontrabas por el camino era la forma de ir montando el viaje sobre la marcha. Ahora el viaje ya está montado antes de salir con las recomendaciones de internet y no hay necesidad de hablar con nadie durante el viaje. Un punto más para el individualismo. El otro ya no te sirve. Sus recomendaciones de primera mano ya no son una opción pues todo está cerrado antes de salir de casa.
Por otro lado, la soledad del viajero ya no existe. Con los teléfonos móviles estamos conectados en cada momento. Bromeamos en el whatsapp de amigos que nos pilla un poco lejos ir al bar jaja, hacemos videollamadas con la familia para que vean dónde estamos y nos enteramos del último TikTok de Rosalía. Recuerdo viajar al país dogón de Malí o al desierto de Mongolia y sentirme a años luz de mi ciudad, mi gente, mi vida, mis preocupaciones. La sensación de lejanía y exotismo era mayor. El viaje tenía algo de iniciático y solo podías contar con la gente que ibas encontrando. Sabías que eran parte de ese momento y de ese trayecto y que desaparecerían pues no había Instagram que intercambiarse. Cada viaje era una porción de vida independiente de tu vida. Un Kit-Kat, como decía el famoso anuncio, de tus preocupaciones, rutinas e inercias.
Ahora nos vamos con todo en la mochila: con los memes diarios del primo que no soportamos, con el jefe pidiéndote un favor si tienes un rato, con la familia intercambiando fotos y con el paisaje y los rostros habituales en redes sociales. Alimentando el FOMO que no te permite estar tranquilo ni durante tus ansiadas vacaciones.
El viaje ya no es lo que era. Tiene sus cosas buenas, obvio que sí, como que te sientes menos solo y te timan menos los taxistas (ese monstruo mitológico con el que se enfrentaba todo viajero) gracias a aplicaciones como Über… pero tengo la sensación de que el mundo se ha hecho pequeño. De que ya ningún destino es lejano y exótico desde que hay redes sociales. Y de que no nos sirve para desconectar, con lo bien que venía desconectar… Porque viajamos en el espacio, pero sin salir del barrio de ese otro mundo digital.
Recuerdo el ritual de ir a la librería Patagonia a comprar guías de viajes del país elegido y alguna novela o ensayo al respecto para informarme bien. Ahora las guías tipo Lonely Planet no tienen ningún sentido y por eso voy a tirarlas. Su información es tan limitada que ocupa un libro, frente a los espacios abiertos e inabarcables de intenet. Además apenas tiene fotos. ¡Debes guiarte por la descripción escrita de los lugares a la hora de elegir los puntos de tu ruta!
Nunca he sido nostálgico. Doy gracias por aquellos viajes intensos de mi juventud donde todo parecía más auténtico y lejano pero también agradezco esta forma de viajar con menos contratiempos. Nada es mejor ni peor.
La única verdad es que todo cambia y que quien no tira las Lonely Planet acaba quejándose de que el pasado fue mejor, de que ya no se viaja como antes, de que los jóvenes no saben viajar, que quién nos va a pagar la jubilación bla bla bla.
Lo de siempre, vamos.