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VALS PARA HORMIGAS / OPINIÓN

Cine silenciado 

16/08/2017 - 

Hace mil años, en los tiempos de Andy Warhol, la fama duraba quince minutos, el arte podía reproducirse en una vietnamita y las películas se alargaban ocho horas. Ahora, para conseguir firmar unos bolos en discotecas basta con aparecer en la televisión más tiempo del que aguantas sin respirar bajo el agua. Que es, más o menos, lo que se tarda en redactar un texto de 140 caracteres sin faltas de ortografía. Sucede que, en ocasiones, hay quien trata de escapar del foco toda su vida. O de dejarse iluminar solo eventualmente para existir de vez en cuando, como nos enseñó Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses. Y un comportamiento así, que podría ser constitutivo de noticia, ni siquiera aparece en los medios, quizá como castigo ejemplarizante a quien no se abona a los codazos en la red, al reparto indiscriminado de intereses generales o al regateo incesante de capturas con un móvil.

Mil años después de Warhol, tan solo cinco minutos después del abandono de lo analógico, ha muerto un pijo de manual, un niño bien del barrio de Salamanca con más apellidos que ganas de airearlos y el dinero suficiente para celebrar la mayoría de edad en una timba clandestina de Montecarlo. Ha muerto un corsario de la noche con esquina en Malasaña y una hermana con hechuras de modelo, agenda saturada y tacones escarpados de las que ningún hombre que yo haya conocido quiere tener. Ha muerto un heredero desganado, un greco abandonado en un callejón, un aristócrata con alma de bufón y el brazo cosido a dentelladas, una luciérnaga de la Movida que daba tanta luz como fuego o papelinas y que decidía apagarse durante años, cuando los años duraban más que ahora, para no aburrirse mientras buscaba un artista para su particular dorian gray, un retrato que absorbiera su decadencia, su mono, su hepatitis, su pasado, su spleen de París, su estafa de Peter Pan, su lucha por no explicar sus fugas, la salida de su túnel, que acababa al otro lado del terremoto del Madrid de los ochenta.

Ha muerto Will More, protagonista de Arrebato. Y los dioses de la urgencia y la viralidad lo han condenado al silencio que él mismo se procuró en su etapa de crisálida. Ni una aparición, ni una mención en los grandes medios. Ni un recuerdo al inspirador de una película que convierte al cine en un vampiro y en un chute de heroína, como sabía su director, Iván Zulueta, como sabemos todos los que pedíamos cita cada semana en los Astoria. Ni un breve en pleno agosto, la época en la que todo vale a condición de que se pueda resumir en dos párrafos y vaya más allá de que ha muerto un yonqui con pedigrí que salía en una película de culto donde nos enseñaba a mirar los cromos de un álbum. Ha muerto un tipo singular que protagonizó un fogonazo en baja resolución allá por los setenta, y los cinéfilos que son incapaces de remontarse al cine anterior a El resplandor al elegir sus títulos preferidos tampoco se enterarán, como no se enteran de que hubo un cine mudo, un cine en blanco y negro, un batallón de guionistas, actrices morenas o una pantalla enorme en la que los maratones de películas no se podían pausar para ir al baño y prepararse algo de cena. Ha muerto Terele Pávez y ha conseguido los reportajes en las noticias que merecía. Ha muerto Basilio Martín Patino y ha conseguido los reportajes en los diarios que merecía. Ha muerto Will More y ha desaparecido tras un fundido en rojo del tomavistas, en medio del silencio que quizá quiso merecer.

@Faroimpostor

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