Hasta nuestro espacio más espiritual y valencianista de raíz como es el Monasterio de la Valldigna, según el Estatut de Autonomía, figura en el punto de mira del Caso Taula. Nuestra reafirmación nacional está en el aire en caso de que Bruselas o la Justicia así lo considere.
Durante mi reciente y última visita al Monasterio de la Valldigna si algo no se produjo, como en otras ocasiones, fue esa sensación interior de reafirmación espiritual valencianista que solía recorrer de forma electrificante mi cuerpo. En esta ocasión, más allá del bochorno atmosférico que se produce en épocas estivales en el magnífico valle de Simat, lo que le convierte en un espacio natural con un microclima único, sentí el mismo bochorno, aunque en mi interior más profundo. Muy, muy profundo. Fue como si el mundo se hubiera desmoronado a mi alrededor, al estilo de Ingrid Bergman en Casablanca.
Esa visita al complejo monacal cistercense que desde hace dos décadas lleva rehabilitando la Generalitat y al que le queda un buen trecho por recorrer, se producía apenas días después de que una parte del sumario del caso Imelsa/Taula fuera dado a conocer. En él se desvelaba, entre otros asuntos turbios, las presuntas implicaciones de Vicente Burgos, exmarido de María José Alcón, en la trama. O lo que es lo mismo, de qué forma salpicaba el caso a la Fundación Jaume II El Just -dirigida por él- , institución creada en 1999 por el Gobierno valenciano y encargada hasta su “disolución” de la recuperación del monasterio, puesta en valor y gestión. Una fundación que como casi todas las creadas en el ámbito cultural valenciano ha visto caer sus días ahogada en deudas que durante años la sociedad valenciana tendrá que afrontar. En este caso concreto, nada menos que nueve millones del ala, sin contar lo gastado y las formas de uso.
De ahí que sintiera mi honor mancillado. Más aún cuando nuestro Estatuto de Autonomía reconoce, como así dispuso la Generalitat de Francisco Camps, que el Real Monasterio de Santa María de la Valldigna pasaba a ser desde el momento de su aprobación “templo espiritual, histórico y cultural del antiguo Reino de Valencia”, e, “igualmente, símbolo de la grandeza del Pueblo Valenciano reconocido como Nacionalidad Histórica”.
Si renovamos un Estatuto de Autonomía para estas simplezas, de qué hablamos. Y mira que lo advertimos. Negocios. Pero la cuestión es más profunda. ¿Cómo vamos a reaccionar a partir de ahora ante un templo que parece haber servido para la desvergüenza?
El sumario que Marcos Benavent, el yonki del trinki, nos pone delante aclara que él era en sus tiempos vinculados a la Fundación el comisionista; su amigo Burgos, miembro activo del Clan del Agujero, el encargado de los contratos.
En el complejo, que iba también para hotelito residencial, se gastaron desde que comenzaron sus obras millones de euros. Es más, parte de la financiación destinada a su reconstrucción al estilo Exin castillos con ascensor externo moderno incluido e inútil, fue aportada por la Unión Europea. No quiero imaginar qué podría suceder en caso de que el asunto llegara a oídos de Bruselas y, como en Ciudad de la Luz y de los festejos varios y desvaríos tremendos, decidiera abrir una investigación para conocer cómo se invirtieron y manejaron sus fondos.
El Monasterio de la Valldigna tiene a sus espaldas una tremenda leyenda negra. Después de lo conocido, y conoceremos de la Fundación Jaume II a partir de ya, la convierte en más oscura todavía. Y ahí aún no hemos buscado huesos, como en Poblet.
Pero para muchos, desgasta comprobar cómo en nombre de la Cultura han sido utilizadas instituciones en todos estos casos de corrupción cuyo concepto nos quieren redefinir semánticamente. Casos de mordidas que se esconden en la recuperación de monumentos emblemáticos como la Valldigna o las Torres de Quart y Serranos, dos símbolos de nuestra historia y arquitectura, hasta festivales de cine, como la Mostra de cine, un encuentro del Ayuntamiento de Valencia que servía para que algunos y algunas llenaran bolsillos y comieran canapés, los mismos que consiguieron hundirlo.
En la Valldigna, además, se han enterrado millones de euros en actos superfluos para disfrute de nuestros exgobernantes y acompañantes de rigor: esa corte de pelotas que solía o suele aparecer a golpe de pito. Actos y fiestuquis que fueron desde barbacoas y chuletadas multitudinarias hasta generosos pero inexplicables premios creados para atraer estrellas mediáticas que tras cobrar y hacerse la foto de rigor con el de turno desaparecieron de nuestras vidas espirituales sin más; ágapes multimillonarios de los que ahora comenzamos a saber y que sólo son la punta del iceberg de una gestión que miedo da conocer en profundidad. Sin olvidar esos congresos sin actas ni documentos pero con publicaciones inexplicables y muy caras. O sea, disloque absoluto, Total desenfreno.
Al margen de la grandeza del propio monumento en sí, la inversión realizada y su valor arquitectónico, lo bien cierto es que el estigma le va a perseguir durante mucho tiempo. Más aún cuando se comiencen a conocer más detalles profundos sobre la gestión de la Fundación que se ocupaba de su funcionamiento.
Cuando tenga un hueco, haría bien la Generalitat revisando nuestro Estatuto de Autonomía y ese artículo 57 que nos convierte en hijos espirituales de un simple monumento cuya historia ha sido mancillada dos veces. Tanto como nuestro honor y orgullo. Más que nada para evitar que quede marcado a fuego en nuestra propia Historia o en nuestro profundo valencianismo.
Y todo eso sin olvidar que “El Just”, en el supuesto 1298, sólo pasó por allí de forma casual que si no...