El prisionero fue una serie vanguardista a todos los niveles. Por su estética, sus planteamientos, sus diálogos casi teatrales. Con ella nació un nuevo modelo narrativo en el que la lógica era lo de menos
VALÈNCIA.- A mediados de los años sesenta, el actor Patrick McGoohan se hallaba en una buena situación profesional. Hijo de padres irlandeses pero nacido en Nueva York, se estableció en Inglaterra donde hizo teatro, cine y televisión. El éxito le llegó en 1964 con la serie Secret Agent, que en Estados Unidos fue retitulada como Danger Man y en España fue estrenada como Cita con la muerte. Durante una estancia vacacional en el Hotel Portmeirion, un resort situado en la costa galesa, McGoohan se quedó prendado de las instalaciones que daban forma al lujoso hotel que casi parecía una recreación a pequeña escala de la población italiana de Portofino.
La construcción era obra de Sir Clough Williams-Ellis, un arquitecto galés que llegó a estar tan obsesionado con aquel trabajo que pasó casi cincuenta años perfeccionándolo. En el Portmeirion se habían alojado George Bernard Shaw, Bertrand Russell y Noel Coward. Fue allí donde, obsesionado con conceptos filosóficos y políticos, McGoohan desarrolló la idea que le llevó a crear El prisionero, una de las series más inclasificables de la historia de la televisión occidental.
El prisionero fue una apuesta arriesgada. Se estrenó en 1967 y constó de una única temporada compuesta por 17 capítulos. McGoohan fue su protagonista, aunque también anduvo metido en las labores de dirección y guion, casi siempre usando seudónimos. En pocas palabras, aquel era su show y desde el principio quiso tener el máximo control sobre él. Eso le llevó a pelearse en varias ocasiones con el guionista oficial, George Markstein, que estaba empeñado en que fuera una serie de espías convencional.
Pero McGoohan solamente contemplaba el espionaje como la excusa para crear una historia que le permitiera hablar de la libertad del individuo en la sociedad moderna. Esa era, básicamente, la temática sobre la que giraba El prisionero. Su planteamiento aparecía ya en los títulos de crédito y, por lo tanto, se repetiría cada vez que un nuevo capítulo llegaba a la pantalla. Un agente secreto —más tarde se descubrirá que se trataba de John Drake, el protagonista de Cita con la muerte, un espía que podría haber sido compañero de James Bond— se presenta en la oficina de su jefe y presenta su dimisión irrevocable. Luego vuelve a su piso dispuesto a hacer la maleta y tomarse unas vacaciones. Pero en lugar de eso, es sedado y secuestrado. El espía despierta en un lugar llamado El Pueblo. Allí dejará de tener un nombre para convertirse en un simple número, el Número Seis, y habrá de responder a interminables interrogatorios acerca de los motivos que le llevaron a presentar su dimisión. ¿Lo han secuestrado sus enemigos? ¿Lo han secuestrado los suyos? Hasta el final no habrá respuesta a esas u otras preguntas.
El Pueblo es un lugar idílico, lleno de lujos, pero del que es imposible salir. Los teléfonos no realizan llamadas al exterior y los taxis solamente pueden llevarte a otras zonas de la población. Hay un Ayuntamiento, cine, sala de baile, un hospital e incluso un cementerio; lo único que no hay es manera de salir de allí. Número Seis y el resto de habitantes de El Pueblo son prisioneros. «Siempre me ha obsesionado la idea de las prisiones en una sociedad democrática —declaró McGoohan cuando se emitía la serie—. Creo firmemente en la democracia, pero también me da miedo que un exceso de libertad nos lleve a destruirnos a nosotros mismos». A saber qué habría dicho el actor de haber vivido esta pandemia que tanto nos ha hecho pensar (y escuchar estupideces) sobre conceptos como los de la libertad y la individualidad. La serie era extraña a todos los niveles. En cada capítulo, McGoohan era sometido a torturas psicológicas por parte de Número 2, un sicario cuyo rostro cambiaba constantemente. El objetivo era sacarle toda la información privilegiada, llegando incluso a aplicarle un dispositivo que reproduce sus sueños en una pantalla de televisión. Así, capítulo tras capítulo, Número Seis se resiste a cantar. Cada uno de sus intentos de huida es cercenado por unos balones blancos gigantes —los Rovers— que ejercen de letales carceleros. A pesar de que hay mujeres, Número Seis no mantiene relaciones amorosas con ninguna. La trama de la serie es insistente: se trata de indagar en la función del individuo en el contexto de una determinada sociedad.
McGoohan explicó a posteriori que su idea original fue hacer solamente siete capítulos pero que la cadena insistió en alargar el proyecto diez más. Por lo tanto, se encargó de que hubiese siete capítulos esenciales, el resto eran perfectamente prescindibles a la hora de comprender la historia. Otro golpe innovador que se anticipó a la narrativa de la ficción audiovisual actual: los episodios podían verse en un orden diferente al de la emisión. Era como un equivalente catódico de Rayuela y, con el tiempo, los fans fueron publicando sus preferencias al respecto. La serie también inventó el final en plan «pero ¿qué me estás contando?», o sea, un final sin sentido aparente o que solamente lo tiene tras horas de análisis. En el último capítulo, y después de haber resistido estoicamente todos los intentos de sonsacarle, Número Seis vuelve a ser un individuo. Tal gracia se la concede Número Uno, el cual interviene por primera vez. Su rostro, mostrado fugazmente, es el de Drake. La moraleja: somos prisioneros de la sociedad en la que vivimos y solamente defendiendo nuestra condición de individuos podremos escapar de la esclavitud y de las trampas que nosotros mismos nos ponemos. McGoohan se anticipó a lo que harían David Lynch con Twin Peaks y J.J. Abrams con Perdidos. También tuvo que enfrentarse a sectores enfurecidos de la audiencia que pensaban que les había tomado el pelo. «Quería controversia y polémica —dijo años después—, gente enfadada blandiendo sus puños ante mí y gritando, «pero, ¿cómo te atreves?». McGoohan tuvo que esconderse durante algún tiempo para esquivar la ira de los televidentes.
El prisionero fue uno de esos casos de serie exitosa que a la vez se convirtió en objeto de culto desde la primera emisión. Hubo un capítulo que, por sus referencias al pacifismo no se emitió en Estados Unidos, que por aquel entonces se encontraba en plena fase de reclutamiento de jóvenes para enviarlos a Vietnam. En Francia se tuvo que cambiar el título de un episodio llamado El general, y rebautizarlo como El cerebro, para evitar que se enfadara De Gaulle. El mundo del cómic adoró la serie desde el primer momento. Jack Kirby le lanzó un guiño desde Los cuatro fantásticos y Alan Moore, fan confeso de la serie, hace referencias a ella en V deVendetta. También fue parodiada en Los Simpson y Iron Maiden le dedicó un tema. Quién sabe si no terminaremos viendo un reboot con un espía confinado en su casa, condenado a ver cadenas generalistas de televisión hasta que no pueda más y se arrepienta de todos sus pecados.
* Lea el artículo íntegramente en el número 90 (abril 2022) de la revista Plaza