NOSTRADAMUS YA LO SABÍA / OPINIÓN

La guerra es paz y la vacuna es negocio

19/04/2021 - 

Las vacunas son como las pensiones. Cuando se debate su distribución, el cruce de variables no siempre relacionadas arma tal mareo que impide ver todos los lados del poliedro. Así como retocar la edad de jubilación aviva la preocupación por el paro juvenil, la compra-venta de viales contra el coronavirus, receptores de una considerable inyección de subvenciones públicas, enciende la crítica a la industria farmacéutica.

Pero la almendra no son las dosis en sí, sino la vacuna como icono de nuestro modelo de relaciones entre estado y mercado. De ahí el encontronazo entre las demandas de la sociedad civil y la ciencia abierta, que piden liberar las patentes (algunos como exención temporal) para acelerar el reparto global de las vacunas, con las decisiones que se materializan en los parlamentos, como ha pasado en el Congreso, cuyo precaucionismo, que dice Daniel Innerarity, distorsiona el principio de precaución.

“Como villano de las patentes, Bill Gates es el nuevo enemigo de la salud pública. Amarra a los gobiernos con la premisa de que los derechos de propiedad intelectual no impiden un acceso universal y equitativo de las vacunas”

La pandemia inyecta bipolaridad, entiéndase como categoría diagnóstica. Pasmados por la sucesión de fases en tiempo récord, la esperanza de vislumbrar la inmunización para despojarnos de las mascarillas se mezcla con la indignación ante las prioridades egoístas en el orden de vacunación, con una buena dosis de perplejidad y angustia a cuenta de las decisiones  volátiles que atienden, supuestamente, a efectos secundarios y grupos de población, y de incredulidad, dudando de la eficacia y el tiempo de protección y cuestionando el copyright y la seguridad farmacológica como confidencialidad. Y a río revuelto, ganancia de negacionistas.

Las vacunas, ciertamente, merecen capítulo aparte dentro de la omnipresente industria farmacéutica. Ya se ha encargado de reflejarlo así la literatura científica de los últimos veinte años. En 2005, el artículo The business of making vaccines recogía los cambios radicales de la fabricación de vacunas en las pasadas cuatro décadas: desde 1967, cuando más de una docena de fabricantes autorizados operaban en Estados Unidos, hasta la contracción del mercado por las fusiones y el aumento de los costes de producción al aterrizar en 1980 el código de buenas prácticas. El panorama ha evolucionado en consonancia con la previsión de pandemias como la gripe. En contraste con el entusiasmo actual por el ARN mensajero, según el texto, el ritmo de la innovación en la industria, con una base tecnológica inicial baja, era lento debido a la dificultad de desarrollar nuevas vacunas eficaces y a la inercia de un mercado históricamente estancado.

Otro artículo, de 2018, The vaccine industry, en el que se tasaba la construcción de plantas entre 50 millones y 300 millones de dólares --según el requisito de dosis y teniendo en cuenta que cada vacuna requiere una planta diferente--, con un gasto adicional del 20% para mantenimiento y validación de los procesos, dejaba algunas afirmaciones que cobran fuerza en tiempos covídicos: “Las vacunas establecidas con un número limitado de proveedores pueden generar márgenes de beneficio muy altos durante el ciclo de vida del producto”, a la vez que “la creación pública de mercados, en repuesta al crecimiento de las economías emergentes y la urgencia de nuevas vacunas para el mundo en desarrollo, tendrá éxito si las lecciones aprendidas del esfuerzo industrial se incorporan a las expectativas gubernamentales”.

Llamando a la OMS, ¿hay alguien ahí?

Mientras usted agradece, vía redes, el esfuerzo de los investigadores y el personal sanitario porque sus abuelos, sus padres o usted misma/o ya han recibido la vacuna, el movimiento de la ciencia común y libre de patentes, imparable cuando teníamos claro que “nadie se salva si no nos salvamos todos”, lo ha superado la propiedad intelectual. Porque nuestro cerebro necesita procesar los problemas poniéndoles carne y hueso, emerge como villano, antaño de la informática y hoy reciclado en lo sanitario, el todopoderoso Bill Gates, el retirado más activo de todos los tiempos. En toda controversia vacunal, siempre hay que mirar al reparto: los defensores acérrimos, los provacunas, situados en “el lado bueno de la historia” cual colonos en la Conquista del Oeste, y los críticos (los de “la duda no es rechazo”) como amigos de Robin, el de los bosques. Los antivacunas, más versátiles ellos, caben en el universo absurdo de los Monty Python o en el terror de viñeta de la firma Tarantino.

El "monstruo de las vacunas" o “zar de la salud pública”, como apodaba a Gates el periodista Alexander Zaitchik en The New Republic, obstaculiza el acceso global a las vacunas como defensor de la medicina monopolista, armado con el ACT-Accelerator, su apuesta para organizar todo el tinglado sanitario, que alberga además una casa de caridad, COVAX, traducido en berlanguiano como el “páguele una vacuna a un pobre”. Naturalmente, para amarrar a los gobiernos con la premisa de que los derechos de propiedad intelectual no impiden un acceso equitativo --vaya, como dice la Unión Europea--, y con aspiraciones a institucionalizarse como organizador central en futuras pandemias, aunque con ciertas concesiones de la transferencia obligada de tecnología.

“Peter C. Gøtzsche es el Stieg Larson de la intriga sanitaria, un viejo conocido del movimiento crítico con la industria farmacéutica. Por tocar tantas sensibilidades, es admirado y rechazado casi a partes iguales”

De Gates y su fundación también habla en su libro Vacunas. Verdades, mentiras y controversia (Capitán Swing, 2020) el especialista en medicina interna Peter C. Gøtzsche. En el capítulo “Los muchos mensajes contradictorios sobre las vacunas”, en el que el autor reprocha la falta de posicionamiento crítico de algunas organizaciones con la agencia estadounidense de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, el experto desliza el conflicto de intereses en las agencias del medicamento o en la Organización Mundial de la Salud (OMS), en la que la cuota de los estados miembros cubre el 10% de su presupuesto, frente al 90% de socios público-privados, entre ellos Gates, donante de más de una quinta parte de los fondos, con la intención de ayudar al tercer mundo a adquirir vacunas. Pero, como toda solución farmacológica, la noble acción del fundador de Microsoft tiene efectos secundarios: “Distrae de otros asuntos importantes como la polución, la contaminación del agua, la falta de alcantarillado o la pobreza”, y con las donaciones “los investigadores se quedaban encerrados en un cártel de financiación que hacía que la investigación independiente de los estudios fuera cada vez más difícil de ejecutar”, […] “en lugar de interesarse en mejorar los servicios sanitarios básicos y la inmunización con vacunas más baratas”.

Gøtzsche es el Stieg Larson de la intriga sanitaria. El investigador danés es un viejo conocido del movimiento crítico con la industria farmacéutica, sobre todo a raíz de su polémica salida del Centro Nórdico de Colaboración Cochrane [entidad sin ánimo de lucro que revisa las intervenciones de salud en todo el mundo] en Copenhague, del que fue cofundador, por cuestionar su independencia y credibilidad. Hace siete años, promocionando otro de sus libros, de gran impacto, Medicamentos que matan y crimen organizado, sobre cómo la corrupción farmacéutica afecta a la medicina, las sociedades científicas, los gobiernos y los periodistas, ofreció titulares del mismo calibre: “Los medicamentos son la tercera causa de muerte en el mundo”, tras las enfermedades cardiovasculares y el cáncer. Por tocar tantas sensibilidades, Gøtzsche es admirado y rechazado casi a partes iguales. 

Una figura similar al nord del Sénia es el catedrático Joan Ramon Laporte, un referente de la farmacología acostumbrado a agitar el sistema de creencias sanitarias, una afición que deja muchos titulares. “No hay que tratar el virus de la forma que sea, hay que tratar al paciente”, avisaba en mayo de 2020. “No sabemos nada sobre los efectos de la vacuna”, declaraba en enero al recordar que la vacunación de esta pandemia no es un calendario convencional, sino “un experimento de alcance global”, y no solo el concierto piloto “sin distancia” de Love of Lesbian. “Las agencias del medicamento son una invención del capitalismo neoliberal de los años noventa” es otro titular lapidario que concedía hace unos días en la entrevista con la periodista Mar Calpena. El catedrático señalaba a la “trampa” con la que las agencias se escudan al decir que su tarea consiste en “regular el mercado, no el uso del medicamento en el sistema sanitario”. Semejantes afirmaciones han llevado a Laporte, director del Institut Català de Farmacologia, colaborador de la OMS, a estar en algunas ocasiones en el disparadero escéptico, al igual que su colega danés.

Hace una década, al socaire del debate europeo sobre la legislación en seguridad farmacológica, Laporte y sus compañeros del Butlletí Groc avanzaban, con su habitual línea crítica, que las autorizaciones de comercialización de nuevos medicamentos iban a ser cada vez más prematuras; la vigilancia de la seguridad de los nuevos fármacos tras su comercialización se haría exclusivamente por la compañía comercializadora; el análisis y evaluación de la información de los sistemas de notificación espontánea no sería suficientemente ágil; las actividades de farmacovigilancia podrían ser financiadas con fondos privados; y que los profesionales, investigadores académicos y los pacientes tendrían dificultades para acceder a los datos generados; y todo sin prestar atención a cómo se promueven, se prescriben y se consumen los nuevos medicamentos.

Diez años después y con pandemia, tales previsiones las estamos viviendo en directo. Mientras los reguladores pierden su significado, George Orwell está de vuelta. Si “la guerra es paz, la libertad es esclavitud y la ignorancia es fuerza”, tenemos claro que en esta pandemia el derecho a la vacuna es un negocio, la salud es una agencia, y la humanidad, unas cobayas del laboratorio.

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