En pleno Desarrollismo muchas de nuestras poblaciones sacrificaron su territorio agrícola próximo al mar en pro de un supuesto progreso. Ahora es el progreso político europeo quien está destruyendo al sector citrícola cercano al litoral
Al final, será cierto lo que agoreros, antiguos autonomistas y “europeos insoportables” nos recordaban sobre la transformación del país y su entrada en la UE: “la Comunidad Valenciana debe ser espacio de servicios, turismo y construcción”. La nueva California, aunque sin jipis visibles, pero estancia de jubilados nórdicos y hoy megabrexits. Para algo tenemos un paraíso de lujo y compartimos dos cárceles emblemáticas: San Quintín y Picassent. A la primera iban los mafiosos, a la nuestra, los corruptos.
Me lo recordaron hace muchos años aquellos políticos de vieja escuela que se dedicaban a intentar centralizar la idea de que la CV no era sólo eso, aunque otros lo reclamasen. Lo intentaron los primeros gobiernos democráticos mientras veían como se desmontaba la industria siderúrgica sin que nadie pudiera remediarlo. El tiempo ha dado la razón a quienes querían eso: “CV, país de vacaciones. Turistas y frenesí”.
No me extraña que el sector reclame una Conselleria de Turismo. Va haciendo falta porque es lo que nos queda. Pero una Conselleria de Turismo y no de logotipos, discursos vacíos o anuncios de visita de un par de horas, que es lo que los cruceristas dedican porque cuesta un dineral que un barco atraque en nuestros puertos más tiempo. Es nuestro destino. Ya no podemos evitarlo.
En pleno descalabro de bancos, comercios de proximidad, factorías automovilísticas subvencionadas que nunca desvelan sus auténticos planes y ausencia de planificación de políticas económicas a largo plazo o de empleo, me animo a ser territorio turístico, pero desde la lógica. Nunca desde la perspectiva de ser simplemente una sociedad de servicios y/o camareros y restaurantes de poco nivel que sólo piensan en el cortoplacismo.
Ya que hemos vendido el litoral y lo que haga falta por un falso progreso, habrá que hacerse a la idea de sacar cierto partido de futuro. Pero no a costa de verbenas, saraos y actividades populares. En su día nos vendieron un turismo cultural, del que no sé aún nada. Los de ahora trafican con la idea de festivales de música como idea o negocio, para el que los monta, por supuesto. Pero no ofrecen ideas globales sino sólo de resultados inmediatos.
Hace unas semanas, y coincidiendo con las fiestas mayores de Cullera, en el auditorio de la población se inauguraba una exposición sobre la historia visual del pueblo de la Ribera, un lugar paradisiaco donde si algo falta es más orden urbanístico. Lo interesante de aquella exposición no eran las imágenes antiguas de la población, que también, para comprobar cómo un siglo cambia fisonomía de forma radical sino una colección aérea de Fomento sobre la evolución de su litoral marítimo. Abarcan sesenta años, pero muestran cómo un vergel repleto de naranjales a pocos metros de la playa había sufrido una salvaje transformación. Las imágenes son de tesis doctoral. Simplemente para que alguien analizara cómo puede haber sido posible que una primera línea de playa y autentico vergel en apenas décadas se haya convertido, como otras tantas, en una ciudad muerta durante diez meses al año. Supongo que será gran negocio recaudatorio municipal, pero también una agresión a la memoria y el paisaje.
Al preguntar cómo había sido posible esa transformación con el beneplácito de la propia sociedad de su entorno, alguien explicó que los dueños de aquellos terrenos habían vendido al falso progreso sus minifundios a precio de nuevo rico. Los dueños de esos terrenos eran quienes por entonces estaban en el poder. Con lo recaudado garantizaban la pervivencia familiar de un par de generaciones. Lo demás era lo de menos, incluso perder la identidad.
Políticamente, fue obviado un proyecto urbano sostenible más racional. Mandaba el Desarrollismo retratado por Martínez Soria, López Vázquez, Casen, Masó, Ozores, Landa… y las suecas.
Todo ello nos ha conducido a una doble trampa. La pérdida del territorio en pro de la especulación, algo que hoy también sufren agricultoras de la zona que se refugiaron en el interior de un clima bendito y una fertilidad infinita.
Mientras poblaciones costeras recaudaron lo que no está escrito, ahora también se llevan por delante a quienes intentaron vivir de su realidad agrícola del territorio. Por ejemplo, los citricultores.
Un par de horas después, los mismos que vendieron familiarmente sus campos para esa misma transformación se lamentaban del hecho, pero sobre todo de la ruina a la que ese mismo progreso les estaba conduciendo.
“Si Francia viera cómo su agricultura se hunde estaría en plena batalla civil”, comentaba un agricultor que aún vende sus naranjas y productos de huerto a precio de cuchería para evitar arrancar sus naranjales. Esta temporada, según cifras, el sector ha perdido 400 millones de euros. Lo peor es que la competencia entra por los propios puertos europeos que nos hablan de solidaridad y una Europa “común y fuerte”.
Ese mismo “progreso” ha traído hoy ruina e insostenibilidad Son muchos los intereses europeos y muy pocas las razones y argumentos y las batallas para defender a pequeños agricultores que dependen de su pequeña realidad. Por ejemplo, el campo.
Los lobby ya pesan demasiado en una Europa que no defiende pequeños intereses sino acuerdos supranacionales, como por ejemplo con el sector citrícola.
Tenían razón. Somos territorio de servicios. De cañas y bravas, aunque bajo un sol magnífico y unas vistas únicas. Pero sin nervio ni fuerza. Qué maravilla si tuviéramos realmente fuerte personalidad y peso político para luchar contra ese sistema endogámico y gris que decide por todos nosotros pero sin contar con nadie. Menuda decepción.