Nos acusarán de ser profetas de calamidades, pero nos darán la razón cuando nada ya importe. Estamos ciegos y sordos al proceso de liquidación de nuestro país. Los que creíamos en España, los que hemos dedicado muchas palabras a defenderla, nos hemos dado de baja después de lo vivido durante la pandemia
Me cruzo con ellos por la calle San Vicente cuando bajo a València, o cuando tomo un café en la plaza del pueblo. No son muchos, pero son fáciles de reconocer por la mirada desengañada.
Como yo, son españoles que han agotado las reservas de confianza en su país. Son españoles sin ganas. Antes de la pandemia recelaban de la situación política. De aquella sospecha han pasado a la certeza de darlo todo por perdido, a la evidencia de que no hay nada que hacer, después de los tres meses de reclusión.
Los padres de la Constitución erraron el tiro creyendo que los nacionalismos aceptarían su integración en el Estado español. Esto supondría el fin de su negocio
Para ellos como para mí, España carece de porvenir porque no se respeta a sí misma, porque es un proyecto permanentemente inacabado. Hace años, coincidiendo con los gobiernos de Zapatero, España emprendió un proceso de autodestrucción que ha avanzado, una veces más despacio y otras más deprisa, pero sin pausa.
Los más pesimistas sostendrán que el origen del mal se remonta al pacto constitucional de 1978 cuando siete señores encorbatados, procedentes de dos orillas ideológicas enfrentadas en una guerra civil, se inventaron el Estado autonómico, a mitad de camino entre el central y el federal, para resolver los demonios territoriales de España. Se había intentado por las malas y ahora ellos lo iban a solucionar por las buenas. Creyeron, ingenuamente, que ese Estado descentralizado, el más descentralizado de Europa, colmaría las apetencias —siempre insaciables— de los nacionalismos reaccionarios de la periferia.
Los padres de la Constitución erraron el tiro porque los nacionalismos nunca aceptarán la plena integración en el Estado español. Este paso supondría el fin de su negocio. Todo es cuestión de dinero y poder. Toda bandera esconde una cartera, una cuenta en Andorra, una herencia que se cobra del padre de la que los hermanos no tenían constancia.
El mal del caciquismo, denunciado primero por Joaquín Costa y después por José Ortega y Gasset, sigue latente, como el virus chino, adquiriendo la forma actual de elites autonómicas. En realidad sólo han cambiado los nombres para referirse a las mismas realidades.
Los españoles que han dejado de creer en España han visto cómo el país se convertía en el hazmerreír del mundo por culpa de la calamitosa gestión de un Gobierno de aficionados, con tres o cuatro excepciones. Han comprobado, con pesar, la pugna entre comunidades autónomas por arrebatarse el material sanitario, indiferentes a cualquier lazo de solidaridad entre los territorios de un mismo país. Han lamentado que todos aquellos que salían a la calle para reivindicar la memoria de 44.000 compatriotas muertos eran atacados e insultados, mientras la población permanecía impasible ante la supresión de sus derechos y libertades en virtud de una legislación extraordinaria, sin parangón en Europa, para combatir la pandemia.
Es posible que a España se le siga llamando España, aunque no sepamos a qué nos estamos refiriendo. No existe nación porque falta un proyecto de vida en común que sea aceptado por todos, o por una gran mayoría. No somos, desgraciadamente, ni Italia, ni Portugal ni Grecia. En estos países se respetan sus instituciones y sus símbolos; aquí, en cambio, se hace escarnio de ellos con la complacencia de las autoridades. Por eso, cuando nos hemos enfrentado a la crisis más grave de la historia reciente, hemos fracasado con estrépito. No ha sido una casualidad.
Este proceso de autodestrucción no tiene vuelta atrás. Hay demasiados intereses en juego —los intereses de las élites regionales— para revertirlo. Para garantizar su continuidad se trabaja desde hace tiempo en sucesivas leyes de Educación que orillan o eliminan las referencias a todo lo común entre los españoles —su historia, cultura, lengua y geografía— y ensalzan lo particular. Las generaciones de jóvenes han sido educadas en la ignorancia, la indiferencia o el desprecio hacia España. Por eso, cuando sus enemigos acometan la embestida final, en el que caso de que se atrevan a hacerlo, no hallarán a quienes les hagan frente. España no tendrá quien la defienda.
El coronavirus ha sido para mí —y sospecho que para otra mucha gente— como la caída de Saulo camino de Damasco. Pero yo no me he convertido al cristianismo; yo he perdido la fe en mi país, un país que se va por el sumidero de la historia.
Los gobiernos que vengan, sean de un signo o de otro, seguirán apelando a España, sin caer en la cuenta de que han heredado un no país. Habrá quienes sigan creyendo en España como hay adolescentes que creen en los zombis. Para entonces España habrá muerto y sólo será un fantasma que arrastra las cadenas de un pasado glorioso y terrible. Y se harán realidad aquellos versos premonitorios de Jaime Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia/la más triste sin duda es la de España/porque termina mal”.
Nuestra historia acabará mal por la incuria de los gobernantes y la cobardía de los gobernados, que hemos preferido ser súbditos a ciudadanos. Cuando nada ya importe y la derrota esté consumada, algunos se nos acercarán para admitir que teníamos razón cuando avisamos del desastre y nadie nos hizo caso. Ellos, que nos habían llamado profetas de calamidades, estarán arrepentidos pero ya será tarde para ponerle remedio.