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CRÍTICA DE CINE - 'GHOST IN THE SHELL'

'Ghost in the Shell': almas de metal

31/03/2017 - 

VALÈNCIA. Los años ochenta se convirtió en la década en la que empezaron a introducirse en Occidente las series y películas de animación procedentes de Japón. En su mayoría se trataban de ficciones concebidas para el gran público en las que se adaptaban los mangas del momento, divididos en varias categorías dependiendo del género de los destinatarios: shojo enfocado supuestamente a las chicas y shonen a los chicos. Fantasías románticas vs. Peleas y acción.

Pero había un territorio para la animación mucho más adulto y arriesgado a través de cuál, los cineastas japoneses se convirtieron en unos auténticos adelantados a su tiempo. Trazaron nuevas líneas expresivas a la vez que reinventaron el paisaje estético de la ciencia ficción a través de la interpretación de algunas de las tendencias que se encontraban pululando por el seno de la cultura popular del momento. La estética del apocalipsis, la nueva carne y el cyberpunk. 

Akira (1988) de Katsuhito Ôtomo se convirtió en la puerta de entrada hacia una nueva sensibilidad a través de un lenguaje de una potencia expresiva y conceptual hasta el momento inédita a la hora de plantear cuestiones de una enorme trascendencia filosófica que entroncaban con las preguntas vitales sobre la existencia que siempre se ha hecho ser humano. La segunda película verdaderamente visionaria a la hora de bucear en estas cuestiones de gran profundidad metafísica fue Ghost in the Shell (1995), en la que Mamoru Oshii adaptó las páginas del manga de Masamune Shirow para transformarlo en una auténtica obra de culto. Mientras que en el cómic se encontraba presente una mayor carga erótica, la película profundizaba de una manera más compleja en el tema de la identidad del personaje central, Motoko Kusanagi, una androide con cerebro humano y espectacular cuerpo evolucionado que ejerce de detective en la Sección 9, un grupo de operaciones especiales dedicado a combatir ataques terroristas dentro de las grandes corporaciones que dominan una urbe gigantesca que parece devorar a los personajes y que solo provoca alienación y soledad. 

Al menos esa es la sensación que se tiene, la de soledad y aislamiento, cuando se contemplan las primeras icónicas imágenes de la película al ritmo de los atmosféricos coros y la percusión de la banda sonora de Kenji Kawai. Motoko se despierta y mira por la ventana hacia la ciudad, mientras su reflejo en el cristal se difumina, convirtiéndose en una sombra. Un ser sin pasado con un rígido código de honor que más tarde veremos correr por las calles con su camuflaje óptico como si se tratara de un espíritu intentando cazar fantasmas. 

Estamos Hong Kong, año 2029. Un virus informático se ha propagado causando daños a un proyecto militar secreto que ha terminado convirtiéndose en sumamente peligroso para los responsables, ya que puede volverse en su contra. El causante es un ente surgido entre miles de datos de información que se autodenomina El maestro de Marionetas y dice haber adquirido conciencia propia. Pero, ¿quién maneja los hilos en esta trama conspiratoria? Y, lo más importante de todo, ¿se siente Motoko como un títere dentro de todo este entramado? 

A partir de ese momento comenzará a hacerse preguntas. ¿Cuál es su lugar en este mundo? ¿Quién es de verdad ella? ¿Es humana o solo una máquina? ¿Tiene alma?

Son algunas de las cuestiones fundamentales sobre las que gira una película que de alguna manera se encuentra en todo momento interrogándose a sí misma. Como si ese Maestro de Marionetas se dedicara a poner en entredicho todas las verdades absolutas a las que cree que tiene acceso el ser humano. Un concepto, el de humanidad, que también será cuestionado a lo largo de la propia película. 

La dialéctica entre lo real y lo virtual se encuentra presente desde sus propios títulos de crédito, que se encargarían de copiar los hermanos Wachowski en Matrix. No es la única influencia que recogieron. Todo el entorno tecnológico y futurista, el tipo de acción muy precisa como extraído de una viñeta, el look de Trinity, las conversaciones profundas de carácter revelador, la contraposición entre ciencia y emociones humanas estaban… presentes en la famosa trilogía. 

Ghost in the Shell también bebía de sus propias fuentes. El tipo de investigación, el carácter solitario y enigmático de la protagonista, el toque noir y la presencia totémica de la urbe como símbolo al mismo tiempo de esplendor y decadencia, estaban presentes en Blade Runner. También recuerda a la “Trilogía del Sprawl” de William Gibson, uno de los precursores del cyberpunk, sobre todo a la hora de imaginar un futuro dominado por las intrigas de las grandes corporaciones y los diferentes problemas éticos que provoca la Inteligencia Artificial y la relación que se establece entre hombre y máquina.

En realidad, todas estas ficciones han tratado de acercarse al tema de la dilución de la personalidad en el seno de las sociedades modernas y ultratecnificadas en las que se ha perdido cualquier tipo de conexión con la realidad y reina el individualismo. Mamoru Oshii intentó aportar a Ghost in the Shell un carácter casi espiritual y poético, impregnando a la película con muchas dosis de melancolía y angustia existencial. 

Ahora, esta imaginativa y triste metáfora de la existencia ha sido adaptada en imagen real por Rupert Sanders, el responsable de Blancanieves y la leyenda del cazador (2012), con Scarlett Johansson en la piel de la detective capitán, Major, de la Sección 9, capitaneada por Takeshi Kitano, uno de los pocos nombres orientales que se han mantenido en un reparto que demuestra que la diversidad racial le importa a Hollywood cuando quiere. 

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