Las manos de Vicente Torres, que nació en la meseta pero se crio cerca del mar, son las manos de un marinero. Grandes, duras, callosas. Sus manos son las manos de un hombre de 46 años que se ha hartado de estirar los cabos, de pulir el casco, de hurgar en el motor. Y acabó amando el mar de tal forma que una tarde, allá por 2010, angustiado por la crisis, incapaz de dormir la siesta, cogió a su mujer y a sus dos hijos, dos niños de cinco y seis años, se subió a su pequeño barco y soltó amarras. Vicente dejó atrás los problemas, las deudas y los pleitos, y se metió en otros: los temporales, las olas de tres metros, las noches alumbrando la vela para que los buques mercantes no los arrollaran en el estrecho...
Aquel viaje duró ocho años.
A los ocho años regresaron a Godella. Los niños habían crecido, ellos habían cambiado. Se fueron unos y volvieron otros. Los niños eran adolescentes, ellos eran pobres. Pero solo en la cuenta bancaria. Porque ese viaje por la costa de Andalucía, Marruecos y Canarias les permitió descubrir que la riqueza no es acumular bienes, no es tener mucho dinero, en ese viaje aprendieron que la riqueza es ser feliz y vivir una vida plena.
Vicente Torres, hijo de abogado, el pequeño de tres hermanos, nunca ha llevado una vida convencional. A los 14 años, mientras los chavales de su edad estaban a otras cosas, a las chicas, a los chicos, a los primeros cigarrillos, a la pelota, él dejó Madrid y se vino a València a cuidar de una tía abuela que estaba enferma. "Yo estaba estudiando Bachiller y en ese momento era el único de la familia que podía cuidar de ella. Mi tía abuela, María, tenía un cáncer con 82 años. Los médicos le daban una semana de vida y al final murió con 92. Tengo muy buen recuerdo de ella".
Vicente, que es el hombre de negro -abrigo negro, polo negro, tejanos negros, Adidas Samba negras-, llega a la entrevista fumando un pitillo y acompañado de su mujer. No se separan nunca. Ella, respetuosa, se sienta al lado y escucha. Él cuenta que la conoció hace veintiún años en Burjassot, que se enamoraron y que desde entonces no soportan estar separados. Viven juntos, trabajan juntos, viajan juntos. "Y si me voy diez minutos a un sitio, la echo de menos", cuenta mientras ella asiente y esboza una sonrisa.
Sus padres se compraron hace décadas un velero que tenían amarrado en la Pobla de Farnals. En cuanto el calendario daba un respiro, cogían a los niños y se venían a València a navegar. En verano, en Semana Santa, en Navidad... En cuanto podían, se escapaban, se subían al 'Victoria' y daban una vuelta cerca de la costa. A Vicente le gustó aquello y cuando se vino a vivir a Godella aprovechó y empezó a usar el velerito. Durante todos estos años hizo de todo. "He trabajado de mil cosas: jefe de ventas, comercial, motor inmobiliario... Pero lo que más he sido ha sido navegante. Hace dieciséis años, en mitad de la crisis, cogimos, nos metimos con los dos chiquillos que tenemos en un velero y nos fuimos a buscarnos la vida por ahí. Estuvimos ocho años dando vueltas".
Aquello fue la gran aventura de sus vidas. Los niños estudiaban a distancia y ellos iban haciendo trabajos de puerto en puerto. Su idea inicial era irse al Caribe, pero lo estuvieron estudiando y era inviable.
Una mujer se sienta al lado en la soleada terraza de Nuevo Centro donde están Vicente y Vera. Es mediodía. La mujer lleva un perrete en brazos y pide dos rollitos primavera a la camarera china que sale a atenderla. En cuanto se los saca, se los come en dos bocados, coge al chucho y se marcha. Mientras, Vicente se revuelve en la silla. Él no quiere hablar de su viaje en barco, él está ansioso por hablar de PAOM, la plataforma que ha creado para protestar y litigar contra una Orden Ministerial que, asegura, ha encarecido de forma injustificable los gastos que tiene asumir todo aquel que quiere tener un barco y salir al mar.
El navegante de Godella arremete como la asociación de empresas náuticas que considera la gran beneficiada por esta Orden Ministerial. "PAOM es una asociación que nació como plataforma contra la orden ministerial, de cuando hicieron el Real Decreto 339/2021 (regula el equipo de seguridad y de prevención de la contaminación de las embarcaciones de recreo). Y nace porque hay otras asociaciones en el sector que tienen muy buenas relaciones con la administración y con la asociación de empresas náuticas, donde están todos los que venden los utensilios que te exige la dirección general de la Marina Mercante como medidas de seguridad".
Vicente explica que la orden exige una serie de elementos que encarece mucho esta afición. "Para tener ahora un barco, que ya cuesta un huevo de dinero, entre 200 y 400 euros mensuales, está el material de seguridad que te exige el Gobierno si llevas bandera de España y que te puede costar, por un barco de ocho metros, entre tres mil y seis mil euros. Es demasiado elevado para lo que es ese barco. Yo fui uno de los primeros que decidí abanderarme en Bélgica. Porque una cosa es ser patriota, y a mí me encantaría llevar el pabellón español, pero otra cosa es ser tonto, que te cobren por todos lados. Bélgica, Holanda o Polonia son países que tienes que llevar un mínimo de seguridad y que ese material tú lo puedes ampliar como quieras y no por ello tienes que pagar más. Aquí en España tenemos la doble homologación. Si tú buscas una radio, en Amazon cuesta 150 euros y en España, 300 y además me la tiene que instalar un instalador autorizado, con lo cual ya se me sube a 500 o 600 euros".
Vicente y algunos de los asociados a su plataforma van a lo grande y hace unos meses decidieron hacerle un escrache en el puerto de Tarragona al director de la Marina Mercante. El comentario de que son un grupo beligerante le ofende. "Hoy en día cualquier cosa que se salga del patrón normal del ordeno, mando y callo es beligerante, es fascista, eres lo peor. No somos beligerantes, es que consideramos que hay que defenderse y nos defendemos por todos los medios legales. Con buenas palabras no llegamos a ningún sitio. Si tú no me haces caso, te tendré que llamar la atención para que me hagas caso".
El temporal amaina y logramos devolver a Vicente al puerto de su aventura, aquel largo viaje que emprendieron el 1 de agosto de 2010, el día que zarparon con la idea de marcharse al Caribe, aunque no habían llegado a Cullera y ya tuvieron que refugiarse en el puerto por el vendaval que les azotó al caer la tarde. Vicente dice que no les costó tomar la decisión, pero su mujer, atónita, le interrumpe: "Sí que nos costó tomar la decisión, claro que nos costó". Es normal. No todos los días unos padres deciden dejar atrás su vida y se suben a un barco de ocho metros de eslora con dos niños pequeños.
Los siguientes ocho años de sus vidas los pasaron en el 'Victoria', un Dufour 28 de 8,23 metros de largo y 2,93 de ancho. ¿Qué les empujó hasta esa 'cáscara de nuez'. "La decisión era simple: la empresa de ventas comerciales en la que trabajábamos cerró de un día para otro. Desaparecieron, no pagaron los sueldos y encima nos dejaron con deudas en la Seguridad Social. El abogado nos ofrecía firmar la baja voluntaria y perder todo el dinero que nos debían o esperarme dos o tres años sin poder hacer nada hasta que saliera el juicio y que se cancelaran las deudas. Y con ese panorama nos fuimos".
Vicente y Óscar son hoy dos chicarrones de 19 y 18 años que estudian, van al gimnasio e intentan hacer su camino, pero en 2010 eran dos muchachos de seis y cinco años que sus padres los inscribieron en un sistema que se llama Cidea (Centro Internacional de Educación Alternativa). "Te lo venden muy bien pero luego es muy complicado: necesitas seis mil euros simplemente para que ellos puedan estudiar todos los años. Y si te vas al Caribe, como pretendíamos, y estás en Venezuela, pues el examen te lo ponen en la embajada en Colombia y tienes que pasar tres días allí. Mis hijos tuvieron que repetir un curso porque estábamos en Agadir, alquilamos un coche para ir a Marrakech al examen y por el camino nos pararon cuatro veces los policías para cobrarnos la mordida; nos diezmaron la economía y no pudimos llegar. Nos tuvimos que volver. Además necesitabas impresora en el barco y la tecnología entonces no estaba tan avanzada como ahora. Los libros te los tenían que mandar desde Madrid. Así que nos hicimos toda la costa española, pasamos a Marruecos, cruzamos a Canarias y llegamos a Cabo Verde. A los niños les encantó. Llevaban una consola y al mes ya la habían vendido. Dejó de interesarles".
El horizonte era la mejor pantalla. La diversión estaba en cubierta, en alta mar, surcando el Atlántico, viendo ballenas, ayudando a limpiar, a trabajar. La familia viajaba sin nevera. Todo eran alimentos imperecederos: latas, legumbres, arroz... "Eso y lo que pescábamos, que era muy poco... Pero fueron los mejores años de nuestra vida". Pero, claro, la zona habitable era más bien angosta. En el pequeño camarote dormían los niños, luego había un baño y, al lado, una salita con una cocina, un sillón y otro un poco más grande donde ponían una madera donde apoyar las piernas y ahí es donde dormían los padres. "Comprábamos para un mes y nos cabían diez garrafas de agua, veinte coca-colas, pasta, legumbres, arroz...".
Durante esos ocho años les pasó todo lo que podía pasarles en el mar. "Hemos tenido temporales, hemos pasado cuatro días enteros navegando, nos hemos quedado tirados en medio del mar... Y teníamos idea pero tampoco teníamos demasiados conocimientos. Fue una aventura".
Lo peor fue esa sensación de que igual has llevado a tus hijos, indefensos, a un entorno que a veces es muy violento. Los días de temporal no fueron fáciles. Pero aguantaron con calma y pasaron. "Claro que pasas miedo por los niños, pero tú sabes que el barco aguanta. El barco aguanta más que tú. Solo necesita que lo vayas mimando en una serie de cosas. En la navegación costera sí que tienes que estar más pendiente, pero en la navegación de altura pones un piloto automático y uno de viento, ajustas las velas y si hace mala mal, te encierras dentro del barco y el barco tira y va capeando el temporal. Lo pasas tú peor que el barco. Los niños se portaron muy bien y nunca tuvimos una sensación de pensar que nos íbamos a morir. Nunca".
Así fueron yendo hacia el sur. Primero por la costa de Alicante, Murcia y Andalucía. En Barbate cruzaron hacia Marruecos, a destinos como Sidi Ifni, Essaouira, Agadir... Desde ahí pasaron a las islas Canarias y las recorrieron todas, incluida la octava, La Graciosa, donde no hay un metro de asfalto en toda la isla. "Es preciosa, una maravilla".
Aquella experiencia les dejó, sobre todo, una lección. "Nos enseñó a vivir con nada, con lo mínimo. Valoras lo que realmente tiene valor, como tomarte un café caliente en medio de una guardia nocturna, eso es gloria... Sentado en el sillón de tu casa no sabes lo que es. O la sensación de libertad. Muchos días te duchabas a cubos de agua salada. Es una vida que te enseña a valorar lo que realmente tiene importancia. No tiene importancia tener un buen coche, no tiene importancia tener mucho dinero. Con poco se vive".
A los ocho años empezaron a recibir llamadas de vecinos y de la Policía. Les habían entrado en casa y los okupas se habían adueñado de su vivienda, que en unos meses se había convertido en una pocilga. "Y entonces nos tocó volver para solucionarlo". La familia regresó transformada. Esos niños habían pasado la mitad de sus vidas en un velero y aquello marcó su carácter para siempre. "Son muy responsables para la edad que tienen. Uno, el mayor, está en Castellón haciendo el grado medio de mantenimiento de aeronaves. O entra a Ejército o se hace civil. El otro también quiere ser militar. Son deportistas y muy constantes. No están tirados por los parques ni cosas de esas".
A la vuelta, en 2018, intentaron ser autosuficientes: plantaron un pequeño huerto y criaron gallinas, conejos, patos... Varias veces intentaron entrar en su casa y entonces incorporaron a la familia a tres feroces pastores alemanes. Nadie ha vuelto a intentarlo. Vera añora los atardeceres en el barco, los días frenéticos de navegación, la aventura. Pero él quiere seguir amarrado unos cuantos años más. Su sueño es encontrar un terreno asequible cerca de un río o un lago navegable, plantar un huerto y echarse a vivir. Mientras tanto viven del mantenimiento de embarcaciones, del traslado de barcos, de pequeñas tareas. Y de vez en cuando se van a la Pobla de Farnals y embarcan en el 'Victoria'. "Creo que es un buen nombre. Porque al final vencimos y llegamos a buen puerto...".