VALÈNCIA. El próximo 3 de agosto se estrena Nico, 19888 (un día antes podrá verse en exclusiva en Movistar), el filme de Susanna Nichiarelli que habla de los últimos años de vida de la cantante que fascinó a Dylan, Brian Jones, Fellini, Lou Reed y Alain Delon. Pero sobre todo, Nico fue una artista que se adelantó a su tiempo, un hecho siempre sepultado por su condición de personaje condenado al malditismo por su adicción a la heroína.
Nico fue uno de los muchos descubrimientos que hice una vez empecé a gravitar alrededor del universo de Lou Reed. La Factory estaba llena de personajes arrebatadores, atractivo, como si fuera un planeta poblado por seres que solamente eran como nosotros en apariencia. Warhol, Billy Name, Viva, Candy Darling, Edie Sedwgick. Por muchos motivos, Nico ocupaba un lugar propio. En una foto era rubia y tenía unas pestañas enormes; en la siguiente, el pelo era negro y todo su chic urbano había mutado en misterio europeo y ancestral. Fuese rubia o morena, el misterio la rodeaba siempre. La veía en las fotos con el resto de Velvet Underground, todos de negro, con gafas de sol, y ella, en cambio, vestida con americana y pantalón de color hueso. Con su porte de top model, una estatua de mármol humano de más de un metro ochenta, tan bella, no necesitaba gafas ni cuero para que te fijaras en ella. Warhol, a pesar de las reticencias del grupo, la colocó ahí por eso, para que los Velvet tuvieran glamour. Yo estaba tan enamorado de ella que, en 1978, mi padre compró una hembra crumble spaniel blanca. Propuse el nombre de Nico y así la llamamos mientras vivió.
Décadas después de aquella fascinación adolescente he ido comprendiendo mucho mejor quién fue Nico y lo que significó. Hace cuatro años tuve ocasión de participar en un homenaje a su figura, realizado en Sant Antoni de Portmany, Ibiza. Nico llegó allí a principios de los sesenta, cuando la isla –precisamente por serlo- era un reducto de libertad en un país machacado por la dictadura. Alemana de origen pero cosmopolita por naturaleza, Nico se quedó prendada de la isla y nunca dejó de volver a ella. Su último viaje, el que conduce hacia la eternidad, comenzó allí. Un tórrido día de julio de 1988 cayó de la bicicleta en la que iba montada, vestida con su túnica y sus botas de cuero. Cayó de la bicicleta, se golpeó la cabeza con una piedra y la hemorragia resultante la mató unas horas después.
Nico –nacida en Berlín en octubre de 1938 y bautizada como Christa Päffgen había sido adicta a la heroína desde finales de los años sesenta. Dicha condición la lastró su salud y su carrera. Las discográficas y los mánagers la evitaban porque trabajar con ella equivalía a muchos dolores de cabeza. En lo referente a sus admiradores, Nico era contemplada como una reina legendaria. Otros adictos, vieron en ella a una diosa inspiradora pero ella veía otras cosas. Se desesperaba cuando presentaba un disco nuevo y los periodistas seguían preguntándole por Warhol y los Velvet. Para compensar, hubo una serie de nuevos artistas, posteriores al punk, deslumbrados por lo revolucionario de su obra. Porque si bien es cierto que NIco pasó a la historia por cantar dos de las canciones más pop de The Velvet Underground, ‘I’ll Be Your Mirror’ y ‘Femme Fatale’, más cierto aún resulta que su trabajo posterior se adelantó en décadas a su tiempo. Dos álbumes, The Marble Index (1969) y Desertshore (1970), despreciados en su tiempo, son hoy obras dignas de estudio, reverenciadas por músicos de lo más dispares. En 1978 Nico era adorada por Siouxsie, que se inspiró en su voz sobrenatural a la hora de cantar. La música de mujeres como Björk, Anna Calvi, Soap & Skin o Agnes Obel sería distinta si ella no hubiese existido antes.
Hace unos meses, cuando entrevisté a Danny Fields, contó un puñado de anécdotas de Nico. Gracias al tesón de él, la que un día fuera cotizadísima modelo de alta costura, se convirtió en solista cantando su propio repertorio, arropada por unas orquestaciones que no tenían nada que ver con el pop. Nico dejó de ser rubia porque quería que se la valorase por su trabajo, no por su belleza. Nico hacía música gótica, folclore centroeuropeo, música afligida sin ninguna conexión con la inocencia del pop. Procedía de su propia dimensión pero vivió atrapada en esta. Warhol enseñó a Reed a mentir en las entrevistas. Según decía, los periodistas no queremos la verdad, queremos una verdad que nos encaje con lo que hemos decidido de antemano que vamos a contar. Nico mentía siempre, pero era por otros motivos. Cada entrevista leída con ella abría diferentes posibilidades. Rara vez estaban próximas a la realidad, pero yo, cuando las leía, viéndola fotografiada por Martin Frías en un ático modernista de Barcelona, tomaba sus palabras como un dogma. Y ella defendía a Baader-Meinhoff y aseguraba que Bowie le iba a producir un disco, y yo le daba la razón y la creía porque era Nico.
Murió en 1988, y lo hizo en una fecha ya de por sí horrenda, un 18 julio, que en el fondo no deja de ser algo muy suyo, porque la sombra del nazismo, proyectada por una padre que fue oficial de la SS, la acompañó siempre. Unos meses antes de fallecer actuó en València por primera vez. Para entonces yo ya había desarrollado una fuerte prevención ante los conciertos. También es cierto que, por el motivo que fuera, no me apetecía demasiado ir a verla al Garage de Arena. La condición de mitómano me duró muy poco, lo que dura la juventud. Que Nico llegara a València era un pequeño acontecimiento. Para mí sólo era la ocasión de ver un espectáculo que seguramente me habría deprimido. Al contrario de gran parte de su público de entonces, su decadencia no me hacía la más mínima gracia. Sabía lo que iba a ver si acudía al concierto y menos aún me apetecía compartir –eso me pasó durante mucho tiempo- una devoción tan privada con desconocidos y profanos. Una de las cosas que menos me gustan de escribir sobre música es que luego, en los bares, en la calle, en los conciertos, tienes que hablar sobre música. Como carezco de esa necesidad comunicativa, hay veces que prefiero quedarme en casa, gracias y perdonen. Pero a pesar de todo lo que acabo de contar, durante unos instantes me planteé seriamente asistir a aquel concierto. Lo usé como excusa para ligar con una chica que solía ver en el pub Brillante. Una tarde que me armé de valor (unas dos toneladas de valor, aproximadamente), me acerqué y le dije si quería venir conmigo al concierto. Dijo que sí. Quedamos en hablar y, cuando me giré ufano, di un traspiés de los que hacen historia. Me sentí tan estúpido que nunca llamé a la chica y se me acabaron quitando las pocas ganas que tenía de ir a ver a Nico.