De sabor algo dulzón y costra crujiente, este pan típico de la isla de Madeira tiene la particularidad de estar hecho con batata y en un horno de leña
VALÈNCIA. Cortar el pan con las manos cuando aún está recién hecho y llevártelo a la boca para disfrutar de su textura y sabor es uno de los placeres más sencillos y placenteros que puede haber en la vida. Un pan que en Madeira se llama bolo do caco y huele a naturaleza, esa que descubres en levadas, acantilados y senderos que te llevan a cumbres que rozan el cielo, y huele a océano, el que baña sus costas e hizo de Madeira un puerto estratégico. Y sí, huele a tradición y a cariño, el que ponen las manos de quienes siguen una tradición ancestral.
Un pan diferente, de textura rústica, costra suave y en el centro algo gruesa, con un color amarillo pálido y una forma redondeada. De sabor destaca un sutil dulzor dado por el uso de la batata. Es precisamente el uso de este tubérculo lo que convierte en único al bolo do caco y que, curiosamente, su uso fue fruto de la necesidad: la escasez cíclica de cereales en la isla de Madeira llevó a los panaderos a usar la batata. De hecho, el bolo do caco era también el pan de los pobres, pues al carecer de un horno cocían la masa sobre un caco —o piedra—, calentada a fuego vivo o sobre brasas.
Una receta que se mantiene viva gracias a quienes siguen esa tradición para que hoy podamos disfrutar del bolo do caco. Es el caso de Gorete, que en un pequeño obrador situado en el hotel Quinta do Furao, en Santana, sigue la receta que aprendió de sus padres junto a su ayudante Abdula. Ella, lleva treinta años trabajando en el oficio y él a penas un año, pero trabajan en perfecta sincronía y sabiendo que la masa (a base de harina, batata, sal y dos tipos de levadura) y el calor de las brasas del horno marcarán los tiempos de la hornada.
Un proceso artesanal en el que Gorete, tras haber integrado los ingredientes para elaborar la masa, le da golpes para que respire y realiza dos cortes en forma de cruz para saber cuando estará hecha. Luego, va cogiendo pequeñas porciones y dándole la forma de bollo para, a continuación, colocarlas sobre un mantel blanco. Lo hace con cariño, colocando esas masas de pan en hilera y arropándolas un con un trozo de ese mantel. De este modo, explica, la masa absorbe mejor la temperatura.
Cuando la mesa está repleta, es el momento de comprobar si el horno está a la temperatura idónea (180 grados). Para ello, Abdula arroja un trozo de papel dentro del horno y transcurridos unos segundos comprueba el color, que debe ser dorado. No es el caso —se ha quemado—, así que sigue quitando las cenizas con una especie de escoba-trapo mojado y repite el proceso. Esas cenizas caen sobre un recipiente metálico. Ahora sí, el trozo de papel ha quedado de un color dorado por los bordes así que, con la ayuda de Gorete, van introduciendo poco a poco esas masas que tienen sobre la mesa. Antes, realizan un corte transversal a esa masa y cuidadosamente ambos van colocando los panes en el horno.
En ese horno tradicional, sobre una losa de basalto, la masa estará unos cuarenta minutos. Cuando esté dorado por fuera los irán retirando poco a poco. La gente sabe que la hornada está a punto de finalizar y se agolpa a este pequeño obrador. El olor a pan cada vez más llena la pequeña sala, a pan, a tradición y a amor porque el cariño que ambos ponen a cada paso de la elaboración del pan es asombroso.
Transcurrido el tiempo preciso ya se puede probar el coló da caco. Se puede comer a solas, en bocadillo o, como lo suelen servir en Madeira, con mantequilla con ajo y cilantro. Un pan diferente, sabroso y que se recomienda no cortar con cuchillo. Y sí, es imposible no dar un primer mordisco cuando aún está caliente porque, en esta vida, en lo pequeños placeres de la vida radica la felicidad.