Hace una semana hubo elecciones presidenciales en Francia. Aún queda la segunda vuelta de las mismas, entre Emmanuel Macron y Marine Le Pen, pero parece que ya se pueden sacar algunas conclusiones, al menos para España. Porque la perspectiva española, al menos hace cinco años y desde el punto de vista del “centro apolítico”, era que Francia nos iba a dar una lección de sensatez y sentido común.
Francia, con ese presidente tan preparado, con ese sistema político que garantiza un gobierno fuerte y estable por encima de todas las cosas, con todas esas centrales nucleares, con su centralismo y con todo el mundo tan orgulloso cantando la Marsellesa y ondeando la bandera nacional (se ve que nuestro centro apolítico no tiene una gran idea de donde vienen ese himno y esa bandera), Francia, decíamos, iba a hacer “lo que había que hacer”, y nos iba a dictar la fórmula para acabar con los populismos, eso era poco menos que la misión histórica de Macron.
Pues bien, pasados cinco años de gobierno, con las muy amplias prerrogativas del Presidente de la República, y con una cómoda mayoría absoluta (308 escaños de 577) en la cámara legislativa, el resultado de la primera ronda es que Marine Le Pen, Éric Zemmour y Jean-Luc Mélenchon suman un 52.17% del voto emitido. La gestión “anti-populista” de Macron ha llevado a que los denunciados como “populistas” tengan mayoría absoluta.
Aun así, previsiblemente Macron prevalecerá en la segunda vuelta, pero es evidente que tiene que atraer al menos parte del voto izquierdista de la Francia Insumisa de Mélenchon. Mélenchon, por su parte, lo primero que hizo tras conocerse el resultado oficial fue repetir tres veces que “ni un solo voto para Le Pen”. Evidentemente, esto no es lo mismo que pedir el voto para Macron, como bien se han apresurado a indicarnos el centro apolítico y quienes gustan de decir que “todos los populistas son iguales”.
Pero parece que dicho centro apolítico ha olvidado lo que pasó hace cinco años, cuando también hubo una segunda vuelta entre Macron y Le Pen. Entonces, tras la primera ronda, se pidió un voto a Macron para “parar a la ultraderecha” (petición especialmente dirigida, obviamente, a los votantes de Mélenchon), pero tras salir Macron ganador en la segunda vuelta por alguna razón el mensaje emitido no fue “entre todos hemos parado a la ultraderecha” sino “Macron ha detenido a los populistas” (populistas donde estaban incluidos, vaya hombre, los votantes de Mélenchon que le habían aupado). Normal que Mélenchon haya querido dejar claras las cosas: apoyar a Le Pen, nunca, pero si Macron quiere sus votos, que ofrezca algo distinto a su gestión actual.
Porque, ¿en qué ha consistido la gestión del “presidente de los ricos”? Pues en aplicar recetas neoliberales pero con mucho marketing de gestión apolítica basada en datos: con 20 años de retraso con respecto al resto de Europa, el Blairismo había llegado a Francia.
Macron facilitó los despidos a empresas francesas (al tiempo que prometía “ponerse duro” con aquellas empresas que subcontrataran a Europa del Este buscando salarios más bajos – solo para encontrarse con que ponerse duro no servía de nada porque es perfectamente legal con las actuales directivas comunitarias), abolió el impuesto al patrimonio (un 1.5% anual a todo aquel que tuviese un patrimonio superior a 1.3 millones), intentó introducir una reforma del sistema de pensiones que implicaba atrasar la edad de jubilación, y anunció un impuesto a la gasolina que trajo consigo la aparición del movimiento de protesta de los chalecos amarillos. Al final las reformas apolítico necesarias basadas en datos, por mucho que gusten a algunos, han resultado ser más políticas que una hoz con un martillo, recibiendo una respuesta igualmente política.
Ha sido al calor de esta respuesta que se ha produciendo la subida del Frente Nacional de Le Pen. Si su padre aún se quedó en un 18% cuando pasó a la segunda ronda de 2002, ella en 2017 ya logró un 34% de los votos, y ahora parece capaz de superar el 40%. O en otras palabras: que el voto al Frente Nacional ya está totalmente normalizado. Entre otras cosas, porque el propio marco del Frente Nacional se ha ido asumiendo poco a poco, sobre todo lo relativo a inmigración y “mano dura”. A raíz de los atentados de 2015, el gobierno de François Hollande proclamó un estado de alarma que duró más de dos años y cercenó fuertemente las libertades individuales, y en un debate el ministro de interior acusó a Le Pen de ser “demasiado blanda con el Islam”.
Y en política exterior, Macron ha apostado por un fuerte atlantismo contrario a la tradición gaullista y que muchos franceses consideran contrarios a sus intereses. La guerra de Ucrania lo ha sacado a relucir una vez más: Le Pen llegó a retirar un millón de panfletos donde salía una foto suya con Vladimir Putin, pero una vaga idea de que Francia y Rusia son aliados naturales para repartirse Europa y hacerle la pinza a Alemania recorre gran parte de la sociedad francesa. Le Pen ya se opuso en 2014 a las sanciones con motivo de la ocupación de Crimea, y una victoria suya rompería cualquier intento de montar un frente anti-Putin. Quizás la batalla más importante de la guerra de Ucrania no se disputa ahora en el Donbas, sino en las urnas francesas.
Lo que sí ha muerto, en estos cinco años, ha sido la política tradicional. Si en 2017 François Fillon (derecha gaullista) y Benoît Hamon (partido socialista, centro-izquierda) aún lograron un 20% y un 6.4% respectivamente, sus sucesores Valérie Pécresse y Anne Hidalgo se han quedado en un 4.7% y un 1.75% respectivamente. Las dos corrientes fundacionales de la Quinta República Francesa, el gaullismo y su oposición socialista, aunque mantienen una importante fuerza local (Hidalgo es alcaldesa de París) se han convertido en irrelevantes.
La arquitectura política de la Quinta República, en realidad, es una respuesta a los fallos de la Tercera y la Cuarta, o al menos a lo que se percibía como tal: un parlamento bastante fuerte que resultaba en un gobierno débil (ideados así, a su vez, por el fracaso de la Segunda República, donde un gobernante fuerte –Louis Napoleón- había abolido las instituciones republicanas), a consecuencia del cual Francia entera se habría visto “debilitada”. De ahí habrían resultado el colapso de la Segunda Guerra Mundial y las dificultades en Indochina y Argelia. Pero es que la lección a extraer aquí, confirmada una y otra vez a lo largo de los últimos dos siglos, es que imperialismo y democracia no son compatibles. Debilitar al parlamento frente al gobierno no hizo más que confirmarlo: se debilitó la institución más “democrática” (por plural) del sistema frente a la autoridad del gobierno… y ni aun así se pudo retener el imperio. Y en cuanto a las guerras mundiales, lo cierto es que en la Primera Guerra Mundial, con mucha mayor destrucción y muchos más muertos, Francia sí resistió. Pero Charles de Gaulle quería gobernar a gusto y se hizo una república a su medida, cuyos fallos hoy ya se ven claros.
Recordemos una vez más que Macron solo es la primera opción de un 28% de los votantes franceses. En 2017 apenas lo fue de un 24%, mientras su partido solo lograba un 28% en la primera ronda de las legislativas, y un 43% en la segunda – que sin embargo se tradujo en un 53% de los escaños. Que un sistema político le otorgue tanto poder a una opción con un apoyo popular tan escuálido no parece preocupar a nuestro “centro apolítico”, a pesar de los obvios peligros: primero, lo poco democrático que resultan estas mayorías, y segundo, que el día que los populistas, sean del pelaje que sean, logren ser los más votados, tendrán todo el poder para ellos, con porcentajes igual de escuálidos. Aunque quizás entonces nos enteremos de que todos los populistas son malos… pero que unos son más populistas que otros.