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el callejero

El activista del inglés

Foto: KIKE TABERNER
16/05/2021 - 

VALÈNCIA. El día que se acuerda la entrevista, Miguel Blanco, que tiene 72 años y lleva casi cincuenta dedicado a la enseñanza del inglés en València, se despide ofreciendo su codo y, cuando ya parece que va a cerrar la puerta de su academia, hasta un titular: "Yo creo que debería ser algo que gire en torno a un pionero". Luego, cuando llega el día, cuesta que relate su vida porque en cuanto puede coge un desvío y se pone a hablar de lo único que le interesa: el método de enseñanza que en España, dice, es incorrecto.

Miguel es un hombre ágil. De piernas y de cabeza. No para de entrar y salir de su academia en la avenida Reino de Valencia con unos andares que recuerdan vagamente a Grouxo Marx. Allí está todo lleno de carteles, de consignas. Dentro y fuera. Mensajes sobre cómo aprender a hablar en inglés. Y en cuanto se descuida el fotógrafo, le cuela uno de esos carteles. Le interesa mucho más su causa que su vida.

Pero la tiene y empieza en un pueblo de Jaén, Torredelcampo -así, todo junto-, donde nació y creció en una familia de agricultores dedicados a recolectar la aceituna. Cuando Miguel ya había cumplido los ocho años, él y su hermana se marcharon a València con sus padres. El matrimonio quería prosperar y darle una buena educación a sus hijos. Lo lograron y Miguel llegó a estudiar Ingeniería Electrónica. "Aunque nunca llegué a trabajar de eso. El amor a primera vista con el inglés me hizo cambiar mi trayectoria profesional", explica sentado en una silla a la entrada de su academia, una de las más antiguas de la ciudad, por donde han pasado más de cinco mil alumnos.

El flechazo llegó con los acordes de los Beatles. La música de los cuatro de Liverpool sacudió a este joven andaluz. Le gustaba la melodía, su actitud, su imagen, pero no entendía una palabra de lo que contaban. Averiguarlo fue una motivación tan fuerte que le empujó a aprender su idioma en cuanto acabó el servicio militar, que le llevó por Lleida, Madrid y València.

Miguel tenía unos conocimientos de inglés rudimentarios y, aún así, decidió que iba a abrir una academia. "La verdad es que fue algo bastante osado por mi parte", reconoce con una media sonrisa. Una mueca que borra de inmediato para meter otra cuña: "Yo aprendí cuando empecé a quemar los libros".

La academia abrió en 1972 y Miguel recuerda que entonces había "mucha ilusión por aprender" y que ahora España, en cambio, "ha perdido fuelle por la pandemia", que la enseñanza se ha fosilizado porque no hay casi innovación. "Yo sí intento cambiar las cosas", se defiende. Aquel joven de 25 años tenía un inglés "bastante rudimentario" que apenas valía para dar una clase de gramática. Había pasado dos años estudiando 16 horas al día y cuando sintió que ya tenía una base, se lanzó.

Aquella primera academia estaba detrás del Clínico y no tenía más de 35 metros cuadrados. El almacén de la droguería de sus padres reconvertido en dos míseras aulas. Pero funcionó y el primer año ya tuvo 150 alumnos que se acercaban a ese centro situado al lado de la morgue. El negocio prosperó y este empresario de la lengua llegó a tener hasta cinco academias a la vez repartidas por toda València: pasaje Luz, calle Teruel, plaza del Ayuntamiento, Benimaclet...

Casi medio siglo de experiencia le ha servido para detectar que hay un problema casi crónico y eso le ha llevado al convencimiento de que lo apropiado es la enseñanza natural. "Que es la que aplican los padres con sus hijos. Usar las herramientas u objetos que la vida te proporciona y que te rodean a diario. Yo no he visto nunca que se le ponga un libro en las manos a un bebé. Y cuando empiezas con un idioma eres un bebé". Otro pilar de su teoría es que no se pueden enseñar las cuatro destrezas a la vez: hablar, leer, escuchar y escribir. "Eso es suicida", sentencia.

Su primer viaje a Londres fue en los años 70. Se marchó en avión en busca de una oportunidad antes de que decidiera abrir la academia. "Al acabar las entrevistas, me decían que mi inglés era muy pobre y eso me hizo reaccionar. Aquello me animó a enseñarlo de otra forma. Pasaron veinte años hasta que yo me pude comunicar plenamente", reconoce.

Live Trinity College se trasladó a Reino de Valencia en 2010. Es un local austero con un suelo de baldosas con formas geométricas, de paredes y techos blancos. Sus mensajes están por todas partes. En un lateral hay una sala contigua sin puertas que permite ver un retrato de la reina Isabel II y, al lado, uno de Miguel Blanco cuando era joven, mucho antes de que su pelo y su fino bigotillo se volvieran blancos. En otra pared, hay un gran retrato dibujado por Ernesto Casero y retocado por su hija.

"Papá, mi novio quiere aprender español"

Su devoción por el inglés se proyectó sobre ella, Tania Blanco, una artista con cierto recorrido que hoy vive en Londres emparejada con un inglés. "Me sirve de sparring", bromea. "Ella estudia en la Royal School of English. Es artista visual y ya lleva cuatro años allí".

Un día, Tania le escribió: "Papá, mi novio, Nick, está estudiando español y quiero ayudarle". Miguel fue rotundo en su respuesta: "La mejor forma de ayudarle es que no lea nada y que te escuche a ti mientras haces las cosas cotidianas. Pon en práctica el enfoque natural que tanto nos ha costado descubrir. Lo mejor es usar los objetos que os rodean".

Habla de él y de de su hija. De nadie más. Se intuye un hueco y la pregunta de si sigue casado le coge por sorpresa. Disimula con una risa nerviosa, pero al final baja el tono y, la voz convertida en susurro, cuenta que falleció hace solo seis meses y que no quiere hablar de ello.

El idioma siempre le ha fascinado y por eso se ha hartado de leer el Reader's Digest -una centenaria revista estadounidense con millones de lectores en todo el mundo-. Pero también siente interés por la cultura británica y se ha deleitado con los discursos de Margareth Thatcher, Theresa May o el primer ministro de turno. "O cualquier cosa que tenga que ver con la ciencia, la física, la química o la mecánica en general".

Ha viajado 35 o 40 veces a las islas Británicas. Va prácticamente todos los veranos. Echar la vista atrás le reconforta y le lleva a lugares idílicos como Canterbury, en el condado de Kent, al sur de Inglaterra, donde pasó un verano "encantador". O aquel mes entero que se tiró en Swindon, cerca de Gales. "También recuerdo un pueblecito donde está prohibido poner antenas de televisión. Todo son casitas como si estuvieras en mitad del medievo. Solo falta que aparezca Robin Hood por allí". O Warwick y su castillo. Su fervor británico alcanza también la literatura. En su casa tiene todas las novelas, en inglés y en castellano, de Agatha Christie, su escritora preferida.

Miguel Blanco ya está jubilado y pensó incluso en cerrar el negocio. Al final se lo traspasó a un amigo, aunque él sigue estando muy encima de la academia. Frente a la entrada, pegada a la acera, tiene aparcada una caravana que se ha ganado cierta celebridad en el barrio. Ahí tampoco faltan sus mensajes. Con este vehículo es con el que ha hecho todos sus viajes. "Es como tener un apartamento en el lugar del mundo que quieras visitar", explica.

Cada año emprende ese viaje de 2.000 kilómetros hasta Inglaterra. Un placer al volante, parando en cualquier lugar de Francia que le llame la atención. Se lleva cerca de treinta 'pen drive' con temas muy diversos que escucha, combinados con audiolibros, durante la travesía. El viaje, si, algo raro, tiene prisa, puede hacerlo en día y medio, pero lo normal es que se dilate durante una semana a bordo de su Fiat Ducato. Cuando llega a su destino, baja, respira hondo y empieza a hablar con su inglés académico.

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