La memoria es tan selectiva como caprichosa. Recuerdo, como si fuera ahora mismo, la noche del 19 de noviembre de 1974. En nuestra entrañable televisión en blanco y negro, emitieron Operación Birmania. Una joya del cine bélico. Al alterar la programación, tuve el presentimiento de que Franco había muerto. La noticia saltó a la mañana siguiente. "Españoles, Franco ha muerto". La voz temblorosa de Arias Navarro se convirtió en el eco de toda una nación. Para un niño de apenas trece años, la noticia tenía otra connotación más festiva: se decretó tres días de luto nacional, lo que suponía aplazar el examen de matemáticas previsto para el día siguiente. Pasado ese tiempo, la realidad se asentó en mi vida académica. Como mandan los cánones de la desidia juvenil, suspendí por todo lo alto. No era la excepción, era la norma a la que me ceñí, celosamente, durante buena parte de mi juventud.
Ya en el instituto nos enteramos que se iniciaba la democracia. Era el tiempo de los cantautores, de los primeros mítines y de canciones como Libertad sin ira. Con apenas quince años (1977), vagamente nos llegó la noticia de que se había decretado una Amnistía para ciertos presos. Su liberación poco o nada importaba a quienes nos acercábamos a la vida sin apenas andamiajes.
Ni en la Facultad de Geografía e Historia ni en la de Derecho se planteó el tema. La Amnistía había cerrado una época y había abierto otra muy diferente. Éramos conscientes de que nadie podía ser incriminado por su pensamiento, solo por sus actos delictivos. Así fue. En esa parte de nuestra vida, gozamos de una época de libertad y de creatividad como muy pocas veces se ha dado. Era el tiempo de La Movida, una época en la que, por fortuna, la maldita cultura de la cancelación era impensable. Pero también una tiempo en que los políticos asumían que no se podía pactar con HB, un partido que o guardaba un lacerante silencio o justificaba los asesinatos que la banda criminal ETA acometía sin piedad alguna. Poco importaba que fueran niños (Casa Cuartel de Zaragoza), militares, guardias civiles, periodistas o políticos. Solo el clero vasco se libró de su feroz guadaña. Su frialdad y su desdén con las víctimas serán recordados con profundo dolor.
Las décadas se sucedían con cierto sosiego. Pero, como diría Heráclito, nada es eterno, ni siquiera el río en el que nos sumergimos a diario. Y el río de la vida se revuelve cuando escucha hablar de amnistía para quienes subvirtieron el orden constitucional, la paz social y la unidad de España. Aun por esperada, nuestra maltrecha razón sigue sin da crédito. Solo se lo otorga la sinrazón. Con ella, la desazón y la amargura se apoderan de nuestra alma. Es lógico que así suceda, porque no desconocemos que la Historia es maestra de la vida. Esta se acomoda en nuestra memoria para recordarnos que entre los beneficiados de la Amnistía del 77 se encontraban "ilustres intelectuales" del panorama patrio: cincuenta y seis miembros del GRAPO, doce del FRAP, cuatro del FRAC –los responsables del asesinato del empresario Bultó– y veintiséis presos de ETA. Entre estos se hallaba Francisco Múgica Garmendia, alias Pakito, todo un "soldado del amor", que diría Marta Sánchez. Para tan innoble causa, su hoja de servicios es impecable: en el momento de su detención contaba con veintidós atentados. Le pareció poco mérito, por lo que, una vez liberado, perpetró treinta y seis asesinatos. Todo un gudari para los "progresistas" de Bildu. En esa lista también estaba Santi Potros, responsable de la matanza de Hipercor. Como fácilmente se puede comprender, a lado de ellos, Mahatma Gandhi es un díscolo aprendiz de pacifista. ¿Sirvió para algo la Amnistía? ¿Consiguió que abandonaran su propósito? ¿Claudicarán los golpistas fugados de la Justicia una vez que la obtengan? ¿Seguimos?
No hace falta ser Catedrático de Derecho para saber que la gravedad que generará es infinita. Mucho más de lo que se pudiera pensar (léanse las declaraciones del CGPJ). Sí, infinita, porque conocemos al gobierno. Conocemos sus promesas y sus mentiras, perdón, cambios permanentes de opinión (son las cosas de la edad, ya saben). Conocemos al Tribunal Constitucional –lo reconozco: nos cuesta definirlo como tal–. Conocemos que el otrora ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, aprobó la ley del aborto, lo que, en buena lógica, exigiría su abstención cuando se dirimió en el TC. Pero quien llegó a afirmar, con notoria solemnidad: "No, la amnistía no cabe porque además, esto es una cuestión técnica pero muy reveladora, la amnistía es el olvido. El indulto no olvida, lo que nos dice es ‘te perdono, pero para construir un futuro mejor y por eso te lo condiciono’" (23/6,2021), mañana, a buen seguro, estampará su rúbrica en sentido contrario. Y aquel ministro que fue capaz de dar una lección de celo jurídico, se desdecirá de sus palabras, para adaptarse al "pensamiento variable" de su Presidente y a los nuevos tiempos que corren por los pasillos del politizado TC. Bien es cierto que siempre lo estuvo, pero no nunca llegó tan lejos.
Si el escenario es el que dibujamos, el mismo que señalan, los históricos miembros del PSOE: desde Felipe a Alfonso Guerra, o desde Nicolás Redondo, Jordi Sevilla o Jáuregui (pura caverna), el Estado de Derecho corre el peligro de quebrarse. ¿Exageramos? ¡NO! La Historia sale a nuestro encuentro. Solemos aconsejar a nuestros alumnos que lean el Critón de Platón. En el texto se cuenta la noche en el joven Critón acude a visitar a Sócrates, quien sabe que al día siguiente se cumplirá la sentencia que le condena a la pena capital. Ante este hecho inminente, Critón pone a disposición su fortuna para conseguir que el viejo filósofo se evada de la prisión, pero Sócrates no está dispuesto a aceptar este acto ilícito. Si lo hiciera, se traicionaría a sí mismo, a sus amigos y a su ciudad.
Su negativa provoca el desconcierto de Critón. Para sacarle de su error, Sócrates hace entrar en escena a las Leyes de la ciudad, con las que mantendrá un intenso y fructífero diálogo, en donde el viejo principio ubi societas, ubi ius se alza para señalar que el hombre se halla ante una constante dialéctica: vivir en o al margen de la sociedad, dentro o fuera del marco jurídico. A lo largo del diálogo, las Leyes sostienen que si Sócrates no acepta la sentencia, no sólo las destruirá a ellas, sino a la propia ciudad, porque lo relevante no es que la sentencia sea justa, lo realmente trascendente es salvaguardar las leyes, y en las leyes, a la ciudad. Solo el respeto a la ley convierte al individuo en ciudadano. Si las repudia, se convierte en un bárbaro capaz de imponer la más desgarradora de las anarquías.
La reflexión esgrimida por Sócrates nos hace ver que si su huida es asumida como lícita o perdonada, se propiciaría la permisibilidad de los actos ilícitos, lo que, en buena lógica, desencadenaría en una insubordinación generalizada contra las decisiones tomadas por los tribunales o por el Estado. La consecuencia no puede resultar más nociva: todos los principios, derechos, deberes y libertades sobre los que se asienta el Estado de Derecho pueden ser cuestionados o alterados por el poder político. ¿Nos suena?
Aun hoy, nos cuesta entender cómo es posible que este gobierno no sea capaz de comprender que el acatamiento a la ley constituye una dimensión tan radical como lo es la libertad. Su aceptación constituye un deber jurídico, pero también ético. No aceptarlo contribuye a distorsionar la convivencia y la paz social, máxime si quien lo incumple es el Presidente de un gobierno o de un Parlamento autonómico que ha jurado o prometido (aunque sea por Snoopy) cumplir con la Constitución y las leyes del Estado. El mismo Estado al que cedían sus votos a cambio de cuantiosas partidas presupuestarias, y al que no han dudado en traicionar una y otra vez. Por esta razón, nos sangra ver como este gobierno se olvida de esta dolorosa realidad. Un olvido que no obedece al desconocimiento, sino a un acto que pervive en el tiempo, y que no es otro que la infinita ansia por perpetuarse en el PODER, en el MALDITO PODER.
Un acomodo nos queda: la magia del cine. En la mítica Blade Runner, la desgarrada voz del replicante nos susurra al oído: "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais". Atacar el TC a la Constitución y dejarla en llamas más allá de Orion. He visto los rayos C del independentismo brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Alcalá y a Puigdemont ningunear al resto de los españoles… Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de acabar este artículo. Es cierto, es hora de acabarlo, pero no sin antes advertir que a diferencia de lo que sucede en el celuloide, los malos gobiernos no se desvanecen como las lágrimas en la lluvia. Más quisiéramos.
Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano.