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COVID-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 52º)

Foto: EP
21/08/2020 - 

VALÈNCIA. Una seda rígida cae desde el balcón de arriba. Son las cuatro y el calor de agosto aplana el deseo de discriminar si es el mantel del vecino o una instalación artística. Sólo los niños de la piscina desafían la canícula de la siesta y sus voces empiezan a dar señales de que el velo cuelga desde el terrado. Nadie sabe el porqué de esos once pisos de tela. "Pareciera carnaval...", exclama la vecina de abajo. La ondulación de la tela es hermosa y la tarde le saca tímidos tornasoles. Enseguida sé que la vecina mira, como yo, el asombro de una pequeña en el piso de enfrente, detenida en su juego. Lleva tiara de princesa y muñeca desmembrada colgando del codo. "Es como un cuento de hadas, ¿verdad?", continúa la vecina, pero la niña no atiende a sus palabras. El telón ondula con elegancia y en el duermevela se me antoja que son los dedos del tiempo cerrándome los párpados para que vuelva a mi siesta. Un artista cuyo nombre he olvidado me viene a la mente: empapelaba edificios. Sus instalaciones podían eclipsar la Estatua de la Libertad o la torre Eiffel. La urbanización no es un emblema planetario pero fue testigo de mi infancia y mi adolescencia así que sonrío gratificada. Un vecino soñador que acabo de ubicar en el último piso ha iniciado el juego y necesito conocerle, alabar su proyecto. Estiro el brazo sin alcanzar la tela escurridiza que se burla de mí y de mi memoria. La niña y su tiara ya se han borrado. Imagino que alguien dedicado al teatro pone a secar sus materiales para la función de la noche, suponiendo que aún queden funciones en este verano ilusorio; al vecino artista lo acabo de mutar en escenógrafo.

De pronto suena el timbre. Maldigo a los amiguitos de mi hija y, harta de oír los ladridos de Noa, me acerco a abrir. Dos señores de blanco y manchados de pintura esperan con educación. Sus camisetas dicen Isaval Trabajos Verticales. 35 metros de red. La fijan con ganchos a las barandillas: el riesgo de morir por la caída de un cascote ha terminado. La finca es antigua y el hormigón se deshace como pan mojado, necesitaba una mascarilla. La más grande que he visto hasta ahora, exclamo. La que faltaba.

Foto: Alex Zea/EP

No se puede sublimar en una urbanización playera, a cada rato te asalta lo prosaico: la señora del quinto con su pareo floreado, la sierra radial del tercero en el mediodía ardiente, el grano de paella pegado a la chancla, los estragos del pueblo hormiga con una cáscara de fruta olvidada en la cocina. Hay una oposición fehaciente al impulso místico y el bochorno aplasta el espíritu; agosto lleva efecto rodillo. La carne se enseña (y se ensaña), la molla se hace ubicua (y obscena). La única forma de especular sobre la muerte es fijar la mirada en ese michelín que vibra de camino a la ducha y que atraviesa clases sociales. En verano nadie puede soñar con la trascendencia. No hay tiempo. "Si lo mental se aquieta ─leo a Chantal Maillard en La mujer de pie─ el tiempo desaparece, si se acelera vuelve a aparecer y lo hace acompañado de la sensación de caída y aprisionamiento. Al tiempo se cae".

Hay una suspensión del espacio-tiempo en la urbanización playera. Un fenómeno digno de estudio para los físicos cuánticos. La fachada de la finca lleva mascarilla pero los bañistas no, los chavales bullen en grupo como bancos de pececillos. Libres. Veraneantes. Cuando el contador de positivos enfila su pico en los titulares de prensa la emprendo con un puñado de madres y me vencen enseguida. Mis hijos tampoco son un ejemplo, me recuerdan. Como no pretendo plastificarles ni hidrogelizarles su cena de sobaquillo, sonrío y hago mutis por el foro. Pronto me estoy preguntando sobre la forma en que nos hacemos rebaño en agosto. Si alguien tuviera que implantarnos ese chip del que se habla elegiría este mes. Me pregunto si ya lo llevaré puesto; si Miguel Bosé hubiera leído a Foucault sabría que no se precisa un circuito integrado para obedecer al poder disciplinario; se nos somete de forma invisible.

En estos detalles veo el éxito del oxímoron, de la llamada nueva normalidad. Era cierto que la humanidad volvería a su ser, que todo cambiaría para no cambiar nada. Las vacaciones traen días felizmente planos, sólo hay un par de variables que resolver en la jornada, cuatro líneas que abren el día: baño, paella, siesta y bocadillo. Pero leo que miles de personas se han manifestado en Madrid contra la "falsa pandemia" y me estremezco. Recapitulo, contrasto, indago. ¿Es esto nuevo? Me asalta el toque diferencial, lo que hace de esta etapa un terreno movedizo, un escenario para el descarrilamiento y el delirio.

Foto: Europa Press

Con todo el respeto hacia sus oficios, los líderes de esta opereta anti mascarillas sugieren poca dedicación a la hermenéutica: enfermero devenido en supuesto abogado, agricultor que dispone de la cura contra el cáncer, monitor de fitness, artista de la Movida ("el amor es la mejor mascarilla") y cantante pop hijo de torero. Una consigna los iguala: "aquí todos somos los de abajo luchando contra los de arriba". Pocas veces se ha podido asistir a un reclamo más sintético y goloso. No deja a nadie fuera. A unos pocos sí, pero quizá sean irreales: magnates como Bill Gates con su perniciosa vacuna o dirigentes cual Sánchez y sus tratos oscuros. Parecen propuestas salidas de las aspas de la Thermomix, que ofrece una variedad de platos frescos y fáciles para el verano. Mézclese un buen manojo de derechos fundamentales con medio kilo de mitos New Age (no muy maduros), hornéese fuerte en vahos de indignación y sazónese al gusto. Buena receta contra el calor. La crema resultante es fresca, nutritiva y rápida de elaborar. El nivel de dificultad: bajo.

A punto de atragantarme, busco alguna noticia que no tenga que ver con el bicho y doy con la temporada alta en Marte. Tres misiones no tripuladas han despegado en estas semanas: una americana, una china y una de los Emitatos Árabes. Buscan transformar su hábitat para adaptarlo a nuestra especie y ya existe un neologismo para ello: "terraformación". Este mes Ray Bradbury, el autor de las Crónicas Marcianas, hubiera cumplido cien años y nos encantaría que viviera para verlo, dar con un vídeo suyo en Youtube en el que se partiese la caja con el tema. Siempre defendió que no era un autor de ciencia ficción, sino de fantasía, pero el paso del tiempo decanta sus visiones hacia lo premonitorio. Su retrato de la idiotez humana ya no es especulación sino diagnóstico firme. Describió la cultura sometida a dieta, el adelgazamiento del espíritu y la libertad bien entendida, incluso la exhibición narcisista e incontinente que hoy impera. Nunca pensé que asistiría en vida al despliegue real de sus ficciones. China y EEUU se están jugando el oro del medallero y lo único que destaca es el pulso presupuestario entre dos potencias en pugna. La lucha de egos. Nadie se ha plateado seriamente que todo ese dinero podría salvar nuestro planeta y eximirnos de buscar otros mundos donde establecer nuestra plaga. ¿Por qué no harán su exhibición de fuerza salvando el Amazonas? La avidez de novedades de los gobiernos me recuerda a mis hijos exigiendo un nuevo modelo de móvil cuando el que tienen funciona perfecto. Los científicos contemplan el riesgo de contagiar sus lechos rocosos con nuestra flora y después darla por un hallazgo de vida en el planeta rojo. Me asombra, ¿nadie pensó a la inversa?, ¿y el peligro de traerse una bacteria fulminante a nuestra orilla?

"En una de las que serían sus últimas noches ─recuerda Chantal Maillard─, al ir a cruzar la calle, Friedrich Nietsche se detiene. Un cochero impaciente lacera a latigazos el lomo del caballo que no puede tirar de la carga. El filósofo corre hacia el animal, se abraza a su cuello y, llorando, le pide perdón en nombre de la humanidad. La historia considera este episodio como uno de los síntomas de su locura".

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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