Carla tiene 15 años. Vive en un centro de menores, "en un hogar de protección ─escribe en la carta que dirige a un paciente de nuestra UCI─ y me gustaría que supieses que estoy de tu lado…". La escribe sin destinatario, en un ejercicio abstracto pero arrebatado, y tiene un valor intercambiable como un billete. Un billete de 500. Mi amiga la enfermera de intensivos me abre el día con la foto de la cuartilla y hace que la adolescente se me clave en la garganta igual que un mal bocado. "Deseo que te cures PRONTO y puedas salir ya de ahí". La caligrafía es alineada y calma en la primera parte, la timidez ordena las líneas, arbitra bien los espacios. "Yo estoy separada de todos con dos chicos más porque tenemos fiebre y si yo estoy mal sé que tú lo estás pasando peor. No me importa no conocerte para desearte lo mejor". Elige unas frases de motivación, "he elegido unas frases…". Es experta en frases motivación. Es Miss Wonderful. Como sus compañeros de acogida, tiene un catálogo extenso, las oyen desde la cuna, siempre en boca de profesionales sensibles, entregados, pero de quita y pon. "Ninguna pena es para siempre… lo que hoy parece un huracán…llora si tienes que hacerlo pero luego levántate…". Hacia el margen inferior las frases sufren una estampida y se aprietan, oscilan, acusan claustrofobia, el folio se va a acabar. "PD: Me gustaría ser médico para ayudar a personas como tú… este es mi instagram… te doy un muñequito que he hecho yo, es el anticoronavirus, se lo come". Agradece varias veces la lectura de la carta y me entra el impulso de adoptar a esta niña, arrepentirme mil veces, aguantar sus arrebatos y la noria entera de su adolescencia con afecto tardío, adulterado.
El ambulatorio está desangelado en comparación con la UCI. Aquello parece pediatría, un empalago de arcos iris, flores, colores, dibujos infantiles, garabatos, manchones de color. Tienen un panel con los nombres de todo el equipo donde Mafalda preside y recuerda que aquí no se rinde nadie. "Almorzamos ya casi todos los días", me asegura mi amiga. Con ello certifica el fin de los días fúnebres y alucinados.
En el centro de salud, nadie cierra la puerta de su consulta, la sala de espera es nuestro patio de recreo. Nos recibimos con un jolgorio excitado, como si desembarcáramos de un largo viaje. Lo primero es preguntar por la compañera que ya salió de alta, por la prueba de la otra, por los pacientes que han dejado recado. Por fin hay pruebas. Por fin equipos. La sonrisa se nos pone tontorrona. La inquietud general se mueve por territorios colindantes con los planes que enterramos en marzo: cómo se marcará la distancia en la playa, podremos ir de camping este verano, ¿y el cine? ¿Y los conciertos? Rafa Nadal ha llamado a un paciente ingresado en nuestra planta y la foto rula por los chats; queremos que nos inocule su virtud contra la adversidad, su capacidad de olvidar el punto que se falló para concentrarse en el siguiente. Tres cajas, tres, han desembarcado con un mensajero a primera hora. Soñamos con EPIs orientales, bien pertrechados.
"Baja, baja, que han llegado los Reyes…". La coordinadora entra en mi despacho, sabe que voy a ir a un domicilio y se pregunta si quiero ser la primera en ponerme un mono. Talla única. Monocolor (blanco). Parecen del papel plastificado que se emplea en las bolsas del súper, las de múltiples usos. Abajo, la celadora extiende uno de ellos en una silla con delectación como si fuera el disfraz de la falla. Yo sólo veo un condón gigante. Me niego, les digo que mi paciente está muy asustada, que debo convencerla para un ingreso voluntario. No quiero ser Interestelar llamando al timbre de su casa. S., la enfermera soñadora, se ofrece a venir conmigo y tampoco elige un mono. Me enseña el ritual del EPI cebollero, "acuérdate de que estiras por delante de la bata y te la quitas al revés, luego el primer guante, el segundo te lo dejas, en esta bolsa de basura metes todo".
Callejeamos juntas hasta el casco viejo. Dejamos atrás la escalinata del monasterio, su esplendor no me parece ya renacentista sino arqueológico. Soy un visitante de una colonia marciana mirando de reojo el rosetón del pórtico.
El futuro no causa escándalo ni espanto en un pueblo de L'Horta, nadie nos mira ya. Ella y su impermeable transparente pertenecen al mobiliario urbano. Yo soy azul. Mi bata ha perdido la blancura, la metí con el anorak de los domicilios a 60 grados. Doctora azul. Antes los psiquiatras gozaban de licencia para lo estrafalario. Aspiro a conseguir mi propia marca.
Antes de llamar a la ambulancia, S. me cuenta atropellada que una vecina se ha ofrecido a hacerle la compra y cuando le vibra la voz me giro para encontrar su emoción: es el emoji con estrellas en los ojos. En una semana en la que florecen los carteles de protesta en los ascensores, se pide a los vecinos en activo que abandonen la finca, se abuchea, se pinchan ruedas, esta vecina suya ha tendido la mano. "Y estos que protestan son los que luego salen a los balcones, ¿sabes?". La mía cose unas mascarillas geniales, en la Unidad volaron cuando las saqué de la bolsa.
La familia al completo nos recibe en lo alto de la escalera y la paciente me saluda taciturna. Nos disculpamos por no aceptar sus cortesías, ni siquiera una silla es ya una opción. Con nuestros mandiles de charcuteras y nuestros gorros ofrecemos una estampa nueva en el tedio de la salita, que han memorizado estos días. La madre es una octogenaria conectada a una botella de oxígeno y su hija sale a diario sin mascarilla, pierden la noción de dónde va, aparca lejos la furgoneta para que no se sepa que la ha cogido. Mi llamada previa ha hecho el efecto deseado y la enferma asiente, baja la frente, desaparece hacia su cuarto con gesto bovino. Me aseguran que está preparando su pijama y su neceser, que ha elegido una bolsa de deporte donde cabe lo mínimo para una semana. La nueva medicación la hace sumisa.
La ambulancia se demora, el mediodía avanza y yo espío el reloj de pared mientras atiendo la charla ligera de la familia, el oxígeno borbotea en la botella y ofrece un arrullo sofronizante. Madre y sobrina se ponen nostálgicas y avanzan detalles de cómo su calle estuvo concurrida en el pasado, cómo el pueblo entero venía a comprar a la charcutería que tenían en la planta baja. Examino el cansancio en la cara de la madre y me lo figuro hondo, engastado, antediluviano. Asiento, sonrío, puedo mantener una charla divagatoria mientras mis antenas palpan el siguiente enfermo, la receta pendiente, la lista de la compra o la hora del dentista. Atención flotante. Las abarrotadas consultas de la mañana me han enseñado a hacerlo.
La ambulancia ocupa toda la calle con su bastidor fosforescente. El conductor me pide un informe que no tengo. Esquizofrenia, le susurro al oído, e intento que unos inoportunos vecinos se metan en su coche antes de que baje la paciente. Al doblar la esquina, un señor me aborda y me pregunta si se han llevado a la señora Clarita. "No puedo decir nada", me disculpo.
La prueba rápida le sale negativa. Este es el arco iris de hoy: por fin tenemos pruebas para discriminar quién y cómo ingresa. Le digo a S. que se lo comunique a la madre y al rato vuelve enternecida, "se ha emocionado ─me dice sin su impermeable, desde la puerta─, me ha insistido en que te dé las gracias. Qué mujer. Siempre todo bien, siempre luminosa. Te da un zasca y te recuerda de qué te quejas". S. sufre del mismo mal que yo. Es de enamoramiento fácil. Aún no lo sabe, pero quiere adoptar a la abuela.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora