Taxistas y farmacéuticos suelen afirmar que prestan servicios públicos. Desde un punto de vista técnico, esta afirmación es incorrecta. En el Derecho español, el término servicio público es equívoco. En ocasiones, se utiliza en sentido muy amplio, como sinónimo de cualquier tipo de actividad realizada por las administraciones públicas.
Otras veces, se emplea en un sentido más estricto, como aquella actividad administrativa de prestación de servicios que satisfacen necesidades básicas de los ciudadanos, desarrollada bajo una intensa regulación que excepciona el régimen normal de libre competencia a fin de garantizar el disfrute de esos servicios por parte de toda la población. La administración titular del servicio público puede gestionarlo directamente, a través de sus propios medios, o indirectamente, a través de contratos celebrados con empresas privadas.
Es evidente que los servicios del taxi y las oficinas de farmacia no se prestan por administraciones públicas, ni directa ni indirectamente. Ni los taxistas ni los titulares de oficinas de farmacia son empleados o contratistas de administración pública alguna.
Si estas actividades fueran servicios públicos, para poder prestarlos dichas personas deberían concluir un contrato de concesión de servicio con arreglo a lo dispuesto en la legislación de contratos del sector público. El contrato sería oneroso y debería adjudicarse a través de un procedimiento competitivo, que asegurara la igualdad de todos los interesados en acceder a este mercado. Y el contrato debería tener una duración limitada, de en principio cinco años, al cabo de los cuales habría que volver a adjudicarlo a través de un nuevo procedimiento competitivo, en el que todos los interesados podrían participar en pie de igualdad, sin que el antiguo concesionario gozara de ventaja o preferencia alguna.
Salta a la vista que esto no es lo que sucede con los taxis y las oficinas de farmacia. Las autorizaciones administrativas que permiten prestar los correspondientes servicios se han otorgado y se siguen otorgando a través de procedimientos y con arreglo a criterios que serían contrarios a lo dispuesto en la legislación de contratos del sector público. Las autorizaciones se conceden, además, gratuitamente y a perpetuidad y son libremente transmisibles a otros particulares a título oneroso, inter vivos e incluso mortis causa. De hecho, suelen enajenarse a cambio de grandes cantidades de dinero y se heredan con toda normalidad.
Taxistas y farmacéuticos venden la idea de que prestan servicios públicos. Tratan así de aprovechar tanto las connotaciones positivas que buena parte de la población asocia a esa expresión como las reticencias que muchos ciudadanos muestran respecto de ciertas propuestas dirigidas a reformar genuinos servicios públicos, sobre todo si las perciben como intentos de «privatizarlos».
Pero no conviene dejarse engañar. Ni se trata de servicios públicos ni las propuestas que se barajan para reformar los sectores del taxi y las farmacias pretenden privatizar nada que sea de todos. Más bien al contrario. El régimen bajo el que actualmente se desarrollan estas y otras actividades supone una suerte de privatización de lo público, que debería desaparecer.
Las autoridades españolas han decidido restringir artificialmente el número de personas que pueden desarrollar estas actividades económicas. De esta manera han creado un recurso público escaso sumamente valioso, por el que se paga mucho dinero: las autorizaciones administrativas que permiten prestar los correspondientes servicios en un régimen de competencia muy limitada, que en la práctica asegura a sus titulares beneficios similares a los obtendría un monopolista, superiores a los que tendrían en un mercado abierto a la libre competencia.
En estos casos en los que el número de autorizaciones administrativas disponibles para prestar un servicio está limitado, el Derecho de la Unión Europea establece como principio general que éstas se adjudicarán a través de un procedimiento imparcial y transparente, que garantice la igualdad de los posibles candidatos. Además, la autorización ha de concederse por una duración limitada y adecuada y no puede dar lugar a un procedimiento de renovación automática, ni conllevar ningún otro tipo de ventaja para el prestador cesante o personas que estén especialmente vinculadas con él.
El régimen jurídico español de las autorizaciones de taxi y oficinas de farmacia vulnera ostensiblemente todos esos principios. Aquí, estos recursos públicos se han privatizado, se han regalado para siempre a ciertos particulares y sus causahabientes, que obtienen pingües beneficios por la venta de algo que la administración otorgó en su día gratuitamente. Una autorización de farmacia que hoy se concede gratis mañana puede valer millones de euros.
Esta privatización genera todo tipo de efectos perniciosos. Uno de los más graves consiste en que los referidos regalos dan a sus recipiendiarios fuertes incentivos para presionar a las autoridades públicas con el fin de que éstas mantengan la restricción del número de personas habilitadas para prestar los correspondientes servicios. Eliminarla provocaría que desaparecieran los extraordinarios beneficios que obtienen como consecuencia de la artificial escasez de la oferta y que sus autorizaciones perdieran prácticamente todo su valor de venta. Se comprende por ello que taxistas y farmacéuticos se organicen y traten de influir sobre los políticos con el objeto de preservar el statu quo, porque se juegan mucho dinero. De hecho, tanto los unos como los otros han presionado muy eficazmente y han conseguido que tales restricciones cuantitativas se mantengan, a pesar de que la experiencia de numerosos países y abundantes estudios empíricos indican que su eliminación sería significativamente beneficiosa para los interesados en ganarse la vida prestando estos servicios, para los usuarios y, en líneas generales, para el conjunto de la sociedad.