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la mano invisible / OPINIÓN

El fin del Estado 'zombie'

29/08/2022 - 

Los parásitos son algo horrible. Pero dentro de este mundo los hay un grado por encima de inquietante. Los caracoles son huéspedes de uno de ellos donde unos gusanos toman sus funciones motoras, obligándolos a subir a las ramas más altas de los árboles sin parapeto, y colocándose en sus ojos de forma que éstos parecen oruguitas coloridas que los hacen muy atractivos y propensos a ser devorados por los pájaros, en cuyos intestinos se reproducen y el ciclo sin fin…

Lo de la ayuda pública es una caja sorpresa. Ora puedes encontrarte dentro una política industrial útil, ora un reparto desequilibrado de socialización de riesgos y apropiación de beneficios. Y por eso hay que pensar bien, antes de ponernos a distribuir como si fuera un bautizo, qué hacemos con el dinero de todos y, sobre todo, dejar de presentar como un logro político una inyección indiscriminada de fondos públicos en el sector privado sin más objetivo que el de repartir por repartir.

Así que vamos a hablar aquí de dos cosas. La primera, dejar claro que una política industrial transparente es indispensable. La segunda, un poco menos evidente, es que el Estado no son tus abuelos en Navidades y, precisamente por esto, se han de buscar fórmulas no parasitarias para la adjudicación de riesgos y beneficios.

En realidad, las ayudas públicas son una herramienta donde el Derecho de la competencia tiene poco que decir, porque no se conceden con ella en mente, sino que es exclusivamente un filtro, si se quiere. Pero, amiga, hay cosas que me ponen un poco de los nervios y me ofuscan, como el uso de los recursos públicos en determinados fines y en dinámicas poco o nada simbióticas. Esta sangría de recursos públicos es una escena a la que asistimos más o menos sorprendidos con mucha frecuencia. Pero, de forma descontrolada, sucede en las crisis: durante la del Covid-19 con la i+D pública y las ayudas a farmacéuticas y, más tarde, “superada” la pandemia o eclipsada por otra serie de eventos catastróficos derivados del calentamiento global, con las medidas para alcanzar objetivos de sostenibilidad del Green Deal y los fondos Next Generation. Y un patrón curioso emerge si unes los puntos de la (in)actividad del Estado: y es que no gusta ejercer el poder público.

Entiendo que el Estado tiene un papel muy importante no siendo un pusilánime, satisfaciendo las necesidades que democráticamente hemos decidido que sean cubiertas públicamente, e identificando y corrigiendo fallos de mercado. Funciones a través de las que se puede y debe hacer política industrial.

Que ha habido una retirada de la Administración de determinados sectores es evidente, me parece. En otros es que como nunca ha estado, pues… eso. Y yo no tengo, a priori, nada que decir *en este artículo* sobre esa cuestión (se catequizará en otros momentos). Pero la verdad es que me parece un poco difícil de cohonestar con paz mental que se considere que hay interés público, pero a la vez se reconozca que no hay interés en satisfacerlo públicamente. Sin embargo, hoy vengo con un espíritu conciliador y abierto de mente, y me siento dispuesta a abrazar la premisa.

Pongamos que asumimos el dogma y entendemos que esta aparente contradicción se puede superar porque, en cambio, sí hay interés y capacidad para cubrir la necesidad por parte del sector privado, que posiblemente, o esa es la teoría, lo hará más eficientemente, proveyendo mejor y más barato. Bien también (aunque la verdad es que yo tengo mis dudas de que esto permita resolver el problema, porque siguen estando sometidos a la lógica del mercado intereses públicos, distribuyéndose los bienes un poco desigualmente, no hacia quien más los necesita, sino hacia quien más puede pagar por ellos, pretendiendo, quizás equivocadamente, que así se revela indirectamente más interés). Pero he dicho que aceptábamos la justificación y de momento tengo suficiente entereza como para continuar *le tiembla compulsivamente el párpado y el bruxismo arrecia*.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez

A veces, no obstante, la desgracia se cierne sobre nosotros porque, habiendo cerrado los ojos y saltado al vacío, el sector privado no terminar de recoger el guante y su ejecución no se alinea con nuestras necesidades. ¿Nos es desconocido e imprevisible cuándo se produce esta renuncia a su función mesiánica? No, la teoría económica nos permite anticipar comportamientos racionales de operadores privados. Este desajuste se produce cuando la inversión inicial necesaria es muy fuerte y las ganancias esperadas son lejanas o dispersas en el tiempo o los resultados son desconocidos (bien porque es posible que nunca se obtenga el resultado o porque el beneficio no se puede apropiar totalmente) o tienen más que ganar no moviendo ficha o una combinación de los anteriores. Esto es, cuando hay un riesgo paralizante, incertidumbre o un conflicto entre el interés público y el privado.

Creo que hay poco margen para discutir que el Estado tiene que corregir estas situaciones. Pero no se puede hacer al buen tuntún: se tiene que seguir un plan, que para eso hay Estado y no una gallina corriendo decapitada. Asumamos, en beneficio de la argumentación, que lo hemos hecho correctamente y tenemos una política industrial que queremos ejecutar. La duda es, en este momento, a qué medios recurrimos para hacerlo. Hay básicamente dos; obligar o estimular en un rango bastante amplio de opciones.

La primera es la regulación, un viejo y útil amigo. Se puede imponer la obtención de cualquier objetivo directamente con una combinación de sanciones y, a partir de ahí, dejar volar la imaginación de la industria para cumplir. Ésta es una vía muy atractiva porque es bastante barata, desde la perspectiva de la inversión económica pública y, además, siendo de resultado, es perfectivamente compatible con la libertad de que cada uno lo haga conforme su mano invisible interior le guíe. Tiene, no obstante, un “pero” muy gordo. En todos los mercados hay empresas con más medios. Si obligamos a hacer inversiones cuantiosas, con un riesgo elevado, es posible que sólo sobrevivan aquéllas que ya contaban con un colchón previo de recursos. El efecto colateral de esta bienintencionada política es la concentración del sector, con sus peligros intrínsecos.

Se puede, alternativa o combinadamente, dependiendo de cuál sea la configuración del mercado, optar por estimular al sector privado, acogiendo una aparición estelar: la Administración. Ésta puede cubrir por sí misma la necesidad no satisfecha, sin acudir indispensablemente al modelo de monopolio público, sino introduciendo operadores (total o parcialmente participados) que fomenten la competencia o, puede, incluso, recurrirse a la contratación pública, seleccionando empresas que cumplan con los objetivos de la política industrial.

Una tercera alternativa, que es por la que se opta sistemática y peligrosamente porque es menos conflictiva que las anteriores, con, por razones obvias, muy buena prensa entre el sector privado y también, inexplicablemente, magnífica acogida en la ciudadanía, es la de conceder ayuda pública. Ésta, independientemente de la forma que adopte, supone un trasvase de capital público al sector privado y su objetivo es el de reducir el riesgo asumido, permitiéndoles retener todos o gran parte de los beneficios generados.

Esto de eliminar el riesgo de determinados operadores tiene sus ventajas, en un modelo económico que muestra preferencia por la empresa privada, porque permite guiar con relativamente poca resistencia a aquellas empresas que voluntariamente se amolden y la soliciten, conservando operadores en sectores donde se necesita competencia.

El Rey Felipe VI. Foto: Raúl Terrel
No obstante, recurrir con asiduidad a este modelo presenta algunos problemas, dependiendo de quién sea el beneficiario y cómo se haga. La primera es que, si no se ha planificado previamente, algo complicado teniendo en cuenta que el dinero aparece de forma más o menos sorpresiva para hacer frente a crisis (políticas contra-cíclicas habitualmente, necesarias además de, no en lugar de porque sirven fines distintos), las ayudas no están al servicio de una política industrial, que ha de ser proactiva, no reactiva. Y la pausa y el sosiego para planificar la estrategia son radicalmente incompatibles con los tiempos de estos fondos, que se tienen que gastar a contrarreloj, porque fiscal y políticamente así se ha previsto y se demanda.

Un segundo problema es el de la creación de campeones nacionales, un fenómeno que distorsiona brutalmente los mercados, muy pocas veces con resultados óptimos. Además, no sé cómo queda la legitimidad para que los empresarios liberales hagan y deshagan a su antojo organizando el capital y trabajo si precisamente su justificación ancestral para ejercer esta libertad es la de soportar el riesgo de la empresa económica emprendida. Regalar dinero, en lugar de entrar en el capital de la sociedad, por ejemplo, es trampear un poco el sistema y relegar al Estado a un papel de mero facilitador pasivo de la economía. Finalmente, hay una cuestión moral, si se quiere: la de si es realmente necesaria. Los fondos públicos se han de gastar eficientemente y quizás haya vías alterativas mejores para obtener los mismos fines como el control de concentraciones. En un escenario en el que grandes empresas, entre las que se encuentran las energéticas, están obteniendo beneficios récord, ¿hace falta un estímulo público, del tipo que sea, para eliminar o reducir el riesgo hacia la transición verde, por ejemplo?

¿Quiere esto decir que no se debe intervenir y dejar que la economía sea una selva que crezca al calor del famoso laissez faire? Pues hombre, desde hace siglos y excepto en actuales círculos de la ortodoxia más liberal vonmisiana y hayekista, nada más lejos. Todas las economías, incluso las más desarrolladas, viven aquejadas de fallos de mercado, que son inherentes al funcionamiento del mismo, pero que no pueden, por ello, ignorarse.

Las opciones están entre jardín inglés o francés o escombrera. Yo creo que es hora de despertar a la realidad: se tiene que hacer política industrial porque la mano invisible no existe. Es una zarpa con efectos bien perceptibles si no se controla y se dirige o se acompaña o, incluso, se cataliza la economía. No intervenir no es una opción, porque no contar con una política a lo que condena es a resignarse a reaccionar, mal y tarde, a las necesidades públicas, renunciando a encauzar la economía para que nos sea útil a todos. Sin embargo, para intervenir hace falta un plan a largo plazo, transparente, democráticamente escogido y estable, que tenga en cuenta las ventajas comparativas del país y hacia dónde queremos llevarlo y estando pendiente de su correcta ejecución y su evaluación. Y coherente, maldita sea, hace falta que sea coherente. ¿Qué es eso de poner barato o gratis el tren y a la vez subvencionar el petróleo? ¿Estamos pensando las cosas o vamos a salto de mata?

Pero es también una cuestión de actitud. Hace falta creerse que la política industrial, ayudas incluidas, no se hace en beneficio de las empresas. Éstas y el mercado son sólo un instrumento para un fin: el beneficio público. Un objetivo nada fácil de obtener porque primero hay que eliminar el extrañamiento del Estado y ser conscientes también de que se trabaja sobre capas de políticas liberales. Concluir, al fin, que el Estado, una Administración fuerte, no es un mero facilitador de la Economía. Es un ingeniero de un modelo que nos beneficia a todos. Y este objetivo no sólo se obtiene allanando el camino a las empresas, sino exigiendo a cambio el cumplimiento de objetivos y repartiendo equitativamente, por supuesto, el riesgo, pero también, las ganancias.

Sin acrobacias argumentales hoy: también hay que acabar con la institución de la corona.

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