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BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO / OPINIÓN

Frontera infinita

13/11/2020 - 

Me gusta asistir al momento en que las farolas se apagan y se celebra la luz del día. Hay un aire cristalino y una conciencia de frontera, de línea divisoria. Me gusta ese pase de relevo. Fantaseo con estar asistiendo a una abertura, a una brecha. La dehiscencia por la que se puede colar un mensaje, alguna pista que enlace con la siguiente. Algo que me saque del atolladero si me pilla despierta. Sin embargo, estos días escapan de las líneas divisorias, se hacen escurridizos. ¿Qué tienen estos tiempos que han borrado la frontera entre las cosas? 

En la historia del célebre manicomio de Bétera, nadie pudo nunca identificar un día de inicio ni un día de clausura completa. El hospital nunca pudo inaugurarse oficialmente porque los técnicos que levantaban el proyecto colisionaban con los que en paralelo lo negaban. Unos enfermos llegaban mientras otros eran dados de alta, algunos se autoliberaban por un agujero de la valla y provocaban escándalo y jolgorio a partes iguales. Aquella historia no es más loca que la de ahora pero, ¿se cerró al final lo de Bétera?, ¿se nos confina por fin o se nos deja sueltos?

Un borrón enorme gravita por encima de nuestras cabezas. La semana ha sido buena, ha estado plagada de buenos augurios: la victoria de Biden, la vacuna de Pfizer, la constatación de que aún podemos quedar en un bar o asistir a un festival de danza. Sin embargo, nadie se quita de encima la sensación de duelo. Todos nos estamos despidiendo: en la terraza de un bar, en un festival de danza. Una amiga ha comprado cuatro botes de tinte, otra me habla de que en Decathlon se han acabado las mancuernas porque todo el mundo se monta su gimnasio en casa. En cuanto me ven los transeúntes con mi pijama blanco soy acosada a preguntas, ¿cómo va la cosa? 

Joe Biden. Foto: POLARIS

Lo cierto es que en el parking de mi hospital la carpa de las PCRs se ha hecho doble y ya provoca atasco de coches por la mañana. Los enfermeros se inclinan con sus EPIs hacia las gargantas que se abren detrás de una ventanilla y pueden ser octogenarias o infantiles. La atmósfera es difícil de clasificar, oscila entre un McAuto de sábado juvenil y una entrega de trofeos de regata. No acabo de impregnarme del drama porque no lo hay, nadie lo se vende; no existe mientras no salga por la tele. Noviembre pinta estupendo en el cielo y, salvo el jueves de la Dana y sus 200 litros, nadie ha cruzado en su imaginario el fin del mundo y la meteorología. Hay días en que puedo convencerme de lo que dice mi madre: hija mía, te veo muy mal. Siempre es mejor tener una hija exagerada que un mundo empeñado en exagerarse a sí mismo. Se percibe una obcecación cruzada: unos quieren que pase ya todo, otros que haya pasado.

Lo cierto es que avanzan los días y la curva de la planta de Interna sube como un suflé. La prensa local publica por fin que nuestra UCI está al 133 % y la gente puede leer la noticia en la terraza de su bar favorito, mientras el sol de noviembre calienta su cerveza lentamente y la mascarilla recoge sus alas. 

A veces me descubro conductista y plana en mis predicciones, aplicando la lógica animal de mi perra. Noa asocia un domingo sin madrugones con un banco en el parque donde aparecerán mis padres. O un viaje al cuenco donde comen los gatos del parque con una noche sin pienso en la cocina. Refuerzo y castigo. Saturación sanitaria o desescalado; dos términos antagónicos no se le mezclan. 

Quizá tengamos una mala salud de hierro. O seamos como esos matrimonios irrompibles de puro desprecio que van a pasar a otra fase y nunca lo hacen. Lo más duro es pensar que quizá seamos simplemente pobres, incapaces de costear un nuevo encierro. Tan lejos como siempre de Francia o Alemania. Un país de bares que ahora debe estar atento a no enfermar. “No os pongáis enfermos ─les digo a todos los míos─, nada de deportes de riesgo, de caprichos culinarios, de cancerígenos. Nada de perder la atención al volante…” Pero la salud y la economía no deberían ser excluyentes. Se suele apelar al dilema de Heinz, la pequeña fábula con la que Kohlberg estudiaba el desarrollo moral de la gente, para conocer la forma de afrontar situaciones críticas: Heinz está desesperado porque no puede pagar el remedio que salvará a su mujer de cáncer, el farmacéutico apela a su derecho a cobrar el precio del fármaco, ¿permitirá Heinz que ella muera? ¿Le robará al farmacéutico? Adela Cortina nos recuerda cómo las mujeres encuestadas bordeaban la solución dicotómica de forma creativa y asediaban al encuestador con alternativas: ¿qué opina la mujer del farmacéutico?, ¿se puede intentar una cuestación en el pueblo? Según ella, eso hacía del dilema un problema. Es lo que tenemos, según ella. Y los problemas se resuelven de forma creativa, en red. Red es precisamente lo que no nos falta. Y capacidad para improvisar: ahí los latinos despuntamos por encima de la media. Tanto que todo es una pura improvisación y no nos bloquea. 

Adela Cortina. Foto: ESTRELLA JOVER

El domingo expira y Rafa le retira el barro de las patas a Noa antes de entrar en casa. Charla distraído y me pide que escriba en clave de esperanza mis artículos. Los miro desde el marco de la puerta y me percato de su entrega, de su amor, de la comunión que siente el uno con el otro. Me gusta saber que somos manada. Me digo que sí, que puedo ser optimista y dejo de atender sus palabras. Puedo ser lo que yo elija como hace todo el mundo a estas alturas. Ya que la realidad se empecina en mostrarse opaca, debemos elegir la versión que mejor acople a nuestro esfuerzo. Cada mañana encuentro el mismo ánimo en el equipo y no es terrible, a pesar del cansancio acumulado, a pesar de las horas extras que no nos pagarán, a pesar de que no cogeremos días en navidad porque ya no dejan. Hay una forma sencilla de estar con nuestros mayores en un parque o un banco al sol. Una forma práctica de abrigar a la niña para que no se enfríe en clase con las ventanas abiertas. Y una manera alegre de ponerse y quitarse y volverse a poner el mandil para visitar pacientes en casa. De acortar las visitas. De abrir sus ventanas. 

Rafa discurre mientras levanta cada pata del animal con delectación, con la misma que usaba después del baño con los niños. Y los ojos de la perra no son ya de otra especie: son mis bebés boca arriba sobre la toalla albornoz, felices de ser frotados por unas manos que son el límite de su mundo. A veces me percato de que la vida se da en estos entreactos, en las entregas discretas que se cuelan por una rendija, entre líneas, entre párrafos, entre bordes que se despegan. 

Puede que el mundo se acabe y yo no habré aprendido a vivir, me digo. No domino aún la lectura del subtexto. La vida o la derrota, el triunfo o el desamor se cuelan entre los nudos de acción cuando no estamos atentos, en el margen de la telaraña, en ese vacío que se estira desde una estación a la siguiente. Desayuno-comida-cena. El cabeceo de bueyes que no cesa. Un pase de guardia y una libranza y otro pase. Un trago de café y el siguiente.  

La perra se deja manipular sin resistencia, confía en el ritual, sabe que después viene la cena. Y sus ojos están atados a los míos a pesar de las pequeñas sacudidas que exige su cuerpo para mantener el equilibrio. Me habla. Me interpela. Dice que no soy tan distinta a ella. Me invita a cerrar mi perímetro alrededor de aquellos a los que quiero. Y a no aventurarme más lejos. 

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