En el colegio era ya un niño raro. Si mis compañeros querían ser de mayores bomberos, astronautas o futbolistas como Amancio, yo desea convertirme en banquero. Mientras ellos intercambiaban cromos de Gárate, Neeskens y Claramunt, yo coleccionaba recortes de prensa de López de Letona, Garnica y Botín.
Yo era un niño viejo, de esos criaturos que aspiran a tener siempre la razón. “Niño, ¿tú qué quieres ser de mayor?”. “Banquero”, contestaba muy serio y redicho. Los vecinos se reían de mis ocurrencias, pero a mí sus risas no me hacían ni puñetera gracia.
Quería dedicarme a la banca porque tenía, como se dice ahora, “compromiso de país”. Deseaba ser banquero para ayudar a las empresas a crear empleo y riqueza, banquero para fomentar el comercio exterior (el import-export, para entendernos), banquero para conceder préstamos hipotecarios y así hacer felices a las familias trabajadoras, banquero para consolidar la democracia financiando a los partidos políticos y sus costosísimas campañas electorales. Ellos sabrían cómo agradecérmelo después.
Con los años, mi admiración por la banca me llevó a cartearme con Mario Conde cuando él estaba preso en Alcalá-Meco. Como muchos jóvenes de los noventa, Conde era ejemplo de triunfador, y yo aspiraba a imitarlo abriéndome paso entre la beautiful people de entonces.
Me sentí un fracasado
Pero la vida tenía reservados otros planes para mí. De aspirar a ser banquero me quedé en periodista económico, oficio de los más aburridos del mundo. No me quejo, me dio para vivir, pero mi sueño era, insisto, ser banquero —o el premio menor de director de sucursal— y, como no alcancé ni lo uno ni lo otro, me sentí un fracasado.
En mis ratos libres de verano, en pueblos costeros donde nadie me conoce, mato el gusanillo ejerciendo de banquero a mi manera. Mi ocupación no es, exactamente, la de doña Ana Patricia ni la del señor Goirigolzarri; es otra cosa, como se verá, si continuáis leyendo este lúcido artículo.
Mi banco está en la plaza Doctor Fleming de Santa Pola. Es un banco de madera y hierro que ha perdido en parte su azul original. Está a la salida de un supermercado. Cada mañana ocupo mi banco vacío. Nadie se sienta en él. Hoy es el último lunes de agosto. Son las diez. Tengo por compañía a un mendigo sentado en otro banco de la plaza. Su edad es incierta; podría tener cuarenta años pero también cincuenta. Bebe una botella con tinto de verano y pide, de cuando en cuando, una limosna para café.
Prefiero venir a estas horas de la mañana, en que uno está a la sombra y a salvo del calor homicida. Como banquero alternativo y sostenible me gusta pulsar el mercado, adelantarme a los movimientos de los competidores. Se avecina otro Apocalipsis, según avisan los profetas de calamidades. Vuelve el brasero en un invierno de posguerra, dicen. Ni me inmuto cuando los leo. Viven de meter miedo.
Un cazador de tendencias
Vengo a este banco, decía, porque soy un cazador de tendencias. Tengo leído que los españoles están cambiando sus hábitos de compra por la crisis. Llenan sus cestas con menos productos y de peor calidad. Un banquero debe confirmar estas hipótesis. Lo que observo es que los clientes de este súper compran mucho pan y agua. La mayoría son ancianos. Delante de mí desfila un amplio catálogo de artículos ortopédicos: sillas de ruedas, bastones, garrotas, andadores y muletas. Muchos abuelos, sensibles a la pedagogía feminista, tiran del carro cuando salen con sus señoras de la tienda.
“Leo que los españoles están cambiando sus hábitos de compra por la crisis. Un banquero debe confirmar estas hipótesis”
España envejece y engorda. Hasta un ciego lo vería porque el personal viste muy ligero de ropa. Los cuerpos quedan demasiado expuestos a la vista, para mi gusto. Si estás gordo, mejor ir bien tapado. A los padres de la niña que se para a mi lado habría que exigirles que vigilen su dieta. Está muy gordita. Va acompañada de un hermano, que se zampa una porra, y de sus dos abuelos. La niña tendrá siete u ocho años. Viste muy bien conjuntada, con unos pantalones blancos, que hacen juego con una camiseta y sandalias rosas. Lleva pintadas las uñas de las manos y de los pies. Un color para cada dedito: naranja, rosa, amarillo… Y de su hombro derecho cuelga un bolso de plástico, de color violeta, en que debe de llevar el lápiz de labios.
Por extraño que parezca, juro haber visto sólo dos perros en una hora. Este hecho extraordinario merece ser consignado. Mientras sus amos compran, los perritos quedan atados a una papelera. Están bien educados: no ladran, sólo jadean.
Desde fuera observo las colas que se forman en las cajas. El cajero que tengo enfrente tiene cerca de sesenta años. Es buena noticia. A esta edad o más tempranas, uno es un trasto para las empresas. Sólo si eres banquero tienes el privilegio de jubilarte tarde porque, como tengo dicho, somos generadores de riqueza y felicidad.
La batalla perdida contra los tatuajes
Hay pocos clientes jóvenes. La muchachada duerme aún. Como era de temer, se divisan tatuajes pero menos de los esperados. En gente joven pero también en vejestorios. Hasta donde puede verse, los tatus se propagan en piernas y brazos. Los motivos son diversos, si bien predominan los del reino vegetal. La batalla por cuerpos sin mácula está perdida. Debemos ser realistas y admitir la derrota.
Sólo veo a dos personas con mascarilla. El virus se pondrá las botas en otoño, aunque no tanto como las farmacéuticas con la dosis de refuerzo. El mendigo da otro trago a su tinto de verano. El sol se come a la sombra. Comienza a hacer calor. Una mosca cojonera sobrevuela mis tobillos. La aparto a manotazos, pero vuelve la muy cabrona.
Es hora de irse. Por hoy tengo suficiente. Un empleado cambia el letrero de los horarios de domingo. Dejan de abrir por las tardes. Es el final del odioso verano. El mendigo me dice unas palabras que no entiendo. Tiene el rostro cruzado de tristeza y cansancio. Le saludo con la mano y me alejo de allí hasta el día siguiente.