VALÈNCIA. María Rosa Pallás no para de decir que tiene frío. Y eso que lleva abrigo, bufanda y gorro de lana. Y, la verdad, frío no hace, pero María Rosa está débil y eso se nota. Hace un año y medio le detectaron un cáncer de pulmón y le comunicaron a sus hijas que no iba a llegar a Navidad. "Pero, mira, aquí estoy, camino de mis segundas Navidades". Ya hace tiempo que se le cayó el pelo y asegura que suele ir calva por la vida, pero que ahora siempre tiene frío y alterna el gorro de lana, más práctico, con el sombrero de ala ancha, más elegante. Esta mañana -la del martes- ha recibido la carta que le concede la jubilación anticipada, a los 62 años, y ya está pensando que, cuando se cure, quiere escribir un libro, una obra de teatro.
Tiene buen aspecto. Y ganas de hablar, de contar su historia, la historia de una vida, su vida, marcada por la precocidad. Porque María Rosa empezó a trabajar con 12 años y después, ya de adulta, pasó muchos años en los que, como le decía el entonces concejal de Deportes del Ayuntamiento de Valencia Joserra García-Fuster, era jefa de día y vedette de noche. María Rosa en la oficina y Ross sobre el escenario.
María Rosa nació en València, pero le gusta decir que es de Bicorp, en la Canal de Navarrés, porque allí pasó los momentos felices: la Semana Santa, el verano, los fines de semana. Y ya se sabe que la patria de uno es donde pasó su infancia. Pero a los ocho años, su padre, que trabajaba en la marroquinería, se llevó a la familia a Barcelona porque iba a dirigir una fábrica de cuero en Sant Feliu de Llobregat.
El sueldo no daba para mucho y los hijos tuvieron que arrimar el hombro. Su primer trabajo fue en las oficinas de una empresa de cosmética. Al acabar la jornada laboral, en lugar de irse al instituto nocturno, se marchaba a la sede de la CNT para conspirar contra el régimen. "No tenía edad para votar pero ya estaba en la CNT. Estaba en la doble ilegalidad: la política y la de mi casa, que no tenían ni idea de lo que hacía. Me iba a la sede y volvía con los dedos azules del ciclostil -una máquina que se usaba para hacer copias de papel escrito- y les decía a mis padres que era porque había tenido dibujo. Era muy divertido. Solo tenía 13 años".
Nunca le tuvo miedo a nada. Y mucho menos al qué dirán. Por eso un año, en 1991, harta de que las mujeres fueran tratadas como adornos en las comisiones falleras, le echó un pulso a un hombre, ganó y salió elegida presidenta de la Falla Murillo-Palomar. "Fui la primera de la historia. Y antes, con mi tío, fundé la Falla Santa Cruz de Tenerife-Ángel de Alcázar. Antes de ser presidenta, estaban los hombres y, luego, la delegación femenina. Éramos las nenas, 'les xiquetes'. E hicimos la revolución. Protestamos y al final se tiraron los famosos papelitos rosas, que era donde ponían los nombres de las chicas. Todo muy retrógrado. Hasta que lideré el asalto al poder. Fue el último año de Clementina Ródenas. Porque luego las peleas las tuve con el 'Naranjito' (Vicente González Lizondo). Teníamos una visión de las Fallas totalmente distinta; él era de la vieja escuela, de los que pensaban que las mujeres solo estamos para hacer bonito".
Un día, un periodista le preguntó por un deseo. Y María Rosa, que nunca deja indiferente, le contestó que su deseo era que no le volvieran a llamar, que eso significaría que ya sería normal que las mujeres presidieran una falla. Aunque ahora, treinta años después, cae en la cuenta de que aún quedan conquistas pendientes, como que una mujer presida Junta Central Fallera.
María Rosa ha pedido que nos refugiemos del frío en el interior de un bar. Allí, mientras se toma un cortado calentito, nos taladra el cerebro la máquina de moler café y las tragaperras con su desesperante cantinela y la catarata de monedas. De vez en cuando, el camarero vacía el café a golpes. Todo muy 'chill'.
La de las Fallas no fue su única conquista. María Rosa Pallás también se convirtió en la primera mujer con mando en la Fundación Deportiva Municipal (FDM) y la primera directora de instalación. Porque después de trabajar en Hoechst, una empresa "con aeropuerto propio en su sede en Alemania", en la que entró con 14 años y la que le permitió trasladarse a València con 18, se presentó a las oposiciones de la FDM, las aprobó y entró. "Entonces estaba Ricard Pérez Casado y, de concejal, Antonio Ten, que lo dejó a mitad de legislatura y entró Paco Gandía, el de 'collons, quin gol ha fallat Caszely'".
Así, más o menos, cumplió uno de sus deseos, trabajar en algo relacionado con el deporte. A ella le hubiera gustado estudiar INEF, pero en su época estaba solo en Madrid y a su padre no le pareció bien que una chica se fuera sola a la gran ciudad.
También fantaseó con ser veterinaria. Porque su otra gran pasión en la vida son los animales. "Mi casa ha sido un zoo. Ahora solo tengo dos perras y un gato, pero he tenido una serpiente, tortugas, erizos, he criado a dos halcones... Se los encontró mi exmarido recién caídos del nido junto a la iglesia de Santa María Micaela; los saqué adelante y luego los llevé al Centro de Recuperación de Aves de El Saler. Era muy divertido. Yo me negaba a encerrar a un halcón. Quería fortalecerlos para que pudieran subsistir por sí mismos. Con los primeros me tuve que hacer un máster. Comían hígado y codornices que les compraba para que aprendieran a desgarrar".
Cuando se casó, le regaló una pitón a su marido. Ella, valencianista acérrima, tenía una tortuga a la que llamaba 'Aimar'. Y su esposo, que era del Real Madrid, le puso 'Iker' a la serpiente. "La broma vino cuando decidió ponerle el nombre de un jugador del Valencia CF a cada ratón que comprábamos para que comiera. Pero se murió la serpiente y no se comió ni uno. Y el último, que era un hámster, me lo que quedé yo y le puse 'Cañizares' de nombre".
No recuerda cuándo se casaron. Le suena, memoria de futbolera, que fue en 1979, el año que el Valencia CF le ganó la final de la Copa del Rey al Real Madrid. Pero tampoco está segura. Tuvieron dos hijas: Yésica y Andrea. "También les gustan los animales y Andrea y yo siempre decimos que si nos toca la lotería, montamos un santuario de animales". Andrea tiene 36 años, ha heredado la vena artística de su madre y parece ser que no se le da mal el baile. Y Yésica, la mayor, tiene 40 y, como ella en su día, es la actual secretaria del gerente de la FDM.
María Rosa hizo de todo en la FDM. Vivió el despertar del deporte en la ciudad, que, al principio, solo tenía dos instalaciones. "Y ninguna de las dos la llevábamos nosotros. La Hípica la llevaba un hombre y la Piscina de Valencia, Jesús Barrachina. Así que tuvimos que dotar de infraestructuras a la ciudad con cuatro instalaciones: El Saler, Benicalap, San Isidro y la Fuente de San Luis, que eran cuatro paredes". Primero estuvo como secretaria del gerente; luego, cuando lo despidieron, se la llevaron a Benicalap; un año y medio después se colocó como secretaria del jefe de personal. "Pero ni estaba ni se le esperaba, así que hacía yo sus funciones. Hasta que me cansé y les llevé a juicio. Lo gané, claro, y me convertí en la jefa de personal. Hasta que lo equipararon al jefe de instalación y, para huir del mal rollo que me rodeaba, me fui a Nazaret. Lo que era el Parque Sindical. Me comí toda la remodelación y la dejé como la instalación más utilizada de toda València. Abríamos a las siete y cerrábamos a la una de la noche porque yo entendía que si la gente sale de trabajar a las ocho, necesita tener un sitio para hacer deporte. Tenía muy claro que los funcionarios somos servidores públicos, y que eso es una responsabilidad".
Pero esa mujer había nacido artista y no le bastaba con la gestión. Desde pequeña era la que amenizaba las fiestas. Y con su hermano mayor, que es músico, montó en Barcelona un grupo al que llamaron Las Cinco Ilusiones. "Más cursi no podía ser. Ahí tenía 14 años. Nos llamaban para cantar en misa y sitios así. Hacíamos folk o country, que es lo que a mí me gusta".
Luego se casó y lo dejó. Hasta que Miguel Brass le convenció para actuar en Belle Epoque, el local de music-hall que tenía en la calle Cuba, muy cerca del túnel de Germanías. "Yo tenía 23 años y pensaba que ya era mayor, pero me convenció. Yo le debo mucho a Brass. Me enseñó el respeto por el escenario y algo que odiaba, que cada vez que sales de la escena, has de volver al escenario con otro vestuario. Por eso la gente se iba de bolo con una percha y yo parecía que me iba de casa".
María Rosa trabajó ocho años de cabaret para él. Primero en Belle Epoque y luego en salas como Le Paradís, Lady's, La Bohème, Los Molinos... "Era una vedette y si había que llevar pluma, llevaba pluma, y si había que llevar un maillot, llevaba un maillot". Su pasión por la actuación le obligó a cambiar el turno. Cantaba por la noche, trabajaba por la mañana y dormía por la tarde. "Hice polvo el Horno de los Borrachos. Y luego el Trina, donde llegué a comerme una fabada a las seis de la mañana. Porque, claro, yo comía a esa hora y cenaba a mediodía, antes de irme a dormir. Algunas noche me tenía que llevar a las niñas conmigo y dormían en el camerino. También he hecho teatro y llegué a trabajar con Juanito Navarro".
Hasta que llegó la crisis y las salas fueron cerrando una detrás de otra. Pero nunca se aburrió. Porque también fue directora de eventos y participó en la organización de sonados conciertos en el Palau Luis Puig. "La única persona a la que los Simple Minds firmaron un autógrafo fue a mi hija. Dijeron que no firmaban a nadie, pero cuando vieron que estaba embarazada me preguntaron si era niño o niña y que cómo lo iba a llamar. Así que Jim Kerr cogió y me firmó un autógrafo dedicado a Andrea. Tener ese trabajo me permitió conocer a gente muy interesante".
Uno de esos personajes que se convirtió en amigo fue Juan Antonio San Epifanio, Epi, uno de los mejores jugadores del baloncesto europeo en los 80. El alero montaba un espectáculo en la calle que se llamaba Streetball y así fue como conoció a María Rosa. Cuando venía a València, la llamaba y le decía: "Prepara comida, que voy a tu casa". No podían comer en un restaurante. "Era tan famoso que no podías ir por ahí con él. Epi me enseñó una frase preciosa: 'La fama debería tener horario'".
O Miguel Indurain, a quien le aguantó la bicicleta durante la hora y media que le costó ir desde el velódromo hasta el hotel, junto a la Feria de Valencia, sin parar de firmar autógrafos.
De unos tiene buen recuerdo y de otros no tanto. Sting es de los primeros y jamás olvidará que el cantante se acercó y le soltó: "Lo que hay en el backstage no es solo para mi banda: es para todos los que estáis trabajando aquí con nosotros". Un día, salió a comer con los trabajadores del Luis Puig. A la vuelta, entraron en el pabellón y vieron que Sting estaba haciendo la prueba de sonido. Se quedaron quietos para no molestar. Pero el británico les vio y les pidió que pasaran. "Y así fue como disfrutamos de un concierto de Sting para cinco personas".
No todos son así. María Rosa no ha olvidado el día que le despertaron a las cinco de la mañana porque Luis Miguel quería cambiar de hotel. Decía que le habían metido en una tumba porque las paredes de la habitación del Hotel María Victoria, en la calle de las Barcas, estaban forradas de tela. "Es insufrible. A Jesús Wolstein le costó el camerino dos millones de pesetas. Un valenciano había hecho los muebles de 'Dallas', aquella serie tan popular, y Luis Miguel exigió que hiciera también su camerino. Y luego, encima, ni lo pisó. Su 'road manager' era Alejandro Asensio, que es sobrino de Rafa Blanquer y le pedí a Rafa que le llamara porque el cantante no aparecía por allí. Luis Miguel me pidió que los trabajadores se fueran del velódromo. Y yo le contesté que si salía un solo trabajador, no volvía a entrar. Y que probara a hacer el concierto sin luz".
Los recuerdos le han iluminado la cara dentro de este bar de barrio lleno de ruidos molestos. Dice que aún recuerda el día que le dijeron que tenía cáncer. "Esa palabra, cáncer, se expande, llena toda la habitación y te ahoga. Pero luego lo piensas y dices, vale, pues vamos a luchar. Yo nunca voy a tirar la toalla. Si puede más que yo, pues la china para él. Tengo claro que uno nace con una bolsita de tiempo y nadie sabe cuánto tiene. La única certeza en esta vida es que te vas a morir y que la muerte forma parte de la vida. Yo no tengo miedo a morirme, tengo miedo a sufrir. Y mientras pueda, voy a pelear. Y encima estoy encantada con mi oncóloga y los oncólogos del Clínico y cómo te tratan. Te arropan, te ayudan, te sientes querido. Tienen mucha empatía con el enfermo. Y eso te lo pone más fácil", explica, agradecida, mientras habla sin tapujos del cáncer y de cómo bromea con sus hijas cuando toca sesión de quimio y les dice que se va a tomar el chupito de queimada.