Julio Jiménez dice que lleva 14 años con ese aspecto. Julio es un tipo peculiar que luce una calva sin un pelo y una barba frondosa con un bigote que termina con un caracolillo encerado. El resto es todo mucho más corriente. Hasta que entra en su restaurante, La Fondue, y se convierte en un señor con camisa blanca y pajarita negra. Un caballero que atiende las mesas con el oficio de quien lleva casi cuarenta años en el oficio. Porque tiene 47, pero a los ocho ya empezó a familiarizarse con las tareas de la hostelería. “A esa edad era el encargado de las tostadas”, cuenta Julio para explicar la tarea que le encargaban sus padres: cortar una rebanada de pan de molde en cuatro trozos, tostarla y quitarle la corteza. Luego, ya de adolescente, se puso a trabajar como camarero y, hace unos años, con su madre en retirada, cogió el volante de negocio y hasta hoy. “Aunque ya estoy deseando jubilarme. En 2030 lo dejo”.
El dueño del restaurante ha servido unas copas de fondillón Laudum Gran Reserva de 1988 para lubricar la tertulia. A Julio le gusta hablar, contar historias, recordar anécdotas y a veces, como a una oveja descarriada, hay que reconducirlo porque se va por las ramas. Antes de eso, en la entrada de la calle Serrano Morales, se ha fumado un cigarrillo. Un vicio que ha retomado después de 14 años para desespero de su mujer, que ha superado un cáncer de pulmón.
Julio nació en Londres, como su hermano mayor. Allí vivían sus padres, que son españoles pero se conocieron allí. Él, Jesús, trabajaba como alfarero en un pueblo de Toledo, pero cuando llegó el plástico se tuvo que buscar la vida. En ese momento el aeropuerto de Barajas buscaba trabajadores que supieran hablar inglés, así que aquel hombre se fue a Gran Bretaña a aprender el idioma. Primero a Edimburgo y después a Londres. Lo que iba a ser una breve estancia se convirtió, alimentada por los buenos sueldos y los aires de libertad que soplaban a orillas del Támesis, en un periodo de 16 años. Al principio conoció a Adela, la madre de Jesús, una mujer muy moderna para su tiempo, y juntos pasaron allí más de una década. Cuando el hijo mayor tenía ocho años y Julio, 15 meses entendieron que era el momento de volver a España y se mudaron a València.
Su padre hizo carrera como jefe de camareros en hoteles tan reputados como el Four Seasons. Aunque al llegar a València decidió abrir un bar en Benimaclet mucho más mundano. El Dami era un lugar donde la gente iba a comer bocadillos, patas de calamar rebozadas y patatas bravas con un tanque de cerveza al lado. Almuerzos a 30 pesetas. Si Julio utiliza 100 kilos de patatas al mes, su padre consumía 100 cada día. Benimaclet, en los años 70, no era el barrio medio bohemio que es hoy gracias a los estudiantes. Entonces era un pueblo donde la heroína causaba estragos. “De la edad de mi hermano (55) quedan muy pocos. La droga arrasó con todo”. A su madre no le gustó ese ambiente y forzó un movimiento que les llevó a quedarse un restaurante de fondue que había al lado de la plaza de Cánovas, mucho más próximo al barrio de Ruzafa, donde vivían.
Aunque Serrano Morales tampoco era la zona pija que es ahora. “La gente no lo sabe pero esta era una zona de almacenes de ferretería, baterías de coche y cosas así. Pero todo ese negocio industrial lo sacaron de la ciudad y los dueños de los locales, de la noche a la mañana, multiplicaron los precios del alquiler por diez. Después de esa subida, en 2010, Julio, que ya era el dueño del restaurante, decidió jugársela: dejó el número 11 y compro la planta baja contigua, la del número 9. Esa será su jubilación cuando deje de trabajar y cierre La Fondue en los próximos años.
La Fondue, al principio, era de otros dueños que lo abrieron en 1977 y lo dejaron para abrir Gargantúa. El negocio se lo quedaron los camareros, que casi lo llevan a la ruina. A principios de los 80, los padres de Julio decidieron quedárselo para escapar de Benimaclet. La familia aún tenía muy presente el recuerdo inglés y por las mañanas desayunaban huevos, bacon y alubias. Cenaban a las cinco y media, y a las diez estaban en la cama. En el restaurante, los clientes miraban a aquella mujer rubia de ojos claros y daban por hecho que era francesa y el motivo de que sirvieran la fondue, esa olla con aceite hirviendo para freír la carne o rellena de queso derretido. La fondue, al menos entonces, en los 80, era una rareza en la recién estrenada democracia de España, un país donde la gente viajaba al extranjero mucho menos. Pero ese plato, el plato nacional de Suiza, ya lo tenían en la carta que se encontraron y el padre de Julio, además, ya lo conocía porque en Londres trabajó en un restaurante suizo.
“Mi padre no era cocinero, era un tío que captaba muy rápido todo y al final decidió meterse en la cocina y dejar a mi madre en la sala, aunque salía a hacer el steak tartare a la mesa. A la carta le fue quitando cosas y nos quedamos con la especialidad. Así que es un restaurante de casi 50 años y nosotros llevamos unos 40. Siempre lo mismo. Toda la familia hemos pasado por aquí y ahora solo quedo yo”, resume rápidamente Julio, que dirige el restaurante desde 2007.
Otra curiosidad es que, además de ese restaurante que tenía la peculiaridad de tener fondue en su carta, al otro lado de la Gran Vía, había otro restaurante, llevado también por una familia, que hacía exactamente lo mismo. Era Au Piano Vert. “Hace poco estuvieron aquí los hijos, era la primera vez que venían. Antes te podías dedicar a lo mismo y no pasaba nada. Ellos nunca hablaron mal de la competencia ni nosotros hablamos mal de ellos. Había suficiente para los dos y fue una competencia leal marcada por el respeto”.
Dos familias consagradas a un restaurante de cocina alpina. En La Fondue trabajaban todos: padres e hijos. Los dos hermanos trabajaron allí desde pequeños. Los fines de semana, cuando llegaban clientes con niños, Adela le mandaba a Jesús que cogiera unos juguetes y se pusiera a entretenerlos. “No hemos salido de aquí. Mi madre nos iba dando trabajitos. Luego nos pagaban con entradas para ir al cine siempre que quisiéramos. Limpiabas los vasos, secabas los pinchos y los cubiertos, barrías… Y cuidaba de los niños de los clientes. Lo bonito es que esos niños vienen ahora como clientes”.
Julio rellena la copas de fondillón. De fondo, casi imperceptible, suena una música jazz que marida perfectamente con la iluminación y la decoración de la sala, muy sobria. En uno de los fondos, sobre un mueble, hay un ejemplar de ‘Astérix en Helvecia’, que tiene a los protagonistas de Uderzo y Goscinny en la portada junto a un queso enorme. “Lo tengo porque es un recuerdo que identifica enseguida la gente de mi generación y porque cuenta la historia de la fondue”.
El restaurante tiene ahora unos horarios más estrictos. Pero al principio, cuando Julio y su hermano eran unos niños, aquello era un desmadre. “En aquella época un cliente se podía levantar de la mesa a las tres y media de la madrugada”. Entonces recibían a muchos ingenieros de la Ford. “Era gente que no hablaba español y que le gustaba ir a sitios donde les entendieran en inglés. Al principio solo había dos hoteles de cinco estrellas: el Monte Picayo y el Sidi Saler. Luego abrieron el Palace, que está muy cerca, y empezaron a venir aquí”.
Julio nunca salió de La Fondue. “Mi mujer dice que la engañé, que yo estaba casado con un restaurante y que luego me casé con ella. Ella es funcionaria”. No ha tenido tiempo para muchas aficiones. Solo el billar. Primero en los bares y, después, en un club privado, Pool Valencia, que está a la entrada del polígono Vara de Quart. Poco más. De joven le gustaba jugar al fútbol, pero su madre se lo dejó muy claro un día: si se lesionaba, no podría trabajar y dejaría el negocio con uno menos. Así que ha echado horas y más horas allá dentro, en una sala donde no entra la luz natural y donde no para de sonar la música de fondo. Un lugar donde no pasa el tiempo. Su única alegría es la conversación con los clientes, que le sacan del tedio y la rutina.
A veces también pasan cosas extraordinarias. Tres veces ha roto aguas allí dentro una clienta. Y muchas más ha visto Julio a algún joven hincar la rodilla, abrir una cajita y pedirle matrimonio a su pareja. “Este es un restaurante considerado romántico. En enero ya están reservadas todas las mesas para el día de san Valentín”. Pero lo que mandan son las familias. Casi todas las mesas están ocupadas por alguna familia.
En La Fondue no son tan puristas como en la paella. “A mí lo que más me molesta es ver a los clientes pedir un cubito de hielo para el vino blanco o el cava. Es algo que se está poniendo de moda, sobre todo entre las damas, aunque yo, por respeto, nunca digo nada”. No tiene queja. “Mi madre siempre decía que tenemos los mejores clientes del mundo. Suele venir gente educada y solo he tenido que sacar la tarjeta roja y expulsar a alguien dos o tres veces en mi vida”.
Si un día irrumpe un cliente maleducado, Julio le pide al camarero que se lo deje a él. Entonces se acerca respetuosamente a la mesa y le suelta: “Esta hablando con el CEO y el feo de La Fondue”. Una broma que suele aligerar la tensión. Por lo demás, apostar por lo que funciona desde hace décadas. Ellos trabajan con tres tipos de quesos: emmental, gruyere y gorgonzola. Los dos primeros son básicos y el tercero es el que le da el toque de la casa.
“Nosotros ponemos menos alcohol porque mi padre notó que el que había tomado fondue era porque su familia había sido emigrante o porque había ido a esquiar. Hacía frío y se agradecía que llevara alcohol para que subiera el calorcito en el cuerpo, que se conseguía con vino blanco y el kirsch, que es un licor de cereza. A muchos españoles les parecía demasiado fuerte y aquí mi padre se lo hacía mucho más suave, con queso, pimienta, nuez moscada, ajo, sal y un toquecito de kirsch o vino blanco. Y también nos pasa al revés: clientes suizos o alemanes que me piden el pelotazo entero”.
Él se reserva para ocasiones especiales. Como el día que tienen que despedir a un compañero. Ese día esperan al cierre, ponen la mesa y sacan las ollas humeantes. Se nota que a Julio le gusta su oficio, aunque más que trabajar, le gusta descansar. “Estoy loco por jubilarme”, dispara a bocajarro. No tiene hijos, así que el día que él baje la persiana se perderá un clásico de la ciudad, el lugar donde ir a comerse una verdadera fondue.