Durante muchos años fue la moral conservadora católica la que puso los límites de lo correcto: la que decidía qué se podía pensar, decir públicamente e incluso, en algunos casos, hacer. Hoy, curiosamente, la tortilla se ha dado la vuelta y es la izquierda progresista la que controla qué está bien y qué no lo está, lo que cabe en un chiste y lo que no cabe. Por desgracia, a veces con excesivo celo y sobreprotección paternalista.
Si bien es cierto que la derecha (el liberalismo) ganó la batalla en el terreno económico, muchísimas de las ideas y reivindicaciones de la izquierda se colaron en el terreno de los valores: igualdad, respeto a la diferencia, reivindicación de las diferentes identidades. Podríamos decir que el modelo actual de los países socialdemócratas es una mezcla entre la libertad y el individualismo de la derecha y los programas de bienestar social defendidos por la izquierda. Económicamente ganó —con matices— el programa liberal, pero en lo cultural es la izquierda la que, desde los años 60 —lentamente pero de manera efectiva— convenció con sus ideas a la ciudadanía, hasta hacerlas mainstream. Hoy día el feminismo, el respeto a la diversidad o la igualdad de derechos son moneda común. El capitalismo, que todo lo fagocita, ha integrado las diferentes identidades individuales y colectivas como nuevos nichos de mercado: nuevos compradores en potencia. Mujeres empoderadas, parejas gays, inmigrantes o creyentes de religiones minoritarias forman parte del paisaje de los anuncios, las series, las noticias o las películas. Y hasta ahí todo bien: derechos y respeto para todos sin salirnos de la foto…
Como bien explica el ensayo de Ángela Nagle Muerte a los normies (Orciny Press 2018), el problema empieza cuando la izquierda, en nombre de estos valores, se comporta con autoritarismo y cerrazón, reaccionando con neurosis ante todo lo que huela a conservadurismo. Cuando la izquierda progresista se convierte en lo que siempre ha combatido y, sin una pizca de autocrítica, se erige en Verdad sin fisuras. Cuando se censura en nombre de altos ideales sin darse cuenta de que la censura es siempre censura.
La contracultura fue la forma en que estos valores se opusieron al conservadurismo imperante y fueron calando en la sociedad. Mediante la transgresión, la sátira, la irreverencia y el inconformismo lucharon por la liberación de los tabúes morales, la libertad de pensamiento y los privilegios de clase. Hoy en día, curiosamente, es la derecha la que utiliza estos métodos contraculturales para oponerse al corsé de lo políticamente correcto.
Solo debemos observar cómo el desnudo y la pornografía, por ejemplo, fueron utilizados desde los años 60 (en realidad desde el Marqués de Sade e incluso antes) como forma de romper con los estrechos límites de la moral sexual cristiana. Hoy día es Forocoches quien utiliza la pornografía y el exabrupto sexual, para escándalo de la izquierda. Los Sex Pistols usaban la esvástica como forma de escandalizar a la burguesía acomodada. Hoy día la esvástica es de nuevo usada por grupos de haters de internet o nostálgicos del franquismo. Y como pasó con el punk, muchos de ellos solo la usan porque saben el rechazo que produce, como elemento estético que utilizan para incomodar. Los niños malos de derechas como Herman Terstch, Álvaro Ojeda, Salvador Sostres, Federico Losantos, etc. lo que buscan es provocar, escandalizar, atacar la corrección política… Sus transgresiones contra el poder y la moral imperante utilizan las mismas técnicas que los hippies, los punks o la movida madrileña, solo que hoy día los valores progresistas han triunfado y la contracultura, por tanto, ya no es de izquierdas sino de derechas. La política también se ha dado cuenta de que la transgresión, el ataque frontal a un sistema lleno de ciudadanos descontentos, puede dar rédito político (Trump, Bolsonaro, Vox…).
La buena noticia —al menos para mí— es que los valores progresistas triunfaron.
La mala es que todo lo que triunfa se acomoda, se erige en pensamiento único, deja de admitir los matices, reacciona excesivamente ante las críticas… y entonces surgen esas voces polémicas, transgresoras, iconoclastas, incómodas que pongan en entredicho los límites de lo que se puede y no se puede decir, hacer y pensar. Y, por desgracia, entre estas voces se cuelan energúmenos con más ganas de ofender que de abrir la mente.
Los progresistas no pueden convertirse en curitas defendiendo con celo y cerrazón sus ideas, porque esto sería contraproducente para su lucha, provocando reacción. ¿Y si nos paramos a tomar aire, a disfrutar de los triunfos sociales obtenidos y, sin bajar la guardia, nos relajamos un poquito?
Britney Spears tiene los días contados. Hemos de decir adiós a su música y sus caderas. El Gobierno puritano de izquierdas la prohibirá, como tantas otras cosas. Son tiempos de censura e intimidación