Un cómic francés recuerda a unos niños que tuvieron que escapar de un campamento a las afueras de Leningrado donde estaban protegidos de la guerra, precisamente, porque les alcanzó el conflicto. La obra, como la Masacre ven y mira de Elem Klimov, refleja la visión infantil de un conflicto sin sentido y extremadamente cruel. El paso de los años ha demostrado que la guerra como política es absolutamente innecesaria, aunque no deja de reproducirse una y otra vez, aunque sea de manera incruenta.
VALÈNCIA. En el 40 aniversario de la victoria de los aliados sobre el III Reich el gran director soviético Elem Klimov filmó Masacre: Ven y mira. No era una película al uso sobre la II Guerra Mundial. Trataba de las masacres indiscriminadas que los nazis perpetraron en Bielorrusia, país que está de actualidad, pero vistas por un niño. Recurriendo a simbolismos, el director soviético retrató con maestría el áspero paso de la infancia ignorante a la edad adulta, absurda, en plena barbarie. Si ya de por sí la II Guerra Mundial carecía de sentido ninguno, exactamente el mismo poco sentido que la Gran Guerra, ante la mirada de un niño este conflicto parecía todavía más estúpido y anormal.
Los cómics sobre la II Guerra Mundial también son abundantes y, de un tiempo a esta parte, también lo son los que se introducen en el totalitarismo soviético. La obra The Lions of Leningrad, por otra cosa no, pero por abordar la tragedia que vivió esa ciudad desde la óptica de los niños, merece ser tenida en cuenta. Representa unas gotas de originalidad en un océano de lugares comunes y dame-lo-que-ya-conozco-para-que-me-parezca-bueno-por-confirmación. Perdonen el engendro con los guiones, pero es que es el secreto comercial del negocio cultural en la inmensa mayoría de sus facetas.
Escrita por Jean-Claude Van Rijckeghem y dibujada por Thomas Du Caju, originalmente publicada en francés por Dupuis/Zéphyr el año pasado, ahora ha sido lanzada en Europe Comics en inglés, que es un idioma más asequible. La historia es más propia de un público infantil o juvenil, voluntaria o involuntariamente, por el maniqueísmo que maneja, pero también porque es una historia de chavales.
Se trata de un grupo de leningrandenses que van a un campamento de verano. Responden a todos los perfiles, como es habitual, el del hijo del camarada del partido bien situado, el que proviene de un defenestrado y, entre todos ellos, Anka, hija de un músico, que media entre todos ellos mientras descubren dos aspectos de la vida tan contrapuestos como pueden ser la guerra y el primer amor.
La irrealidad forma parte del relato, pero cómo no iba a hacerlo si se trata de moñacos. Cuando roban un carro de combate alemán y se meten todos dentro con su bandera de la URSS para que no les echen pepinos los suyos me pareció una escena muy cinematográfica. Realmente divertida y original. Hay que tener en cuenta que nada más empezar, tenemos una de las famosas peleas entre pandillas de las que se estilaban en Rusia antes de la llegada del balón, que puso orden y reglas a la testosterona de los que no heredan cátedras.
En ese aspecto, rechina por completo que un equipo sea soviético y el otro zarista. Es algo que no se hubiese permitido casi ni en el teatro sin una revisión escrupulosa del texto. Son detalles que muestran lo naif que pueden ser los creadores de la Europa occidental que con tanto entusiasmo se están aficionando a relatar historias que transcurren en el desaparecido mundo comunista que solo conocen por cuarto libros y películas mal contados.
El argumento transcurre a partir de que ese grupo de niños es evacuado de la ciudad a un campamento para no sufrir los bombardeos, pero precisamente eso es lo que se encuentran. Tras la aventura de escapar por sus propios medios, cruzar las líneas alemanas, etcétera, y llegar de vuelta hasta su ciudad, se encuentran con más bombardeos y, además, el estalinismo. Esa es la gracia para los chavales. Aunque sea desde una negligencia histórica importante, transmite la idea de que la realidad ¿quién podía sobrevivir en el estalinsimo? Todavía no hay respuestas a esa pregunta porque la represión fue terriblemente aleatoria. En el nazismo te ponían en el pecho el motivo por el que morías. Para algunos académicos esa fue la diferencia entre los millones de muertos de cada sistema.
Eso nos lleva a preguntarnos qué tipos represiones son más abyectas y la respuesta es: pues que lo piensen los chavales, que a ellos les pertenece el mundo que venga. Yo ya estoy muy cansado y desmoralizado como para hablar de nada.
A mí lo que me gustan son esas imágenes locuelas de este tebeo en las que los chavales cruzan las líneas alemanas. Solo hubieran faltado los soldados de la División Azul, que por ahí anduvieron tiempo después, colaborando en la extinción del ser humano en nombre del fascismo en Leningrado. Estos protagonistas, al final, no dejan de ser unos niños que crecieron como amigos pese a las diferencias en las que se vieron inmersos por los estúpidos adultos que les rodeaban y dominaban con sus dogmas. Por ahí va bien la historia
Sin embargo, nada de eso quita que haya buena parte de argumento con vicios occidentales, como el violinista que se niega a dejar de tocar música alemana, aunque odie a los nazis que están arrasando su país. Son querencias cinematográficas que aquí solo podemos calificar de waltrapas, hablando mal y pronto. Las vivencias de la gente que sobrevivió a ese cerco, tamaña masacre, no fueron tan oportunas. O mejor dicho en este caso, oportunistas. Veremos cómo sigue. La guerra forma parte de las sociedades. Es un hecho. Ya sea en su vertiente asesina o en la falaz, la guerra incruenta de nuestros días.