VALÈNCIA. Cuando el conocimiento es demasiado avanzado para el saber común, la ciencia —y la tecnología— pasan por magia, es decir: por fenómenos producto de la intervención de seres o fuerzas sobrenaturales. La magia se encarga de rellenar con indulgencia los asombrados huecos de nuestra ignorancia. Bien es cierto que casi nadie superaría un examen en el que se le pidiese un párrafo explicando el funcionamiento, más o menos, de un televisor, una radio, un microondas o una nevera: en este caso la costumbre y el sabernos rodeados de gente que sí lo entiende se encarga de liquidar el factor mágico, por no hablar, claro, del disponer de las explicaciones al alcance de nuestro dedo, y del tiempo suficiente para ver un vídeo de un canal divulgativo de los miles, si no más, que existen en YouTube. El factor mágico, sin embargo, es obstinado, y se agarra a las meninges de nuestra especie, donde aguarda para salir a respirar en cuanto tiene la ocasión en forma de superstición, creencia o pensamiento conspiranoico delirante. Quizás ya no creamos que dentro de la tele hay un señor pequeñito, pero sí que todo lo que nos ocurre es obra de una mano negra supranacional con capacidad para manipular incontables variantes, voluntades, pasiones y testarudeces con el objetivo de que se cumpla su hoja de ruta, que puede tener que ver con un nuevo orden mundial —razonable hasta cierto punto—, con perversos apetitos sexuales, caníbales y pizzerías —para más información, Pizzagate o QAnon—, con el apocalipsis, o con pactos secretos con los extraterrestres. El porqué de lo que nos sucede es una cuestión compleja, seguramente irresoluble, que además viene sin manual de instrucciones en pdf; es mucho más sencillo pensar en un concilio de hombres de negro —suelen ser hombres— que hacen y deshacen alrededor de una gran mesa artúrica en una estancia con símbolos de órdenes y logias de leyenda.
A esto es a lo que se le llama el reencantamiento del mundo: pensábamos que la ciencia nos ayudaría a salir de las tinieblas del oscurantismo religioso y mágico, y en parte sí, pero también ha provocado un efecto rebote como el de las dietas más estrictas; el mundo se ha vuelto tan complejo y algunas verdades tan abrumadoras —casi cualquier concepto común en la física de las últimas diez décadas—, que la magia ha crecido a la sombra del progreso científico como un hongo oportunista, apropiándose incluso de su terminología para arrogarse rigor, hasta el punto de que lo cuántico se utiliza a la ligera, se mezcla con los chakras, y se promete como una suerte de espiritualidad al alcance de chamanes de curso a distancia y lámpara de lava y pirámide en el escritorio. Esta es una forma nefasta de unir ciencia y magia. En las antípodas del espectro, en la forma sensacional de unir ciencia y magia, se encuentra El lunes empieza el sábado, novela inteligentísima de los hermanos Strugatski, Arkadi y Borís, que publica Gigamesh con traducción de Raquel Marqués García. En ella seguimos los pasos del programador Sasha Priválov, quien de forma accidental, y tras ser testigo de desconcertantes situaciones que implican lucios parlantes, monedas que siempre vuelven al bolsillo, apariciones o casas de ancianas que se levantan y corren sobre patas de gallina, acaba entrando a formar parte de una misteriosa organización en la que convive la ciencia más avanzada con la magia y con los personajes fantásticos de la mitología y de los cuentos para niños de lo que aquí llamamos el Este. La misión de este instituto explosivo y entrañable, que por cierto, se diría que fue la fuente de inspiración de la Agencia de Investigación y Defensa Paranormal (BPRD) de Hellboy, es, por otro lado y por suerte, diferente a lo que esperaríamos desde nuestra realidad exhausta de tanta violencia y afán de dominio: los investigadores del instituto trabajan en pos no de la guerra, sino principalmente de la verdad y de la felicidad, y lo hacen pese a las rígidas disposiciones de una administración de acero.
Para ello cuentan, en estas instalaciones que se esconden tras una fachada-ilusión óptica, con el extraordinario sentido del humor de los autores de la novela, los brillantes hermanos Strugatski; con una librería que se mide por verstas y a cuyo final es de suponer que nadie haya llegado, con expertos en ramas del conocimiento como la magia matemática de la talla del doctor JP Extémporov, con seres prodigiosos como domovóis o hecantóquiros, e incluso con demonios científicos invocados originalmente a modo de experimento mental para explicar la segunda ley de la termodinámica, que aquí se han convertido en holgazanes dados al juego: “En la bruma fosforescente se vislumbraban dos macrodemonios de Maxwell. Jugaban al más estocástico de los juegos: las chapas. Todo el tiempo libre lo dedicaban a eso. Eran enormes, lánguidos, indescriptiblemente absurdos, igualitos a una colonia de virus de la poliomelitis vista por microscopio electrónico, pero vestidos con libreas gastadas. Como corresponde a los demonios de Maxwell, toda la vida se dedicaban a abrir y cerrar puertas. Eran ejemplares bien adiestrados, pero uno, el que controlaba la salida y tenía ya edad de jubilarse (comparable a la edad de la galaxia), de vez en cuando chocheaba y se ponía a hacer tonterías. Entonces alguien del Servicio Técnico se enfundaba una escafandra, entraba en la portería llena de argón comprimido y lo devolvía a sus cabales”. Bravo. Por no hablar del pasaje en el que se detalla cómo el instituto obtiene energía gracias al movimiento de la Rueda de la Fortuna, un molino universal, cósmico, tan monstruoso —monstruoso es quedarse corto—, que la fracción de él que pueden ver es a efectos prácticos una cinta transportadora horizontal. Maravillosamente ingenioso. Este libro contiene todo lo que uno desearía que contuviese un libro, y además una lucidez bondadosa tan poco habitual que parece magia (pero no lo es).