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BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO / OPINIÓN

Médicos a la fuga y los músicos del Titanic

Foto: EFE/PEDRO PUENTE HOYO
25/11/2022 - 

Mi madre y yo de camino a la tienda de bicis. En la mediana de Primado Reig, los cactus atrapan nuestra mirada e interrumpimos la charla. Qué barbaridad, hija, pero si no me había fijado, son gigantes. Le digo que yo sí, que me encanta ver cómo aguantan entre seis carriles, que cómo pueden ser tan esbeltos. Ella no responde aún, está midiendo con los ojos la talla de la pita. Nada, dice al fin, ¿qué van a hacer? No pueden irse.

El mundo se me cae en ese instante, se estrella delante de mí como un meteorito. No pueden irse. Examino el tronco verde y festoneado, absurdamente quieto, las púas inútiles entre el asfalto, mis antebrazos, los puños que empujan mi manillar, el suave avance de las ruedas. No pueden irse y yo sí, yo podría irme sin embargo sigo aquí, ¿o soy como esos cactus? Crezco indolente y atosigada entre tubos de escape, la polución me baña por fuera y por dentro pero sonrío, sigo, no me detengo, sólo busco el sol para que mi fotosíntesis no se pare.

Pocas semanas después dejo el hospital y pido una excedencia. Quiero conocer qué es de mí en otros mundos, investigar otra manera de ser persona, hija, madre, compañera, psiquiatra. No puedo respirar más partículas. Engroso la lista de los médicos a la fuga, los médicos que dejamos la sanidad pública porque no tenemos dónde agarrarnos desde que la pandemia ha hecho de la jornada un Titanic escorado en vertical. Como los músicos del famoso trasatlántico, hemos conjurado el miedo y la fatiga haciendo lo que sabemos hacer, o sea, trabajando sin resuello. Pero este año muchos nos vamos. Lo más duro es para los que se quedan, los músicos que cierran los ojos y repasan su melodía, marcan sus acordes, siguen ladeando con ritmo la cabeza. Los admiro, son como madres heroicas de posguerra: hacen lo que pueden con lo que tienen. No todos pueden irse y no hay sustituto fácil para cada vacante; nos vamos con culpa, el abandono en que dejamos a nuestros pacientes nos cala muy adentro, multiplicamos la presión de los compañeros, las plantas y las consultas se vacían y la demanda se multiplica, por lo que se crea un bucle y las dimisiones no llevan rumbo de parar, ¿qué ha pasado para que se llegue a esto?

El problema no sólo es nacional, sino que se replica en todo el globo. En Madrid cobra tintes grotescos, pero en cada comunidad se nos cae la cosa pública desde la crisis del ladrillo e incluso antes. El Royal College inglés ha recogido estos años cifras récord de facultativos que solicitan jubilaciones anticipadas, renuncias, permisos. En Alemania y en Francia se frotan las manos cuando ven llegar aspirantes españoles, en Portugal lo mismo (la enfermería española es especialmente golosa porque es técnicamente impecable y tiene talante mediterráneo, calor, cercanía). Sólo ahora que los madrileños han salido a la calle a denunciar el desmantelamiento de su atención primaria ya lo sabe todo dios, pero en otras zonas del país el desgaste era ya crónico a distintas velocidades. Solo este mes, Madrid acaba de perder 25 médicos de urgencias con el plan suicida de Ayuso, Baleares lleva más de una centena en lo que va de año y son 18 000 en la última década que han pedido homologación de título para marchar fuera. Los catalanes cruzan la frontera y en Extremadura igual; no quedan médicos, ni enfermeros, ni sanitarios suficientes para cubrir huecos. No los hay porque hemos sido el “petróleo barato” que permitía el sistema sanitario más eficiente del mundo. Sanitarios low cost, imposibles ya de contentar sólo con promesas y aplausos.

Foto: GVA

Irse no es fácil, significa darle la patada a la estabilidad de un contrato (quien lo tiene) y al gozo de conocer lo que les pasa a nuestros pacientes con sólo mirarlos. Pero algunos no queremos volver al lorazepam ni tampoco acabar convertidos en el saco de boxeo de nuestros políticos, como les ha pasado a los madrileños.

La metáfora del petróleo barato no es mía, sino del maestro Juan Simó, médico de familia navarro que lleva años escudriñando estadísticas para denunciar una planificación nefasta y un ninguneo letal con lo que venimos aguantando. Señala que sí, que tenemos más médicos que nunca y que hay quien sí los encuentra y es en los hospitales privados. Ha bautizado como “descremado sociológico” el desmantelamiento de la atención primaria y ya habla de metástasis de este mal en los hospitales. Para la pública, por tanto, no hay médicos porque nadie ha pensado que vivimos de algo más que vocación. No hay médicos porque a falta de tiempo para sentir dominio y humanidad se nos vacía el alma y no podemos ejercer el oficio sin ella. Nunca hemos ido detrás del dinero sino del ideal de servicio: no hay salario que nos pueda seducir si no nos dan tiempo y medios mínimos. En definitiva, muchas jubilaciones se avecinan y tenemos más facultades que nadie pero no retenemos el talento (cada uno que formamos aquí supone una inversión de 300 000 euros).

Estos días veo la marea blanca madrileña en todas las portadas y no dejo de preguntarme por qué no hicimos antes y mejor esta denuncia, por qué no hablamos mejor y más fuerte. Llevo veinte años trabajando y sólo he conocido la indefensión aprendida, el maltrato normalizado, el ya sabes que esto va así, aguanta que al menos te gusta lo que haces. No somos un gremio dado a la reivindicación, cuando los de riesgos laborales reparten encuestas de estrés socioemocional, los facultativos somos los que las dejamos en blanco: tenemos demasiado trabajo para andar con filigranas. Pero sólo los colegas griegos cobran menos que nosotros y la precariedad en los contratos es aquí la norma; durante décadas envidié a los controladores aéreos, los transportistas, los empleados de basuras de este país porque podían hacer huelga sin jugar con la vida de la gente.

Ahora quizá lleguemos tarde para exigir cambios. Todo el mundo parece inflamable y especialmente (y con razón) los pacientes. A ambos lados de la mesa se dirimen tensiones, amenazas, insultos. En el colegio de médicos hay un abogado que asesora a facultativos víctimas de ello y el mes pasado se anunció un curso de defensa personal porque las agresiones se disparan (había que acudir con ropa cómoda al curso, sentí una sacudida al leerlo).

Me he ido temporalmente, no soy un cactus; he dejado el lugar donde me había autoplantado. Una de las tareas de la existencia es dar con esa pequeña veta de libertad que se esconde en algún sitio (pequeña, sí, este es un terrible descubrimiento de hacerse mayor) y desarrollarla. Pero me voy con la vista puesta en lo que dejo atrás. Los coreanos y los taiwaneses han montado campañas de recaptación de facultativos, ¿cómo? Ofreciendo lo que pedimos.

Acudo a despedirme de los colegas y me entregan dos cajas de carpetas y agendas que han llenado al vaciar mi consulta. Los libros os los podéis quedar, les digo, lo demás que vaya a la papelera. Me tomo un rato largo para ver si hay algo rescatable y me estremece comprobar la ilusión que me mantenía en pie: planes, listados, sesiones y propuestas a gerencia. Vivía de imaginar que la cosa podía enderezarse, pero una agenda con más de veinte pacientes al día me aplastaba, me amordazaba, estaba cerca de convertirme en una regañona desapegada, una cascarrabias o, lo que es peor, una médica que odiase a sus pacientes, especialmente cuando se ponían enfermos (o sea, cuando me enfrentaban a mi impotencia). 

No podemos irnos del lugar donde nos plantaron sin sufrir daños en alguna raíz. Me trasplanto pero no sin dolor, tampoco sin esperanza. Dar con la genuina esencia de quién es uno y aceptar que no se parece al que ven los otros, al que ve uno mismo, es sanador. Mi trabajo con las personas de mi consulta se centra en esto y soy buena, lo soy porque yo misma no he dado mi búsqueda por terminada. No soy una mera etiquetadora de personas ni una dealer de psicofármacos en cinco minutos. Ofrezco itinerarios por uno mismo con la solicitud de una guía turística, los conozco, los he recorrido, sigo encontrando senderos hermosos y callejones sin salida. Por eso me tengo que ir una temporada, cruzar los dedos para que escampe el temporal, encontrar lo que queda vivo en mí, lo que queda de humano, debajo de una médica exhausta, porque no he dejado ni un minuto de querer mi trabajo.

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