Los protagonista de esta historia no se llaman José Gloria, Julio Colomer, Alejandro Platero, Vicente Patiño, Román Navarro ni Enrique Medina. Son un poco más pequeños y el delantal les queda algo más grande. Con motivo del 19 de marzo, hablamos de las personas que cambiaron la vida de estos cocineros
VALÈNCIA. El cocinero es el hombre que todo lo puede, incluso la paternidad. Aunque a los chefs se les presuponga una vida dedicada al restaurante, con largas jornadas entre fogones, y otras tantas de gestión del negocio, algunos deciden formar una familia. Y entonces todo cambia, empezando por las prioridades. Cuando tu hija se cuela en la cocina y amenaza con poner la mano en el fuego, da igual que se queme el sofrito; si tu hijo está enfermo y hay que llevarlo al hospital, otro atenderá esa mesa de diez. Ejercer de padre abnegado no está reñido con perseguir la excelencia profesional -que se lo pregunten a las madres-.
Algunos de los mejores cocineros de Valencia son padres, y todos coinciden en que el ingrediente cambia la receta. Ahora tienen menos tiempo y más responsabilidades; también son más felices. Han entendido la importancia de conciliar el ámbito personal y laboral, por lo que tratan de fomentar el bienestar de los trabajadores en sus restaurantes. Y quieren que sus hijos amen la comida, así que les dejan colarse por detrás de la barra, meter las manos en la masa y probar los platos de cuchara. Ni clientes exigentes ni críticos de la Michelin: la mayor satisfacción está en la sonrisa de sus hijos cuando disfrutan con el guiso.
El alumbramiento de Carmen tuvo lugar al mismo tiempo que el de Casa Amores, por lo que estamos hablando de mellizos. A José Gloria, que por entonces solo conocía la paternidad de Taquería La Llorona, la vida le regaló de golpe una niña y dos restaurantes. “Yo no quería ser padre, pero le agradezco a mi esposa que fuera tan insistente, porque gracias a ella ahora tenemos esta maravilla de nena”, bromea el mexicano. Fue la primera vez que abandonó un servicio a medias: cuando su mujer se puso de parto.
Desde entonces han pasado dos años, de los que destaca el buen hacer de sus jefes de cocina, que le ha permitido pasar más tiempo en familia. “Yo ayudo lo que puedo, aquí voy a ser sincero”, admite. Recoge a Carmen de la guardería después del servicio de mediodía y prepara la cena para toda la familia a las 19.30 horas, antes de volver al turno de noche. “Pero no es nada comparado con lo que hace su madre, ella es la campeona”, agradece.
No se planteó el tipo de relación que quería para su hija con la comida, “solo quería que comiera bien”. Y ahora mismo, Carmen prueba lo mismo que los adultos. “Estoy orgulloso de que le guste prácticamente todo, incluso el chile en su justa medida”, dice y se ríe. Su plato preferido es el caldo de estrellitas y chícharos (guisantes) de la abuela materna. “Aunque si hacemos quesadillas también le flipan. Es gracioso ver a una niña de 2 años comerse tan bien una quesadilla o un taco. ¡Y encima adora el aguacate!”, ríe.
“Entonces, ¿te la llevas contigo a un Michelin?”, pregunto. “Uf, no me atrevería”, responde. “Me pone nervioso por si molesta a los demás comensales. Pero más adelante, cuando sea mayor, estoy seguro de que se vendrá a muchos conmigo”, dice. Carmen juega a las cocinitas en casa, le gustan los fogones de plástico. “Todavía no sé si le interesa de verdad o si lo hace porque me ve a mí”, cuenta Jose. ¿De repente una hija chef?. “A mí me encantaría, pero ya sabes… su madre no quiere”, y se vuelve a reír.
“Ser padre me ha influido muy positivamente. Me ha servido para madurar. Me ha ayudado a ordenar los problemas y a tener claro que vida solo hay una, así que hay que disfrutar”, arranca Julio Colomer, que también es el progenitor de Ciro. “Durante muchos años, he dedicado el 80% del tiempo a mi profesión y el 20% al resto, cosa que tampoco me ha ido mal. Pero todo tiene su momento y ahora intento equilibrar mi vida”, prosigue el chef.
Las estampas que conserva con más cariño son aquellas de cuando los niños eran muy pequeños e iban a visitarle a la cocina. “Tengo fotos de eso, me encantan”, dice. Eran los tiempos del local antiguo, al lado del parque de Campanar, y Aitana se colaba entre las piernas de los camareros. “Hasta que un día la pillamos con un cuchillo de pan en la mano y decidimos ponerle control”, recuerda. “Para Xavi y para ella, Ciro es su segunda casa”, añade Inés Manzanera, socia del negocio, jefa de sala y madre de las criaturas.
En casa comen mucho producto fresco y prueban cosas nuevas, “aunque sin forzar”. Les gusta la cuchara, las sopas, los arroces… y sienten una curiosa debilidad por los boniatos fritos. Habitualmente salen en familia a restaurantes de todo tipo, “pero nada de alta cocina, que luego se acostumbran a lo bueno y a los padres nos sale carísimo”, bromea Julio. “Yo les voy a ensañar el oficio a los dos, independientemente de lo que quieran estudiar, porque así siempre tendrán una segunda opción”, afirma el padre.
La conciliación es la última frontera en el restaurante de esta familia. “Lo intento constantemente, aunque en el sector de la restauración no es nada fácil. Hemos conseguido que nuestro negocio se sostenga cerrando los domingos y teniendo dos días de descanso a la semana. Tampoco abrimos en días señalados como Navidad y Año Nuevo, algo impensable hace 20 años”, explica, y aprovecha para reivindicar: “Los hosteleros tenemos una vida como la de todo el mundo y debemos disfrutarla, ojalá hubiese más facilidades”.
Después de recogerlos del colegio, el chef Alejandro Platero se dispone a preparar una hamburguesa junto a sus hijos en Platero Utopic Food. Las tardes que pasa con ellos son para la diversión. Salir al parque, montar en la bici, competir a los bolos o jugar al fútbol. Se sabe privilegiado por poder organizarse los turnos y repartirse las tareas con la madre, ya que no pertenece a un sector donde la conciliación sea fácil. Pero lo tiene claro: "Ser padre te cambia la vida, invierte tu orden de prioridades. Ahora le dedico más tiempo a mis hijos".
Mientras trastean con los nachos y el guacamole, Alejandro nos cuenta que tienen gustos muy eclécticos. "A Izan le flipa el brócoli y la pizza. Alejandro es un glotón, ahora no sabría decirte qué le gusta más", admite. Esa falta de prejuicios hace que no tengan miedo a probar ningún plato. "Siempre he querido que vean la comida con respeto y diversión, que vayan experimentando y descubran lo mágico de combinar ingredientes", afirma el padre.
Y pese al debate abierto, considera fundamental que los niños visiten restaurantes de alta cocina. "La educación gastronómica también tienen que recibirla siendo pequeños. Desde saber apreciar las elaboraciones a comportarse en un restaurante", defiende.
Volvamos a la pizza; a Izan le gusta prepararla. "El oficio le ha llamado la atención desde pequeño. Ya de chiquitín nos pidió una cocina de juguete y trastea con ollas y con sartenes", revela Platero. Recuerda el día en el que le dijo: "Papá, quiero hacer una pizza nueva". Su reacción fue abrir el cajón de las especias y ponerle un montón de ingredientes sobre la mesa. "Estuvo súper orgulloso del resultado y ya cada vez quería hacer una diferente",
Entonces, ¿le gustaría que se dedicaran a lo mismo que él? "Quiero que se dediquen a lo que les haga felices, pero no te voy a mentir: me encantaría que se dedicaran a la restauración. Eso sí con una buena formación", concluye. La comida ya está sobre la mesa.
Hugo es la semilla de Tonyina. El nacimiento de su primer hijo impulsó a Román Navarro a abrir un negocio propio. “Pensé que luego sería más difícil”, y lo cierto es que no quería renunciar al sueño. Al principio pudo coordinar los horarios con la madre, por aquello de tener turno partido y emplear las tardes para las duchas y las cenas en familia. Ella pidió una reducción de jornada y aprovechó para estudiar por las noches. Hoy hay un segundo niño, Martín, y un segundo restaurante, Anyora. Toca hacer malabarismos.
Hugo y Martín tienen carácter, como Román. Ellos deciden si quieren hacerse las fotos, también lo que comen en casa. “Respeto por completo sus gustos, solo me preocupo porque haya mucha fruta”, dice el padre. Y de momento no parecen tener mal paladar: sus platos preferidos son los niguiris de atún, seguidos de cerca por los canelones de garreta de ternera y el arroz al horno. “Lo que sí creo conveniente es que salgan mucho a comer fuera, que reconozcan el buen producto y que aprendan a socializar en la mesa”, prosigue el padre.
La filosofía de Navarro como padre pasa por la libertad y el respeto al criterio de sus hijos. “Creo que les interesa la cocina, porque me escuchan y me observan. Pero no hago más que cualquier padre, no insisto mucho”, afirma. Claro que le gustaría que se dedicaran a la gastronomía, aunque sea un sector muy exigente, porque “les podría aconsejar”, pero sobre todo espera que se decidan por algo que les apasione. ¿Serán los fogones?
“La verdad, les gusta mucho ayudarme a hacer las paellas en el pueblo, es uno de los mejores momentos que pasamos juntos. Tenemos un pequeño huerto en Alfafara, y muchos domingos hacemos la paella o la torrà. Ellos casi siempre me ayudan a encender el fuego, les encanta meter la leña, y pelar la verdura. Son días bonitos”, dice, con la sonrisa en los ojos.
Los instantes más valiosos para Vicente Patiño tienen el sabor de las galletas que hornea junto a sus hijos. "Pasar la tarde en familia, hacer un bizcocho entre todos, creo que eso lo resume todo", asegura. De ahí saca las fuerzas para enfrentarse a un oficio tan duro como la hostelería, que equilibra como puede con la vida familiar. "Antes era un friki del trabajo, pasaba casi todo el tiempo en el restaurante; ahora lo sigo siendo, pero el chip me ha cambiado. Me he dado cuenta de que la familia es el motor de mi vida", afirma.
Aunque en su equipo no hay demasiados padres, intenta facilitar los horarios al máximo, pero admite que en este oficio "es lo que hay". Él mismo se las ve y se las desea. Por las mañana lleva a los niños al colegio, "me acueste a la hora que acueste", pero solo llega a recoger al mayor y llevarlo al fútbol. "Menos mal que está Alicia", suspira.
Como todos los niños, los suyos son de pasta. También les gusta el sushi, y les cuestan las verduras. "Se las hago puré", reconoce, y entonces el chef se transforma en padre. "Han mamado el amor por la cocina. Vienen al restaurante, salen a comer con nosotros. Siempre me ha parecido importante que aprendan a comportarse alrededor de la mesa y, el otro día, me di cuenta de que ya están listos para venirse a algún restaurante de alta cocina", dice.
El Patiño que ama la cocina confiesa: "Si quieren continuar con el oficio, tienen dos restaurantes. Es muy duro, pero una cosa tengo clara: los formaré para ser los mejores".
Apicius es el reino del chef Quique Medina, cuya consorte es Yvonne Arcidiacono como jefa desala. De ahí que el principado recaiga en los hijos de ambos, Nicolás y Luis. El primero ya cocina junto al padre, al segundo le falta edad para acercarse a los fuegos. Comen de todo: arroces, pescados y mucha legumbre. "Tienen una relación muy buena con la comida, les gusta visitar el mercado y fomentamos que tengan cultura gastronómica, por ejemplo, llevándolos con nosotros a todos los restaurantes”, afirma el cocinero.
Con y sin estrella Michelin, porque cuando salen de viaje por vacaciones, y se detienen en algún establecimiento de alta cocina, los niños son los primeros en apearse del coche. “Se sientan a la mesa y comen algunos platos, ¡lo disfrutan! No es cuestión de no llevarlos a este tipo de sitios, sino de que los padres nos hagamos cargo”, reivindica la pareja.
Yvonee se encarga de dejar a los niños en el colegio por la mañana, Quique los recoge por la tarde; ella cuida la higiene personal, él prepara la cena para la familia; todo esto antes de regresar al servicio de la noche. Tanto cuadrante de horarios les ha llevado a proteger la conciliación en su negocio. “Respetamos los horarios de cierre de cocina y de sala para poder garantizar el máximo tiempo con nuestras familias. También cerramos los domingos y los sábados a mediodía para disfrutar un poco”, cuentan.
Medina admite que la paternidad le ha cambiado: “Me ha suavizado y me ha armonizado”. Todavía recuerda la primera vez que vio a Nicolás, con dos años, subido a una silla y con el mini delantal. “Ese día cocinamos juntos por primera vez”, nos revela. Se le nota el orgullo, pero no quiere levantar los pies del suelo: “Si algo tengo claro, es que deben dedicarse a lo que les gusta, sin estar condicionados por mí. Si es cocina, bien. Pero si es otra cosa, también estaré encantado”. Padre, y de fogones.