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el callejero

La peregrina que tiró del hilo

26/09/2021 - 

VALÈNCIA. El Camino de Santiago unos lo usan para huir y otros para acudir. Y allí, sube y baja, con ampollas en los pies y la espalda dolorida de cargar toda la mañana con la mochila, unas veces sediento y otras hambriento, algunos se encuentran. Allí, a lo largo del recorrido, además de cuestas y 'pulpeiros', uno tropieza con respuestas. Ese punto místico que acaba envolviendo a todo el que emprende el camino solo lo entiende el que lo ha hecho. Como Lydia Solaz, que empezó huyendo y acabó acudiendo. El verano pasado, harta de contarle a sus hijas todo lo que te enseña el Camino y que ellas, las mellizas de catorce años, la miraran un poco raro, decidió llevárselas con ella. Lydia eligió la vía portuguesa, saliendo dede Tui, y un mes, agosto, que acabó convirtiéndose en infernal porque había demasiada gente para las limitaciones, por la covid, que tenían los albergues.

El día que alcanzaron Pontevedra, no encontraron plaza en los albergues. Sin más alternativa, Lydia se fue a un hotel y preguntó el precio. Le dijeron que les cobraban cien euros por una habitación para las tres. En ese momento se dio cuenta de que aquello no tenía sentido. Que ella no había decidido irse con aquellas adolescentes para acabar durmiendo en un hotel. Así que levantó la mano y dijo que se iba. "Es que ese no es el espíritu del Camino de Santiago. Así que le expliqué a mis hijas que íbamos a seguir hasta encontrar un albergue". Una de sus hijas, cansada y pesimista, entró en bucle y empezó a protestar. Que si hace calor, que si no puede más, que si no van a encontrar una cama para dormir. Hasta que su madre, harta, paró en seco y decidió que había llegado el momento de darle una lección. "Cariño, el Camino es como la vida, y la vida es esto. Porque, en realidad, podrías estar igual que ahora, sin un sitio para dormir, pero lloviendo y pasando frío o algo peor. Tú confía. Si no me ves preocupada a mí, tú no te preocupes. Y confía". La niña aceptó la charla y poco después sonó el teléfono. Tenían sitio para dormir. "El Camino te enseña estas cosas...", concluye Lydia

La historia surge después de descubrir la inconfundible flecha del Camino tatuada en su muñeca izquierda mientras habla sentada en el taller que comparte en el centro de València. Porque Lydia Solaz, que siempre había sido una mujer de números, una contable que cuadraba las cuentas de la empresa familiar, un almacén de material eléctrico, es ahora modista. Ahí empezó a trabajar por primera vez cuando la castigaban; luego vinieron los veranos para engordar los ahorros, y finalmente acabó encargándose de la parte administrativa y contable.

Fueron años intensos en los que adquirió el hábito, ya incorregible, de levantarse a las seis de la mañana y no volver hasta la noche. Temporadas en las que ya había salido cuando sus hijas tenían que ir al colegio y que no había vuelto cuando regresaban. Una mujer de números que, no obstante, mantenía viva su habilidad manual y su creatividad. Y las épocas en las que el estrés la agarraba del cuello con la fuerza de una anaconda, se desfogaba haciendo punto. Cuando murió su padre, lo pasó mal y solo encontró cierto desahogo en coger las agujas y ponerse a hacer punto de cruz. En cuestión de semanas, las hijas de todas sus amigas llevaban algo suyo.

Un giro a su vida

Un año las cuentas empezaron a descuadrarse. La empresa cayó en picado y en 2015, al ver que aquello ya no se podía enderezar, decidieron cerrar. "Fue algo súper chungo y súper traumático. Un día, de repente, te ves en la cola del paro y piensas:  ¿Yo qué hago aquí? Cuando luego ves que es algo de lo más normal, como le pasó a Paloma -su compañera de taller- y a otras amigas que tengo ahora".

Fueron meses intensos y amargos. Cerró la vida y cerró su matrimonio. Lydia sentía que ardía en la hoguera, que se veía reducida a cenizas y que desde ahí tenía que resurgir. Pero no había prisa. "Primero decidí respirar, parar y reponerme", recuerda. Lydia pensó que igual era el momento de darle un puntapié a los libros de cuentas y ponerse a hacer cosas que simplemente le gustasen. Entonces recordó que siempre le encantó todo lo relacionado con la imagen, que cuando nacieron sus hijas, las mellizas Mar y Clara, disfrutaba vistiéndolas como si fueran las muñecas de su niñez. O que sus hermanas la llamaban recurrentemente para preguntarle qué ponerle a las suyas. Así que un día decidió aprender a coser.

Unos años después, esa madre se ha convertido en 'Lydïa Solaz, by ese ele'. La afición derivó en oficio y hoy esta mujer de 45 años no cesa de cortar y coser porque no paran de celebrarse comuniones y su estilo confeccionando trajes y vestidos de ceremonia se ve que gusta y ha llenado la agenda de pedidos. Su atelier, un angosto piso de treinta metros cuadrados que comparte con Paloma, que hace piezas de joyería, está lleno de vestidos, telas y máquinas de coser.

Suena el timbre y entra Paloma, que, además de hacer pendientes y complementos, organiza eventos. "También compartimos risas y lloros", puntualiza Lydia. Se conocieron en mercadillos -ellas lo llaman 'markets'- y antes de la pandemia decidieron compartir el espacio. Su idea inicial era montar algo en una planta baja, una tienda al uso, relacionado con la ceremonia: vestidos, pendientes, complementos... Pero la vida tenía otros planes y todos acabamos encerrados en casa. Así que ahora trabajan en ese piso situado en un callejón en el centro-centro de València, en la calle del Bisbe, que conecta Don Juan de Austria con Pintor Sorolla. "No sé si esta va a ser ya mi profesión para siempre, pero sí tengo claro que yo voy a seguir trabajando para mí, eso sí que lo tengo claro. Los niños me gustan mucho y lo que yo hago no lo encuentras en València. Y más ahora, que han cerrado muchísimas tiendas", reflexiona.

La hija que no quería vestidos

La nueva Lydia sigue levantándose a las seis de la mañana -"soy una alondra", bromea-, pero ahora siempre encuentra tiempo para estar con sus hijas. "Yo pienso que los niños, tus hijos, necesitan más tu presencia cuando se hacen mayores. Son edades en las que necesitan que estés. Y les gusta que pueda estar con ellas, llevarlas a jugar al fútbol o lo que tengan... Se sienten súper orgullosas de lo que hago".

Siempre se encargó de vestirlas. Hasta que un día, una de ellas, la futbolista, le soltó: "Mamá, ¿por qué tengo que llevar vestido si no es mi cumpleaños ni Navidad?". Su madre le contestó: "Porque es domingo". Y entonces la niña le dijo que ella, Lydia, tampoco llevaba un vestido puesto. "Me di cuenta de que era verdad, de que había llegado el momento de que llevaran lo que quisieran. Eso sí, para la Comunión no dijo nada y aceptó ponerse lo que hice para ellas".

En un rincón hay un aro de luz, esa especie de bombilla redonda que utilizan 'instagramers' y 'youtubers' para salir radiantes. Paloma se ríe porque a su compañera le cuesta asomarse a las redes sociales. Pero en el mundo de la moda ya no basta con coser y cantar. Ahora es necesario comunicar lo que haces a través de las redes sociales, fundamentalmente Instagram, y contar lo que estás haciendo. Lo que no sale por Instagram, no existe. "La gente quiere ver a quién le va a comprar. Y ya no vale solo con sacar producto; tienes que salir tú sí o sí", intercede Paloma.

Lydia va aceptando las reglas del juego, pero ella se siente más cómoda ante una de sus tres máquinas de coser: una industrial plana, la remalladora y una doméstica con la que hace los ojales.

No está del todo cómoda en la entrevista. Algunas preguntas le provocan cierto pudor que disimula mal. Habla muy bajito y de algunos charcos sale corriendo. Mediada la entrevista, cae en que no lleva unos pendientes de Paloma. Luego se pone una americana encima de la camiseta de Bimba y Lola que lleva junto a unos pantalones pitillo y unas Vans de cuadros.

Paloma y Lydia se han hecho buenas amigas. En un curso les insistieron en la idea de que ellas eran diamantes, que tenían su valor y debían hacerlo valer. Así que en un viaje que hicieron para disfrutar del intenso tardeo de Alicante decidieron tatuarse un pequeño diamante. A la modista le gusta eso de compartir tatuajes con su gente. Hasta que le fue con el cuento a sus hermanas y estas le dijeron que nanay. "Mi madre, directamente, me ha dicho que si me hago otro me deshereda". Así que igual para. Antes dejó para siempre en su piel unas alas y un punto y fin que habla de su necesidad de acabar con todo y empezar de nuevo. Ella lo hizo tirando del hilo y hoy la peregrina Lydia Solaz es una persona feliz haciéndole vestidos a las niñas.

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