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La nave de los locos / OPINIÓN

¡Tanta suciedad!

Foto: EFE

A sangre y fuego. Así debería actuar el papa Francisco en la cruzada contra la pederastia. Una purga efectiva y brutal contra todo religioso que haya abusado o abuse de un niño o un joven. Hay que conseguir que vivan el infierno en la Tierra. Sólo así la Iglesia recuperará la confianza de los católicos decepcionados 

24/09/2018 - 

Un domingo de septiembre, en el quiosco donde compro el diario unos vecinos comentaban que le iban organizar un homenaje al párroco porque lo trasladaban a otro pueblo. A esa hora la iglesia estaba abarrotada. Algunos feligreses escuchaban la misa en la calle. En la plaza principal donde se alza la iglesia de Sant Jordi habían dispuesto unas mesas con bebida y comida para celebrar la despedida del párroco. Incluso habían prohibido aparcar en los aledaños.

No me quedé a la fiesta. Conocía al cura de vista pero no lo traté. Es un hombre joven, algo extraño en un clero envejecido, que en las homilías hablaba micrófono en mano buscando la cercanía con los fieles. En el altar le gustaba estar rodeado de niños y jóvenes, y se apreciaba el cariño que la gente sentía por él. Sus sermones eran directos y sencillos, ajenos a cualquier sutileza teológica. Sus misas tenían mucho de acto festivo, con música y cantos incluidos, y podían alargarse más de una hora.

La misma semana que el joven párroco de mi pueblo se despedía de sus feligreses, el papa Francisco convocaba una reunión extraordinaria con todos los presidentes de las Conferencias Episcopales para abordar el escándalo de la pederastia. Pese a la enorme gravedad del problema, la cita se celebrará nada menos que dentro de cinco meses. Largo me lo fiáis, amigo Sancho. Dada la edad avanzada de los prelados invitados, más de uno no llegará al cónclave de febrero y será recibido en el cielo con el repicar de campanas de gloria o en el infierno con un calor parecido al de este mes de agosto.

La pasividad de Juan Pablo II ante el problema

Los abusos sexuales de religiosos a niños, adolescentes o jóvenes han puesto a la Iglesia, ya de por sí muy cuestionada, contra las cuerdas. Es la gravosa factura que debe pagar —y seguirá pagando— por no haber hecho nada para atajar y castigar estos crímenes contra la infancia durante décadas. El papa Juan Pablo II, un santo exprés que no mereció serlo, no hizo nada por combatir este problema. En su defensa no cabe alegar desconocimiento. Si un Papa no está al tanto de lo que sucede en su comunidad, ¿qué sentido tiene hablar de su infalibilidad? Así se entiende que un depredador como el mexicano Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, se fuese de rositas a la otra vida. Si existe la justicia divina, confío en que se esté pudriendo en el último círculo del infierno de Dante.

El papa Benedicto XVI, mano derecha y sucesor de Karol Wojtyla, fue el primero en denunciar en público que el cuerpo de la Iglesia estaba afectado por una profunda metástasis. “¡Tanta suciedad!”, llegó a lamentarse tras asomarse al pozo de las inmundicias. El pontífice alemán, del que siempre me sedujo su inteligencia, dimitió por falta de fuerzas para combatir a los lobos del Vaticano, y se despidió con unas hermosas palabras que revelan el escritor que lleva dentro: “Permaneceré escondido para el mundo”. Y lo ha cumplido.

De la periferia del mundo llegó Jorge Bergoglio para tomar el báculo de San Pedro. Gran comunicador, eficaz en el uso de la sonrisa y las bromas, cercano en el trato, maestro en sencillez, el papa Francisco impuso otro estilo que gustó a mucha gente, salvo a los más conservadores. Su papado ha modificado las formas sin apenas tocar el fondo doctrinal. Un lavado de cara tal vez. Para unos ha actuado con firmeza y coraje en la lucha contra la pederastia; para otros carece de la necesaria mano de hierro para meter en cintura a los lobos purpurados. Además se le ha acusado de encubrir abusos sexuales, lo que puede formar parte, al decir de sus partidarios, de una campaña de sus enemigos para forzar la dimisión.

El trabajo digno de miles de religiosos

Casos de abusos sexuales cometidos por religiosos siguen conociéndose en Estados Unidos, Alemania, Irlanda, Australia, Chile (debéis ver la magnífica y sórdida película chilena El club sobre el asunto) y también en España. Como católico apostólico y romano siento vergüenza y asco. Es una constante sangría para la credibilidad de la Iglesia, que debería abrir un debate sereno sobre la obligatoriedad del celibato. Todo el trabajo digno y generoso de miles de curas, monjas y misioneros queda oscurecido por la peste de la pederastia. Es injusto que los de abajo se partan la cara en el día a día, a menudo en ambientes muy hostiles, y los de arriba dilapiden el crédito de esa labor encomiable. 

ES INJUSTO QUE MUCHOS CURAS Y MONJAS SE PARTAN LA CARA EN EL DÍA A DÍA, A MENUDO EN AMBIENTES MUY HOSTILES, Y LOS DE ARRIBA DILAPIDEN EL CRÉDITO DE ESA LABOR ENCOMIABLE 

Para estas circunstancias excepcionales sólo caben remedios excepcionales. Para sanar al enfermo, que presenta cara de moribundo, hay que aplicarle una purga efectiva y brutal. De nada vale poner paños calientes. Hay que entrar a sangre y fuego contra los que destrozaron la infancia de tantos niños, acercarles el infierno a la tierra para que comiencen a pagar todo el dolor que provocaron. En este caso, el fin justifica los medios. 

¿Es poco cristiano lo que acabo de escribir? ¿Es incompatible con el perdón que nos reclama Jesús cuando nos han ofendido? Mi respuesta es sí: es compatible. Y me escudo en un conocido pasaje del Evangelio de San Lucas que dice así: “¡Ay de  quien escandalice (a los niños)! Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar”.

No lo digo yo; lo dijo Cristo hace dos mil años. Ahora falta ver si este Papa o el que le suceda tiene el valor de atarles la piedra al cuello y arrojarlos al mar. Así se irá limpiando la Iglesia de tanto malnacido y criminal aunque hayamos de sentirlo por los peces, que no tienen culpa de los pecados de los hombres.   

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