Torrevieja es parte ya de mi pasado. Aún es pronto para conocer el trato que le dispensará la memoria. Me marcho con un puñado de buenos recuerdos sobre personas y lugares. Es lo que me queda de un año duro.
El tráfico en la N-332 es fluido a primera hora de la tarde, pese a ser último día de junio. Hoy comienza la operación salida. He cerrado la casa donde he vivido desde noviembre. Mi viejo y querido Opel Astra va repleto de enseres personales y cachivaches. Parece que vengo de Transilvania. Sólo me falta la cabra, o quizá el perrito.
“Las ciudades y las personas cambiamos. Esto es válido para mí. No se debería volver a los sitios donde fuiste feliz”
Este itinerario me lo conozco. Lo he hecho multitud de veces. Circulo por rotondas donde aún resisten prostitutas a la caza de clientes. Se protegen del sol debajo de una sombrilla. Hoy no veo a patrulleros haciendo controles. Me marea tanto vaivén. Me voy alejando de Torrevieja. Allí he impartido clase este curso. Hace cinco años viví una experiencia similar. Cinco años es mucho tiempo, sobre todo si en medio has vivido una pandemia. Las ciudades y las personas cambiamos. Esto también es válido para mí. No se debería volver a los sitios donde alguna vez fuiste feliz.
Mientras mi coche se aleja de La Mata en dirección a Guardamar, pienso en lo que he dejado atrás. Es otra puerta que se cierra y que no volverá a abrirse. No habrá una tercera ocasión. De esta agua sí puedo decir que no beberé. La culpa no es de Torrevieja sino de mí. Las ciudades son espejo en el que se miran sus habitantes. Si tú estás mal, la ciudad nada puede hacer por ti, aunque se trate de Lisboa o San Sebastián.
A Torrevieja no puedo culparla de mis errores. Dudo mucho de que aprenda de tropiezos en esta y sucesivas piedras. Ya dijo Oscar Wilde que llamamos experiencia a la suma de nuestros fracasos. Somos lo que somos. Si acertamos es por casualidad, porque el azar así lo ha querido, no por nuestra clarividencia.
Cuando acepté que esto no tenía remedio y de que me iba a marchar, conté los días que quedaban como un preso en Chafarinas. Fueron meses duros, noches en vela, amaneceres rojos, el nombre que envenena tus sueños, las malas noticias de los médicos. He vivido un exilio interior, suavizado por mis clases y algunas pequeñas alegrías cotidianas. Hago recuento de ellas cuando me aproximo a Santa Pola. A mi derecha queda el parque natural de las Salinas, donde contemplo a bandadas de flamencos que acaban chapoteando en el agua. Por escenas así prefiero circular por esta carretera a hacerlo por la autovía que enlaza Alicante con Murcia, un tobogán en el que los camiones amenazan con aplastarte.
Torrevieja, decía, me ha proporcionado pequeñas alegrías cotidianas. He de ser agradecido antes de decir adiós a todo eso. A los paseos por las playas del Cura y Los Locos, a mis compras en la librería Santos-Ochoa, a mis visitas a la papelería Trini, donde imprimía estos artículos y algunos de los exámenes; a los riquísimos bizcochos de mi casera María Luisa, a las esporádicas conversaciones con Renacer, el mendigo lector de la calle Ramón Gallud; a los cientos de gatos que me daban los buenos días antes de ir al trabajo y, por encima de todo, al restaurante Belle Époque.
Si hay algo que echaré de menos de Torrevieja será el restaurante regentado por Paco, respaldado por su gran equipo de camareros y cocineros. Dani, Rafa, Carlos y Fernando, buenas manos en las que confiar como comensal. Belle Époque, que hallé por casualidad en mi primera estancia, ha sido el descanso del guerrero. Me han tratado como a un pachá que se demoraba leyendo el periódico entre plato y plato y coronaba su comida con un copazo de licor de hierbas, cuando el restaurante se había vaciado de clientes.
A la altura de Santa Pola, en otro cruce negro, voy acabando el inventario de estos meses. No puedo ni quiero olvidarme de la materia prima de mi trabajo, de mis alumnos, lo único salvable de un sistema educativo en descomposición. Unos pocos me han querido; otros tantos me han detestado y para la mayoría les he sido indiferente. Es lo natural. He tenido 160 alumnos. Se dice pronto. Y ha habido de todo, pero en general no me quejo. Me he dado cuenta de que estos chavales están tan perdidos como yo. Quizá por esa razón los comprendo a veces. He aprendido de mis estudiantes. Guardaré un buen recuerdo de casi todos, en especial de la alumna M., que me regaló una hermosa antología de poemas en lengua española, y de A., la delegada del grupo del que fui tutor, por la generosa carta de agradecimiento que escribió en nombre de sus compañeros. No sé si me lo merecía.
Santa Pola ha quedado atrás. No deseo alimentar más una nostalgia que crece a medida que me acerco a mi destino. Que hable la memoria cuando le corresponda, cuando el poso y el peso de los recuerdos, todavía muy recientes, se hayan sedimentado, y entonces esa voz interior encuentre palabras justas y certeras para rememorar mis pasos por Torrevieja, ciudad a la que tardaré en regresar.