En medio de la invasión de Ucrania, en el contexto del horror de una guerra y una grave crisis humanitaria, en estos momentos tan jodidamente dolorosos, cuesta hablar de las fiestas que acabamos de celebrar en Castelló. Son alegorías de la vida, festejar para vivir compartir para sobrevivir, convivir para recordar que somos seres humanos, una tregua para olvidar durante unos días el sufrimiento de estos tiempos difíciles y, además, tras dos años de parálisis y angustia.
Cuesta describir los sentimientos de esta semana de fiestas sin pensar constantemente en mis amigas saharauis Yadiyetu, Selma y Thira, mujeres fuertes de la Unión Nacional de Mujeres Saharauis. Las tres con doble nacionalidad y pasaporte español. Y pienso también en mi querido Mohamed, que pasó varios veranos en Morella, en casa de mis queridos Pilar y Enrique, con las campañas de Vacaciones en Paz. Enrique ya no está entre nosotros, él luchó como nadie para que Mohamed pudiera tener un visado de estudios y seguir su juventud en Morella, como un hijo más. No pudo ser. Visité unos años después a Mohamed en los campamentos de Tinduf. Había crecido y sus ilusiones se detuvieron al concluir los programas de Vacaciones en Paz y no poder estudiar.
Cuando en esta parte del Mediterráneo llueve barro, en la Hamada argelina están sufriendo la dureza de una tormenta de arena. Y mi amiga Thira se encierra en la haima, junto a su tercer marido y sus hijos, y sus nietos, sirviendo el mejor té del mundo y siguiendo esa ceremonia de la amistad y la estima de escanciar la bebida y repartirla, varias veces, en pequeños vasos. El té saharaui es la bebida que une y que clama la libertad que merece este pueblo abandonado desde hace décadas. Un pueblo que merece ser libre y decidir su futuro, su autodeterminación.
El primer té es amargo como la vida, el segundo es dulce como el amor, y el tercero es suave como la muerte. Vida, amor y muerte son los ejes de esta geografía humana.
He escrito en diversas ocasiones sobre el pueblo saharaui, sobre sus mujeres, hijas e hijos, que son quienes habitan mayoritariamente los campamentos de Tinduf. He viajado a los campamentos y he compartido la desesperanza y la lucha diaria para sobrevivir en aquella Hamada, en medio de la nada. El sábado, mis amigas saharauis, se manifestaron con la Plataforma de Mujeres Artistas por la Paz y contra la Violencia de Género, colectivo al que pertenecemos todas. La Puerta de Santa Cruz, frente al Ministerio de Asuntos Exteriores, acogió la rabia y la consternación por una actualidad política no deseada, por el rechazo ante un futuro tortuoso. Marruecos aplastará a este pueblo libre, la violencia y la represión van a ser mayores, si cabe. Me sumo a las reivindicaciones de la multitud de personas que se manifestaron este fin de semana en Madrid, me sumo al grito masivo de Sahara Libre. Por la autodeterminación del pueblo saharaui.
Mientras arden las emociones, empiezo a escribir el sábado, en medio de otro día gris, muy frío, con el cielo cerrado y la suspensión de otra mascletà. Una pena, porque el concurso castellonense es uno de los mejores en calidad y disparo de la mágica pólvora. Escribo acompañada de la música incesante, durante toda la semana, de la carpa de Cavallers de la Conquesta y la carpa de Hort dels Corders. Rodeada de más ruido y de más fiesta este fin de semana. Castelló lo merece. La ciudad, en todos sus rincones, ha sido una explosión social cargada de entusiasmo y de esperanza, con muchas ganas de celebrar la vida y la fiesta. Un estallido necesario después de dos años de silencio y de tristeza.
En mi barrio, en mi casa, durante toda la semana he percibido profundamente, con cierta nostalgia, los significados de la Magdalena. Los patios interiores han cocinado caldos, paellas y olletas de La Plana para aguantar el frío y la semana grande. También se intuía en el aire las tortillas de habas, el tombet, y el mágico sofrito que rellena el pan de los típicos ximos rebozados, un manjar castellonero que borda mi querido amigo y colega Javier Andrés.
Y, mientras se revuelve el tiempo anímico, surge el primer fin de semana de Magdalena y recuerdas con ternura y añoranza aquellas romerías al revés, aquellas madrugadas del primer domingo en las que regresabas a la ciudad desde Sant Roc, frente a quienes comenzaban a caminar hacia la ermita. Era nuestra Magdalena.
La supresión, por la lluvia, de diferentes actos, ha convertido la ciudad en un punto masivo de encuentro. Y ha sido maravilloso salir a la calle y reencontrarte con tantas personas que no veías desde hace tanto tiempo. Ha sido una semana muy intensa y con demasiados sentimientos, emocionantes, cercanos. He podido abrazar y achucharme a gente estimada que no veía hace más de dos años. Muchas y muchos han sentido lo mismo. Mi amiga Xus me decía que lo mejor de esta Magdalena han sido los abrazos recuperados, la alegría de volver a tomar la calle.
Acabo de escribir este domingo, tras gozar de la Feria, la de siempre, tras acompañar a mis tres nietos y subir al coche de bomberos, de policía, con sus luces y bocinas, a los caballitos y los unicornios, pero, sobre todo, al tren de la bruja, esa atracción que habita en mi memoria desde la infancia. Repetí con mis nietos las mismas y tan bellas pautas magdaleneras que sentí con mis dos hijos. Y en ese espacio ferial también se podía sentir la alegría de celebrar, un día antes de regresar a una dura realidad.
Y en este domingo se escapa la fantasía de estos días, el ruido de la alegría, de la felicidad concentrada en una semana. Este lunes volvemos a conectar en directo con el dolor de la guerra, de todas las guerras, con la rabia de todas injusticias sociales, con el dolor de quienes tienen que abandonarlo todo, en Ucrania, en Siria, en Palestina y en otros tantos países. Y seguiremos bebiendo el té saharaui, con el amargor de la vida, la dulzura del amor, y la suave muerte.