En un momento de máxima oferta audiovisual, de continúas novedades y hypes fugaces, regresamos a esos episodios, películas y canciones que actúan como un refugio, como una garantía de satisfacción y seguridad
VALÈNCIA. No es por especular, pero es posible que le hayas dado la turra a todos tus seres queridos (o no tan queridos) sobre esa serie que se acaba de estrenar y que claramente es la serie del año. O sobre esa película, recién llegada a las carteleras, que todos deben ver para no ser considerados unos parias. Quizás seas una de esos individuos con un resorte en su interior que les impulsa a decir que a ese grupo ya lo conocías desde la maqueta, cuando no era tan comercial. Nada de eso importa. La cruda realidad es que cuando llegas derrengado al sofá tras otra jornada de vender tu fuerza de trabajo y después de repasar el catálogo de las cuarenta plataformas a las que estás suscrito y la parrilla de la televisión generalista, el cuerpo lo que realmente te pide es volver a contemplar ese capítulo de esa serie que ya has visto 457 veces. O esa película cuyos planos te sabes de memoria. Quizás sea The Office, Friends, Frasier, Los Simpson, Aquí no Hay Quien Viva, un programa de reformas de casas, Forjado a Fuego o una entrega de Deforme Semanal que has memorizado hasta ser capaz de adelantarte a cada referencia a Susan Sontag que haga Isa Calderón. Cada uno tiene sus madrigueras audiovisuales a las que volver. Lo mismo sucede en el ámbito musical: la inmensidad del panorama sonoro a tus pies y acabas escuchando en bucle las mismas diez canciones cada, esas listas de reproducción que has confeccionado para ajustarse a tus estados de ánimo o tus actividades: fregar los platos, ir al metro, llorar en pijama mientras te bebes un vino de cuatro euros porque la pandemia no se acaba nunca.
Y es que, paradójicamente, en un momento en el que la oferta audiovisual es más amplia y accesible que en cualquier otra época de la historia, seguimos recurriendo a esas creaciones que ya son para nosotros más que conocidas, aquellas que no son sinónimo de asombro y desconcierto sino de hogar. Poca gente escapa a esa necesidad de arrearse entre pecho y espalda un caldito de pollo en formato fílmico. Tan previsible como reconfortante. “Regresamos a estos productos ya que nos producen satisfacción. Igual que repetimos con las mismas marcas de ciertos alimentos. Es algo que tiene que ver con nuestros hábitos”, explica el investigador de la Universitat de València Germán Llorca.
Cuando peinaba aproximadamente nueve años, la que suscribe estas líneas obligó a su pobre madre a ver Cenicienta hasta arrojarla casi a los límites mismos de la cordura. Tanto que ambas podíamos recitar sin titubeo cada frase de los ratones modistas. Lo mismo sucede ahora con esos progenitores condenados a la Patrulla Canina y Peppa Pig. O incluso, como comentan mientas experimentan flashbacks de la selva de Vietnam, a tararear las letras de Los Cantajuegos. La magia de la crianza. Como apunta el sociólogo Ricardo Klein, esta reiteración de escuchar o ver un mismo contenido “nos retrotrae a la seguridad de la infancia, en la que escuchar una misma canción todos los días produce tranquilidad. Y en los adultos existe esa nostalgia”, subraya. Una vía por la que también transita German Llorca, para quien esta pulsión por lo ya experimentado no responde a los ecos de la actualidad, sino que “ha pasado toda la vida. En los 90, por ejemplo, ya teníamos series que se repetían hasta la náusea, como El príncipe de Bel-Air o Cosas de Casa. Y funcionaban”.
En esa misma línea, Áurea Ortiz, integrante de la Filmoteca de València, afirma que nos gusta “visitar territorios de ficción queridos, regresar a esos sitios amables y conocidos que, en cierta manera, actúan como un refugio y que quizás tenemos vinculados a determinados momentos de nuestra biografía. Deseamos recuperar la pasión que sentimos viendo esas obras por primera vez. Forma parte de nuestro consumo cultural”. Además, la docente de Historia del Arte resalta que existe “un gran placer en ver narraciones que ya sabes cómo van a acabar, como sucede con la mayoría de las series procedimentales al estilo de CSI: al final se trata de descubrir quién es el asesino, pero la mayoría de elementos no varían. O con las comedias, con las que ya te ríes antes del gag que está a punto de llegar”.
Un anhelo que el coronavirus no ha hecho más que acrecentar: “enfrentarse a cosas nuevas produce algo de vértigo. Y especialmente tras un año de pandemia, estamos muy cansados, queremos sentirnos a salvo”, expone. Es aquí donde reside otro de los cogollos del asunto: en esta revisión de obras ya conocidas, a menudo apostamos por episodios sueltos, viajes narrativos de 45 minutos en los que la trama se convierte en un asunto secundario. Para Ortiz, la motivación aquí no es seguir un argumento, sino “ir a tus momentos favoritos de cada serie y saltarte lo que no te interesaba tanto”. De hecho, las cuentas de fans de series que proliferan en Instagram van elaborando listas temáticas o estacionales en las que recomiendan qué capítulos visionar según la época o la motivación que tengas. “¿Te gusta Las Chicas Gilmore? Pues aquí tienes ocho momentos que te harán reír, cinco para llorar y cuatro para darte un chute de espíritu navideño”.
Lo mismo sucede con las playlists a las que regresamos con cada ruptura, con cada sesión de fregar los platos o cuando queremos venirnos muy arriba y ser una diva en la ducha. “El ser humano se mueve por emociones. Sabemos la emoción que vamos a experimentar al volver a escuchar esa canción. Sabemos lo que va a pasar, no hay espacio para la sorpresa, nos proporciona comodidad y creo que eso se ha vuelto especialmente importante en este momento de pandemia”, apunta Àngela Montesinos, gestora cultura e impulsora de eventos como Volumens. Festival Internacional Audio & Visual. En ese sentido, defiende que muchas personas más que buscar un tipo de música “buscan cómo van a sentirse al escuchar ciertas canciones”.
Llegados a este punto, Klein aporta otra derivada: en una época de incertidumbres globales que inundan cada rincón “buscamos las certezas, el eterno retorno de aquello que nos funciona”. Un posicionamiento que comparte Antonio Méndez, escritor e investigador, esta querencia por cobijarnos en contenidos que ya conocemos no es más que un síntoma del “mundo en fractura que tenemos. De la crisis social, económica y cultural que ya llevamos atravesando varias décadas”. Y ante esos abismos de la rutina diaria, buscamos “sitios seguros, quizás de forma inconsciente. Preferimos ir a aquello que nos hizo pasarlo bien y no arriesgar porque ya existe mucha intemperie en la vida cotidiana”, explica el docente.
Comentábamos antes que en pleno 2021 asistimos a un bombardeo continuo de contenidos que esperan ser elegidos y degustados. Pero lejos de poder revolcarnos en la profusión de títulos disponibles cual cerdo en cochiquera, esa sobreabundancia de propuestas puede resultar abrumadora y generar el efecto contrario. “A menudo empiezas a dar vueltas entre una cantidad tan inmensa de títulos y acabas con un listado enorme de títulos que quieres ver, pero que en ese momento no te apetece”, señala Ortiz, quien introduce aquí un concepto clave: “tanta oferta nos paraliza”. De la parálisis por a la parálisis a la parálisis por sobreabundancia. Los caminos de la postmodernidad son insondables.
De igual modo, para Méndez, quien cuenta entre sus ámbitos de estudio la música popular, gran parte del público prefiere que plataformas como Spotify “le recomiende temas y que vayan sonando las canciones que elige el algoritmo antes que ponerse a explorar, investigar… Tenemos acceso a un repertorio enorme, pero acabamos cayendo en el conformismo. Y eso hace que se deteriore nuestra capacidad de formar el oído”.
En esta carrera de caballos hacia la nada más absoluta en la que el capitalismo salvaje nos tiene galopando (corre, corre, caballito), cada minuto exige ser exprimido. La productividad se instala como imperativo moral en cada aspecto de la vida, y el ocio no iba a ser una excepción. Desembocamos así en la concepción de las horas no laborales como una inversión de la que conseguir la mayor rentabilidad posible.
“La gente no quiere ponerse tres episodios de una serie nueva y descubrir que no les gusta, ya que lo consideran una pérdida de tiempo. Prefieren no invertir su tiempo en algo nuevo, sino ir a lo que conoce”, apunta Llorca. Una visión de los ritmos vitales con que Áurea Ortiz no comulga precisamente. “Me resulta muy molesta esa concepción tan economicista y utilitarista del tiempo como algo que inviertes y que pierdes. No pasa nada porque pruebes una serie y no te guste, no hay tiempo perdido”, sostiene Ortiz.
Pero ahora que sabemos que eso de las 8 horas de trabajo, 8 horas de descanso y 8 horas de sueño era una patraña imposible de sostener sin alguien dedicado en exclusiva a todos los cuidados que garantizan el bienestar (hacer la compra, cuidar de un familiar enfermo, recoger un paquete importante en Correos…), nos encontramos con que la franja del día dedicada al placer es bastante limitada. “Disponemos de poco tiempo de ocio y preferimos dedicarlo a algo seguro que a estar buscando nuevos sonidos”, apunta Àngela Montesinos. Un ecosistema lúdico con tan poco margen de maniobra nos avoca a un peligro: “al no experimentar, al tener miedo a exponernos a algo que no nos vaya a gustar, nos perdemos grandes creaciones”.
Además, la hiperproductividad que hemos abrazado como sinónimo de éxito implica también estar haciendo siempre varias cosas a la vez, mantenerse continuamente en alerta. Cocinar con un vídeo de Youtube de fondo, caminar escuchando un podcast, revisar el correo mientras ves un documental. Por ello, el consumo de productos que ya conocemos y que por tanto no exigen una gran concentración, permite perderte algún diálogo “y que no te importe- señala Klein-. Vivimos en un ocio híbrido en el que es muy difícil encontrar momentos específicos para centrarnos en una única tarea, aunque sea ver una película”. En ese sentido, se pregunta si realmente “estamos preparados para asumir el riesgo de investigar, descubrir nuevos formatos y que luego no nos encanten. Sentimos que no tenemos tiempo para ello. ¡Si ya nos agobia escuchar una canción de siete minutos!”.
Quizás todavía somos esa niña que cada noche pide que le cuenten el cuento de El Pollo Pepe palabra por palabra. Una niña que, encima, ahora está pluriempleada, agotada y a la que le faltan horas en el día para descubrir cuentos diferentes.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado