VALÈNCIA.- Juego desde los ocho años más o menos. Un piojo en El Saler. ¡Un campazo! Los sábados acudía con el autobús de la escuela, un cacharro conducido por un poli malcarado morsero que guardaba un pistolón en el salpicadero que ríete del de Nacho Siffredi. Y no fallábamos ni mis hermanas ni un montón de buenos amigos que aún hoy fardo de disfrutarlos. ¡Ouyeaaaa!
Nada más llegar achurrunfollao pal campo de batalla, o de prácticas, a dar bolas. Eran solo un par de docenas pero se hacían eternas. ¡¡Qué jodido es este juego!! A las chicas no les gustaba y a los chicos nos importaba un bledo. Después a los columpios y los más bordes a buscar otras bolas a la playa, que ya las había.
Por aquel entonces el Valencia CF se concentraba en el Parador. Sol, Paquito, Claramunt I y II, Fuertes, Forment, Valdez, Uriarte, Aníbal, Barrachina, Abelardo, Vidagany, Antón... todos pululaban por las instalaciones y de vez en cuando se enrollaban a pelotear con los piojos. Recuerdo un día que Antón lo hizo. Debió de ser un baloncito colgado, globero, irrisorio, boñiguero, pero que me pegó en toda la chola y de rebote se metió. Perdí el conocimiento, pero fue gol, el único gol que he metido de cabeza en mi vida. Ese año ganamos La Liga.
Golfeando aprendí disciplina, honestidad, paciencia y educación. Parece mentira lo bien que lo disimulo. Y encima llegué a tener menos handicap que dedos en una mano. Me divertía. Si todo ese tiempo lo hubiera dedicado a la ingeniería, por ejemplo, posiblemente Calatrava sería mi jefe de obra. El feo.
El golf ya no es elitista pero aún es clasista. Su federación nacional huele a queso. Aún hoy recomienda como regla de etiqueta, las basadas en el respeto y la deportividad, que la vestimenta debe tener ciertas características, y no está permitida la utilización de chándal, traje de baño, indumentaria paramilitar, vaquero, multibolsillos, pirata, camiseta o camiseta sin mangas en los caballeros. «¿Y pijama?», preguntaría Mariano. Por si no te ha quedado claro, también husmea en su uso inadecuado, como la gorra con la visera hacia atrás o la camisa por fuera... O sea, nada de rocanrol y todo de pijerío requesón, o sea que o cumples o no juegas. O sea.
Tengo una colección de 2.000 camisetas y el vaquero es el único pantalón que entiendo. Son prendas elegidas una a una durante años, y me dan confianza, personalidad y transmiten mi estado de ánimo. Las visto porque me inspiran seguridad, liderazgo y, sobre todo, atrevimiento. Son personales y mi carta de presentación. Aun así, creo más en las palabras que en la ropa, pero ante el silencio parece que el aspecto aún canta mucho. Y desde hace algunos años con camiseta ya no puedo jugar al golf, y sin ellas tampoco. Hay que joderse.
Una de las ‘pobredumbres’ de nuestra sociedad se esconde tras el juego de la moda. Dejas de ser quien eres para ser quien quieren que seas. Son las reglas, sobre todo en el mundo laboral. Puedes tener una vida interior interesante y puedes jugar con tu imagen exterior, porque así lo decides a sabiendas de riesgos y beneficios. Ahora ya te dicen cómo tienes que vestir hasta en tu tiempo de ocio. Es miserable.
No tengo ni idea de por qué mis padres jugaban al golf, pero wacala de la buena todo lo que aprendí. Hoy en día el fútbol me la repampimfla. El conocimiento sigo sin encontrarlo —¡¡Antón cabrón!!—. Prefiero un tatuaje a una corbata. No necesito nada de lo que se vende en la calle Colón. ¡¡¡Queda tanto por rocanrolear!!!
* Este artículo se publicó originalmente en el número 47 (septiembre 2018) de la revista Plaza