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el callejero

El hombre que abrió Madrid a los grupos de València

Foto: KIKE TABERNER
21/01/2024 - 

La casa de Migue Sonka en Gilet es como un pequeño castillo. Desde la entrada, dentro de una de esas urbanizaciones llena de curvas y cuestas en mitad de la montaña, levantas la vista y ves que aquello se eleva y se eleva. Ya dentro, una escalera va empalmando con otra. Y una sala, con la siguiente. Y todo, absolutamente todo, escaleras y habitaciones, está atiborrado de recuerdos. Objetos de mil lugares que casi servirían para hacer un recorrido por su vida, una vida marcada por su juventud como representante de artistas. Un periodo de tiempo en el que recaudó lo suficiente para afrontar los siguientes tramos de su vida invirtiendo y viviendo como le da la gana.

Desde el palacio de Sonka se contempla la sierra, el castillo de Sagunto y, allá al fondo, hasta la playa de Canet. Por detrás se escuchan los ladridos de los perros excitados por la presencia de extraños, y más al fondo, unas gallinas que cacarean. Dentro de la casa, en cambio, todo es silencio. Así le gusta a Migue, quien, harto de la vida a muchas revoluciones, un día decidió que no iba a arreglar el telefonillo que se le había estropeado. “Así vivo más tranquilo”, explica con la media sonrisa que le acompaña durante toda la tarde. La casa está caldeada por la calefacción y Migue Sonka -Miguel Ángel Vercher, en realidad- elige una habitación decorada con muebles de la India y una batería al fondo.

El castillo se puede decir que lo pagaron Los Inhumanos. Migue le consiguió a esta banda, formada por un grupo de gamberros de familias bien que veraneaban en El Saler, una buena discográfica y una larga ristra de conciertos por toda España. Un año, en la cresta de su éxito, pasaron de los doscientos ‘bolos’. No había pueblo ni ciudad en España que no quisiera a los chicos de las túnicas blancas encima del escenario que montaban en sus fiestas patronales. Ganaron mucho dinero, y Migue, que también llevaba a Video y a Seguridad Social, se forró.

No lo oculta. Migue es de esas personas que no pide perdón por tener dinero. Porque él, además, no hizo como los chavales de Los Inhumanos, que despilfarraron su fortuna. El empresario guardó e invirtió con mucho ojo. Pero los músicos se pensaban que iban a estar ganando ese dineral toda su vida. “Se les fue la pinza”. Llama la atención que Migue habla de todos los grupos con los trabajó, a los que representó y a los que contrató, con muy poca afección. No da la sensación de haber admirado a los artistas. Quizá porque los vio como pura mercancía, al estilo de su padre, un marchante de arroz.

La gran noche de los travestís

Miguel Ángel Vercher nació en València. Pero su madre era de Morella y su padre, de Benifairó de la Valldigna. “Sigo teniendo vinculación con el pueblo. Compré varias propiedades y hasta abrí un restaurante vegano”. Aquel matrimonio tuvo cuatro hijos y todos vivieron cómodamente gracias al particular oficio del padre. “Era perito de arroces. Podía comprar tres millones de kilos de arroz para La Cigala, y ese arroz se envasaba en Madrid y se distribuía por todas las tiendas. Movía arroz de un sitio a otro. Compraba arroces medianos, con cáscara, sin cáscara y lo vendía a unos y a otros. Si alguien quería opinión sobre un arroz, llamaba a mi padre”.

De repente, sale un chico de una habitación cargado con una mochila. Migue ni se gira. “Debe ser mi hijo Suria”. El antiguo representante de artistas tiene tres hijos de tres mujeres diferentes y está a la espera, a sus 65 años, de que nazca la cuarta. Migue comienza a hablar de que a veces el amor verdadero llega a la primera y que a otros les cuesta cuarenta años.

De joven no tardó en encontrar su sitio. De adolescente montó varios grupos musicales. Primero en Maristas y después en los Franciscanos. Cuando acabó, probó con Industriales, pero no encajó; luego, con Derecho, pero no le gustó, y después con Económicas. Para entonces ya tenía su agencia de representación. “Soy una persona muy activa y nunca he tenido problema en encontrar trabajo”.

Sus inicios fueron sorprendentes. Miguel Ángel había visto alguna vez por la televisión a algunos chicos vestidos como mujeres, algo muy poco corriente en los años 70 y 80. Por eso el día que pasó por la avenida del Oeste, en València, frenó en seco en cuanto vio a aquellos jóvenes travestidos. “Les dije que era manager, que si querían montar un espectáculo conmigo. Y monté el primer espectáculo de España que se llamaba ‘La gran noche de los travestís’. Lo hacía en salas y la primera fue Don Chimo, en Tavernes de la Valldigna. Luego me iba también a bares de pueblos de Teruel, cerraba las ventanas y montaba el espectáculo los domingos. Aquello fue la revolución…”.

Cuando su padre vio que sabía buscarse la vida, le dio un consejo importante, que anotara en un libro de cuentas todas las operaciones comerciales que realizaba como intermediario, del mismo modo que aquel hombre apuntaba todos los kilos de arroz que movía de un sitio a otro. Y ahora, medio siglo después, saca orgulloso aquel libro con todas las contrataciones. Las primeras, en efecto, son las de ‘La gran noche de los travestís’ y en cada línea aparecen sus actuaciones en pueblos y antros perdidos. Como la discoteca Zakhynto, de Puerto de Sagunto, un 9 de agosto de 1980. Luego la sala Cactus, la discoteca Bemol, Torre de Arcas… “Cobraban 15.000 pesetas”.

Se hizo millonario

Pero después van apareciendo nombres más relevantes en su libro de cuentas. “Ahí lo tengo todo: desde Isabel Pantoja hasta Los del Río, pasando por Glamour, Vídeo, Seguridad Social, Los Inhumanos, La Mode… Era manager de algunos grupos y también agente artístico que contrataba a diferentes artistas para que actuaran en la Comunidad Valenciana”.

Migue va pasando las hojas y la cifra que figura al fondo, escrita a mano, con bolígrafo, cada vez es mayor. Se ríe por la observación. “Hombre, claro. Yo creo que soy el tío que más pasta le ha sacado al espectáculo en València sin ninguna duda. A mí me ha ido muy bien y he ganado mucho dinero. Ahí están los discos de oro y platino”, cuenta haciendo un gesto con la cabeza para señalar los discos que hay enmarcados en una de las escaleras. Un premio por la cantidad de discos vendidos por Los Inhumanos o Video, aquel grupo que cantaba ‘La noche no es para mí’.

Su secreto fue abrir la puerta de Madrid a los artistas valencianos. “Yo, en su día, me hice una pregunta: ¿Por qué hay artistas famosos en España y ninguno es valenciano? Y eso tenía una respuesta muy fácil: todos los medios importantes están en Madrid o Barcelona, y lo mismo con las compañías de discos. En València había mucho movimiento musical pero se quedaba aquí. Pensé que podía ser el correo del zar. Estaba en València de viernes a lunes, y luego pasaba en Madrid de martes a jueves. Aquí escuchaba maquetas, veía actuaciones, contrataba a grupos… Tenía una empresa grande, con casi 20 personas trabajando. Además llevaba un departamento de televisión que llevaba todo lo que hacía Canal 9; otro con agentes que vendían mis productos por los pueblos de la Comunitat Valenciana; management, y producción, y yo me reunía en Madrid con todas las discográficas y colocaba a todos los valencianos. Así salió Vídeo, que ganó un disco de oro. Coloqué a Los Inhumanos en CBS y conseguimos doble disco de platino”.

Un libro sobre la India

En 1994 se hartó. Después de casi veinte años sin descanso, decidió que cerraba la empresa. Migue veía que le pedían demasiado. “Pasas de ser el manager a ser el psicólogo, la niñera, la financiera y el culpable. Cuando el artista tiene un éxito, es suyo; cuando tiene un fracaso, es tuyo. Vídeo hizo un primer disco que fue un gran éxito, el segundo ya bajó un poco, y el tercero vendieron muy poquito; pero decían que el culpable era yo. Y yo no era el responsable ni de sus éxitos ni de sus fracasos. Con Inhumanos pasó algo parecido”.

Dejó el ‘artisteo’, cogió su cámara de fotos, la guitarra española, una mochila y se marchó a la India a vivir el viaje que siempre había soñado. Medio año recorriendo el país de punta a punta. Aunque nada más llegar, le estafaron, intentaron aprovechar de él y lo engañaron y lo mandaron a una zona que estaba en guerra. A los diez días pudo escapar, cogió un vuelo y luego un tren hasta llegar a Calcuta. Allí buscó un hotel de cinco estrellas y nada más alojarse, llamó a recepción y pidió que le subieran un sándwich club.

Durante ese viaje, casi a diario, Migue escribía una carta manuscrita y se la enviaba a Montse, que entonces era su pareja. A la vuelta, las recopiló y se las mandó a Plaza & Janés por si les interesaba para publicar un libro de viajes. Pero a la editorial no le sedujo la idea y las cartas acabaron en un cajón. Hace unos meses, Migue conoció a un editor que, al conocer su vida, le preguntó si nunca se había planteado escribir un libro. Entonces se acordó de aquellas cartas y se las mandó. Esta vez sí gustaron y aquella correspondencia acabó dando cuerpo a ¡Che India! (Harkonnen Books).

En aquel viaje conoció a Teresa de Calcuta. “Fue una experiencia muy bonita. Me explicó que podía estar el tiempo que quisiera, un minuto, un día, un mes, lo que quisiera, pero que tenía que llevar amor y una sonrisa. Yo iba a cantar a los centros de mujeres, donde no entraban los hombres”. Un día se despidió de la madre Teresa y se fue hacia el sur y acabó juntándose con unos Hare Krishna. “Me corté el pelo como ellos, me vestí como ellos y me fui con ellos. Ellos cocinan no menos de seis horas al día, y la cocina es mi vida. Luego coges esa comida, se la ofreces a Krishna y se la llevas a los pobres mientras vas cantando”.

Durante seis meses le pasó de todo. A Migue siempre le han gustado los animales y en la India se propuso ver de cerca algunas especies como cocodrilos o serpientes. Para ello no dudó en hacerse pasar por biólogo mientras impostaba su dominio de la escena. El atrevimiento acabó con el mordisco de una pitón. Curiosamente, al lado, encima de un armario, hay un pequeño cocodrilo, como una cría, disecado y envuelto en papel film. Migue lo ve y se ríe. “Ese es Jackie. Me lo traje de Cuba y estuvo aquí tres años. Iba suelto por ahí”.

El viaje siguió varios meses más. Conoció a los zíngaros, a los noruegos que iban de tripi todo el día y hasta a un gurú espiritual, Osho, que le enseñó el yoga después de hacerle las pruebas del sida porque allí había mucho misticismo pero también mucho sexo. Y de todo aquello nace el libro que acaba de publicar.

Cuando volvió de la India montó un grupo con sus sobrinos. Siempre le tiró la música. Con 14 años ya tenía una modesta banda. Luego vino otra con los amigos del apartamento Ulises, en El Perelló. “Allí también pasaban algún tiempo los hermanos Cano. Los aspirantes a cantantes del grupo Why and Co éramos José María Cano y yo, y ya tiene guasa que el elegido fui yo. Tiempo después él triunfó a lo grande con Mecano”.

Gallinas, patos, cabras…

La afición le viene de sus padres: José Vercher y Maruja Ripollés. Su madre cantaba muy bien, su padre tocaba el bombardino y sus cuatro hermanas, la guitarra. Con Why and Co iba a las agencias artísticas y conseguía que les contrataran. Hasta que un día su padre le hizo un razonamiento y le dijo que igual que buscaba contratos para su grupo, podía hacerlo para otros y ganarse la vida con ello. “Vio que no me iba muy bien en la universidad y me propuso hacer lo mismo que hacía él con el arroz, pero con artistas. Y así empecé”. Lanzó a varios grupos valencianos y se encargaba de buscarle conciertos en la Comunitat Valenciana a gente de la talla de Mecano, Juan Luis Guerra o Alejandro Sanz.

Hasta que se hartó y se fue a la India. Luego siguió con otros negocios, unos urbanísticos y otros ligados a la televisión, a Canal 9. “Yo siempre digo que me jubilé con 37 o 38 años, pero he seguido haciendo cosas”. Como retomar el Festival de Benidorm en 1993. En su casa, en una de las plantas de su castillo, hay una sirenita de oro de tres metros de alto hecha con cartón piedra.

Ahora, ya en 2024, prefiere la vida contemplativa en Gilet. Allí es feliz con su sexta mujer, Mesi (diminutivo de Meseret), una modelo etíope mucho más joven que él. Sus tres hijos ya son mayores. Miguel tiene 42 años; Tati, 38, y Suria, 18. Migue se dedica a vivir tranquilo, a cuidar de sus animales y a cocinar, su gran pasión. La cocina está llena de tarros con especias y mil cosas más. Antes de despedirse busca una tarrina con una crema que él llama ‘pipasada’, una especie de sobrasada vegana hecha con pipas y pimentón que ofrece como un obsequio. Luego, antes de despedirse, muestra a los animales que tiene en una gran jaula. Allí conviven gallinas, patos y hasta un par de cabras. “Tengo veinte gallinas, siete patos y una cabra, que es Copi. Perros tengo cuatro. Dos duermen dentro y dos fuera. Todos tienen nombre, incluidas las gallinas. Cada noche bajo, suelto a Copi y, antes de cerrar, beso a cada gallina y les toco el papo para ver cómo están. Sólo tengo un gallo, que es Pipo, que es un gallo americano de Benifairó de la Valldigna. Y la otra cabra pensábamos que estaba preñada, pero ya hemos visto que lo que está es gorda”.

Ha caído el sol y, en contraste con la casa, hace frío ahí fuera, un terreno desde el que se ven nuevas habitaciones. Una, con una enorme cristalera con vistas a la montaña, tiene una serie de máquinas para hacer deporte. Es el castillo de Sonka. El lugar donde Miguel Ángel Vercher ha terminando haciendo eso mismo que le pedía la Madre Teresa en aquel viaje de mediados de los 90: amor y una sonrisa.

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