tribuno libre / OPINIÓN

Un Parlamento cada vez más inane

3/01/2022 - 

Las Cortes Generales constituyen sobre el papel la pieza central del sistema político y jurídico español. En su calidad de representantes directas del pueblo, ostentan las potestades públicas de mayor trascendencia: la potestad legislativa del Estado; la aprobación de sus presupuestos; el control de la acción del Gobierno, y la elección de todas o algunas de las personas que han de ocupar los más relevantes órganos constitucionales, tales como la Presidencia del Gobierno, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, etc.

El ejercicio cabal de estas potestades tiene, obviamente, una extraordinaria importancia para el buen funcionamiento del referido sistema y, a la postre, para el bienestar de los ciudadanos. Resulta por ello alarmante observar cómo durante la última década el parlamento ha mostrado una notable y creciente incapacidad para ejercerlas de manera satisfactoria.

Las Cortes, en efecto, han incurrido en considerables retrasos en la renovación del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas, del Defensor del Pueblo, etc. Todavía hoy siguen sin renovar el Consejo General del Poder Judicial, que lleva tres años en funciones y no parece que vaya a dejar de estarlo próximamente. Las resultantes situaciones de interinidad no sólo minan la confianza de los ciudadanos en las instituciones afectadas, sino que también pueden engendrar graves disfunciones prácticas. Nótese, por ejemplo, que los asuntos pendientes ante el Tribunal Supremo están aumentando de manera acelerada como consecuencia de la imposibilidad de que el Consejo en funciones, tras la última reforma de su normativa reguladora, pueda nombrar nuevos magistrados para cubrir sus vacantes.

Las dificultades para aprobar los presupuestos también se han acentuado notablemente. Hasta en cinco ocasiones durante la última década ha habido que prorrogar los del año anterior por falta del respaldo parlamentario requerido para su aprobación en tiempo y forma, las mismas veces que durante las tres décadas anteriores.

El control parlamentario de la acción del Gobierno ha dejado bastante que desear. Las comisiones parlamentarias de investigación que han proliferado durante los últimos años son reveladoras a este respecto. La mayoría de ellas se han dedicado a investigar y controlar no la acción del Gobierno del momento, sino la de un Gobierno que dejó de serlo hace ya años y que ahora se encuentra en la oposición. Sirva el ejemplo de las dos comisiones de este tipo que ahora mismo hay en funcionamiento. La primera tiene por objeto «la utilización ilegal de efectivos, medios y recursos del Ministerio del Interior, con la finalidad de favorecer intereses políticos del PP y de anular pruebas inculpatorias para este partido en casos de corrupción, durante los mandatos de Gobierno del Partido Popular. La segunda, «la gestión de las vacunas y el Plan de Vacunación en España». En medio de una pandemia que en menos de dos años ha provocado la muerte de más de cien mil personas en territorio español, las «preferencias reveladas» de nuestros diputados llaman la atención. A la primera comisión le han dedicado muchísimo más tiempo y esfuerzo (25 sesiones, cuyos debates ocupan 1.378 páginas del Diario de Sesiones del Congreso) que a la segunda (7 sesiones y 146 páginas). Nótese, además, que en esta última comisión no se investigan los aspectos más oscuros y cuestionables –y, por ello, más necesitados de esclarecimiento– de la gestión gubernamental de la pandemia, sino sólo uno de los escasos puntos de esta gestión respecto de los cuales el Gobierno considera que puede sacar pecho.

Especialmente grave resulta el deterioro que ha experimentado el ejercicio de la potestad legislativa. Con arreglo al diseño institucional contemplado con carácter ordinario en la Constitución española (y en la de prácticamente todos los países occidentales), el parlamento establece las leyes y el Gobierno las aplica con estricta sujeción a lo dispuesto en ellas. Sólo de manera excepcional y bajo condiciones muy estrictas puede el Gobierno legislar, dictar normas (decretos legislativos y decretos-leyes) que tienen la misma fuerza de obligar que las leyes.

Sin embargo, lo que sobre el papel es extraordinario y excepcional se ha convertido en la práctica en el cauce normal de producción legislativa. Gobiernos de todos los colores han usado y abusado profusamente de su poder de legislar, tendencia que se ha intensificado notablemente durante la última década, en la que se han dictado más decretos-leyes que leyes. La práctica está tan normalizada que los miembros del partido mayoritario de la oposición apenas reprochan ya al Gobierno de turno sus abusos, conscientes de que ellos hicieron lo mismo y volverán a hacerlo en cuanto tengan oportunidad.

Esta sustitución del parlamento por el Gobierno erosiona la legitimidad democrática de la legislación e incrementa el riesgo de que ésta incurra en arbitrariedades, abusos y desaciertos. Las leyes son elaboradas por las Cortes, el órgano que mejor representa al pueblo, a través de un procedimiento público y en el que pueden participar y deliberar ampliamente todas las fuerzas políticas, lo que reduce significativamente el riesgo de que se adopten regulaciones desacertadas. Además, la elaboración de los anteproyectos de ley debe someterse a un riguroso procedimiento que tiende igualmente a enervar dicho riesgo. Ninguno de esos requisitos se cumple en el caso de los decretos-leyes, que son aprobados por un órgano que posee menor legitimidad democrática y mediante un cauce todavía menos transparente y garantista que el utilizado ordinariamente para dictar simples reglamentos administrativos.

La incapacidad para legislar se agudiza y se vuelve particularmente problemática cuando se trata de adoptar leyes orgánicas. En primer lugar, porque para aprobarlas no basta una mayoría simple, sino que ésta ha de ser absoluta. En segundo lugar, dichas leyes regulan materias especialmente importantes y sensibles desde un punto de vista político, donde muchas veces resulta difícil lograr los consensos imprescindibles. En tercer lugar, aquí no resulta posible recurrir al decreto-ley; esas materias sólo pueden ser reguladas por las Cortes mediante ley orgánica.

La gestión de la pandemia proporciona un triste ejemplo de los graves problemas prácticos generados por esta incapacidad. Las medidas restrictivas de derechos que las autoridades españolas pueden adoptar para combatir una grave crisis sanitaria se regulan fundamentalmente en dos leyes orgánicas dictadas, respectivamente, en 1981 y 1986. La práctica ha puesto de manifiesto que ambas se han quedado obsoletas para hacer frente a una pandemia como la desencadenada por la covid19. Ninguna de ellas da una respuesta clara y adecuada a los problemas que aquí se han planteado, lo que ha ocasionado un monumental caos jurídico, que todavía hoy persiste. Sin embargo, a pesar de este caos y de los numerosos y serios varapalos judiciales que aquí ha recibido durante los últimos dos años, el Gobierno ni siquiera ha intentado promover una reforma de aquellas dos leyes orgánicas a fin de establecer reglas específicas que aclaren las cosas, despejen las dudas acerca de la posibilidad de tomar ciertas medidas sanitarias y establezcan las condiciones y los cauces apropiados para ello. Lo cual contrasta muy llamativamente con lo ocurrido en la mayoría de los países de nuestro entorno, que sí han aprobado una legislación específica, ajustada a las peculiaridades de la situación.

El problema no es únicamente de cantidad, sino también de calidad. Las leyes adoptadas por las Cortes están cada vez más trufadas de preceptos jurídicamente irrelevantes, inanes, que no regulan, ordenan, prohíben ni permiten conductas, sino que se limitan a formular meras declaraciones de deseo, intención o conocimiento o a reiterar sin valor jurídico alguno lo que ya se establece en otros preceptos.

Repárese, por ejemplo, en la disposición adicional 130ª de la última Ley de Presupuestos Generales del Estado. En ella «se autoriza al Gobierno a impulsar una Ley para la creación de la Agencia Española de Supervisión de Inteligencia Artificial», y se «regulan» algunos aspectos de sus funciones, actividad y organización. Esta disposición es un perfecto brindis al sol, pura propaganda. El Gobierno no necesita autorización previa alguna para impulsar semejante ley. La iniciativa legislativa del Gobierno ya viene consagrada expresamente en la Constitución. Por otro lado, la regulación de los referidos aspectos prevista en esta disposición adicional no produce efectos jurídicos mientras la Agencia no se cree y, si más adelante se crea, tampoco los producirá, pues entonces será derogada por la regulación específica y más detallada que con toda seguridad establecerá la ley de creación.

Parece claro que detrás de esta preocupante deriva parlamentaria se encuentra la creciente fragmentación y polarización del espacio político español, tanto en su dimensión derecha-izquierda como en la relativa a la distribución territorial del poder. Menos evidentes son las causas últimas de este fenómeno y, sobre todo, los remedios que podrían aplicarse para afrontarlo y mitigar sus efectos más nocivos. Las cosas, en cualquier caso, pintan mal, entre otras razones, porque no parece que las Cortes tengan la capacidad de acometer las grandes reformas que seguramente son necesarias para tratar de arreglar el problema.

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