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El callejero

Una pionera con sentimiento de culpa

Foto: KIKE TABERNER
5/12/2021 - 

VALÈNCIA. María Ángeles Lluch pasea por el campus de la Universidad Politécnica de Valencia (UPV) como quien vuelve a Nueva York después de mucho tiempo. Cada esquina esconde un recuerdo. Cada edificio es testigo de la evolución de esa universidad que ella vio crecer ladrillo a ladrillo. Y en esta mañana lluviosa, ventosa y gélida rememora, envuelta en una elegante estola y guarecida bajo un paraguas del tamaño de la Monumental de México, que allí en medio estaba el ágora, que se alcanzaba a través de una de las rampas procedentes de cada escuela. 

Ella estudió allí, ella dio clases allí, y allí se convirtió en una institución como catedrática en Tecnología de los Alimentos. Un estatus que aún se sostiene entre los veteranos, que la reciben con honores y veneración a pesar de que han pasado tres lustros desde que se jubiló de manera anticipada para no ir, por primera vez en sus vidas, a contrapié con su marido, un poco mayor y que ya había dejado el oficio. 

María Ángeles ya tiene 75 años, pero tiene muy buen aspecto y, aunque esa misma mañana le han puesto la tercera dosis de la vacuna, no baja la guardia -es decir, la mascarilla- ni un segundo. Al llegar a la sala que le ha reservado la secretaria, seca, pero empapada de melancolía, abre la puerta de sus memorias de par en par. "Esto me trae muchísimos recuerdos. Aquí ha transcurrido mi vida. Mi vida de estudiante y mi vida profesional. Muchos recuerdos, mucha nostalgia, mucha alegría y mucha satisfacción".

Aunque primero hay que irse hasta Tortosa, en las Terres de l'Ebre, donde se hunden sus raíces a través de unos antepasados dedicados al mundo agrícola. "Yo estaba un poco abocada a estudiar Agrónomos. Mi abuelo, Antonio Lluch, fue, a principios del siglo XX, uno de los fundadores de la comunidad de regantes de la margen izquierda del río Ebro, en su desembocadura. Y fue uno de los impulsores del canal para riego de la margen izquierda del Ebro. Años después, mi padre, José Lluch, fue el presidente de la Federación Nacional de las Comunidades de Regantes de España. Y María Ángeles Lluch estaba un poco abocada a este mundo. Pero en cuanto llegué a la Escuela de Agrónomos me di cuenta de que nuestros estudios son mucho más que lo puramente agrícola: van desde la producción agrícola y ganadera hasta que el alimento de origen vegetal o animal llega al plato del consumidor, garantizando su calidad, su salubridad y que sea hasta divertido y apetecible para el consumidor, pasando por toda la cadena". 

Cuando llegó la hora de estudiar Agrónomos, solo tenía dos opciones: Madrid, donde estaba la escuela más antigua, y València, que solo llevaba tres o cuatro años en marcha. En la familia solo habían tenido a una mujer universitaria y María Ángeles iba a convertirse en la primera Lluch ingeniera. Se decantaron por València porque aquí tenía a unos parientes con los que podía quedarse, y en 1963, el año que empezó, corroboró lo que ya sabía, que era una excepción, una rareza en un círculo, el universitario, copado por hombres. "En mi época, las mujeres que estudiaban, que todavía eran pocas, se decantaban casi siempre por carreras de letras: Historia, Filosofía, alguna hacía Derecho... Luego empezaron a entrar en licenciaturas tipo Farmacia. Las de mi generación fuimos abriendo el camino".

Tres mujeres rodeadas de cortesía

Solo ella y otra mujer, además de una repetidora, consiguieron llegar al último curso. Y antes que ellas, solo se habían titulado otras tres en la Escuela de Agrónomos. Eran las pioneras. La UPV nació un año antes de que acabaran, lo que la convirtió en una de las tres primeras mujeres egresadas de la universidad. Pero los primeros años se desarrollaron en Burjassot. "La Escuela empezó en un chalet encantador y muy agradable que había en el centro de una finca experimental de la estación naranjera de Burjassot. Era muy agradable porque éramos muy pocos. En mi promoción salieron 98 titulados, de los cuales tres éramos mujeres. Yo acabé en 1969. Teníamos clases de lunes a sábado. Nuestra obligación era estudiar y eso de salir y distraerse era algo utópico para los que estudiábamos una ingeniería". 

Siempre fue muy buena estudiante. Y no perdía el tiempo en cosas de jóvenes como fiestas o guateques. Ir a clase y estudiar. Poco más. Por eso, quizá, recuerda como un momento especial el descanso a mitad mañana, de 10 a 10.30, para disfrutar del almuerzo dando un paseo por la finca de naranjos. Ella en ese momento no se sentía tan especial. Eso lo descubrió después, cuando tuvo la perspectiva suficiente para ver lo excepcional de que una mujer estudiara una ingeniería en pleno franquismo. Aunque el trato en clase siempre fue excelente y exento de machismo. "El ambiente de la época era fantástico. Éramos muy pocas chicas, pero con los compañeros yo tengo un recuerdo maravilloso. Siempre tuvieron con nosotras un trato absolutamente exquisito y delicado. No tengo más que buenas palabras para mis compañeros de promoción". 

Eran otros tiempos. Los profesores vestían de traje y los alumnos debían ir con corbata a los exámenes. Todos, unos y otros, desprendían cortesía hacia sus compañeras y pupilas. "El director de la escuela, don Eusebio González Sicilia, que era un señor de los de antes, que vestía con chaleco, corbata y sombrero, cuando me veía, pedía a mis compañeros que me hicieran un pasillo, y entonces él aprovechaba y se levantaba el sombrero y me decía: 'Pase usted, señorita'. Y yo procuraba que no me viera porque me daba mucha vergüenza". Sus compañeros también las colmaban de atenciones. Esperaban a que pasasen ellas primero y les cedían el mejor sitio del aula. "Ahora hay otro trato...", añade. 

Uno de sus maestros, Eduardo Primo Yúfera, se convirtió en una persona fundamental en su formación. "Le guardo mucho cariño y le estoy muy agradecida. Cuando acabó la carrera, como era muy buena estudiante, me ofreció presentarme a una convocatoria de becas que acababa de lanzar el Ministerio, que ahora son más corrientes, las becas FPI, pero en aquella época empezaban y como yo tenía muy buen expediente me dijo que la pidiera. Me la dieron y ya empecé en el Instituto de Agroquímica y Tecnología de los Alimentos a hacer el trabajo experimental de investigación para la tesis doctoral. Eso ya me fue conduciendo a la investigación. Enseguida me pidieron que participara en dar clases. Aún me acuerdo de mi contrato: profesor ayudante de clases prácticas".

600 pesetas, su primer sueldo

Era un trabajo mal remunerado. Le pagaban por clase dada, así que en festividades como la Navidad o la Semana Santa, no cobraba. El primer mes se embolsó 600 pesetas, una miseria que voló con la tarta que compró para invitar a la familia. "Pero si la residencia donde vivía entonces me costaba 5.000 pesetas. Así que 600 pesetas eran una limosna". Pero una mujer tan brillante no tardó en prosperar. Primero como profesora adjunta interina -aunque María Ángeles nombra todos los cargos en género masculino porque era como se establecían en su época, en los años 70-, luego sacó el número uno de las oposiciones y ya comenzó a percibir un sueldo más digno que para sacar una familia adelante. Su buen resultado le permitió elegir la plaza de Ingenieros Industriales de València. Hasta que en 1985 se agrupó a los profesores por áreas de conocimiento, en su caso el área de Tecnología de los Alimentos, y ahí volvió a hacer de pionera y alcanzó el estatus de catedrática, una de las pocas de la UPV. 

Por eso María Ángeles, que va pintada y peinada de peluquería, nos pastorea por el campus hasta llegar a una zona de columnas. Unas, casi todas, están pintadas de azul y el resto, unas pocas, de rojo. "Es para representar el porcentaje de mujeres catedráticas que hay en la Politécnica -un cartel informa de que hay 249 hombres y 48 mujeres-. Y eso ahora. Imagínate en mi epoca". 

Foto: KIKE TABERNER

La catedrática, que daba clase en la Escuela de Agronómos y, sobre todo, en la de Industriales, fue una mujer que nadó a contracorriente. En la UPV conoció a su marido, Vicente Serra, que obtuvo una cátedra en Estadística y fue el primero director oficial electo de la Escuela de Informática. Ambos se volcaron en su profesión mientras hacían equilibrios para sacar adelante una familia con tres hijos en unos tiempos en los que la norma era que el hombre trabajaba y la mujer cuidaba de la casa. Pero María Ángeles, y su esposo siempre la respaldó, no estaba dispuesta a renunciar a su vida, que era la docencia y la investigación. "Cuando yo empecé, la sociedad no estaba preparada para una mujer trabajadora. No había casi guarderías, los parvularios eran escasos, no podías dejar al niño si todavía llevaba pañal... Mi marido y yo tuvimos que hacer filigranas. Fue una época muy complicada. Ahora lo recordamos con mucho cariño pero supuso mucho esfuerzo. Mi marido decía: 'Con lo que yo gano, vivimos; con lo que tú ganas, pagamos a gente que nos cuida a los niños'". 

María Ángeles buscó un pediatra que cerraba a las diez de la noche. Eso le permitía llevar a un niño enfermo cuando salía, generalmente tarde, del trabajo. Eso, y más dentro de una sociedad, la de entonces, que no veía con buenos ojos a una madre trabajadora, acabó abonando un sentimiento de culpa que le costó desprenderse. "Es que había días que dejabas a un hijo con 39º de fiebre en casa con una cuidadora", subraya. No entendió que había hecho lo correcto hasta que su hija, que estudió Medicina, le dijo un día: "Mamá, yo no me planteo tener una familia diferente a la nuestra; yo me siento muy orgullosa".

Burlas por ser una mujer trabajadora

Pero no todo el mundo la evaluó de la misma manera. Algunas amigas la menospreciaron con comentarios despectivos. "A veces salía una y te soltaba: 'Yo no trabajo porque no lo necesito. Mi marido ya gana los suficiente...'. Porque la idea entonces era que trabajabas solo porque necesitabas el dinero no por realizarte como persona". La mujer tenía que estar en casa y solo trabajaban las que tenían que completar un sueldo insuficiente del marido. Por eso muchos hombres la veían como a una intrusa. "Y cogían y te decían: 'Mira esta, trabaja y le está quitando el puesto a un hombre'. Pero mis compañeros siempre me apoyaron". 

Ya no volvió a Tortosa, hoy convertido en un recuerdo triste por todos los que ya no están. No le gusta hablar del asunto, de los muertos, de la pena que arrastra. Y por eso las visitas a Tortosa ya son muy esporádicas. "Cuando me preguntan, digo que he ido a demasiados entierros y que mi vida ya está aquí". 

Foto: KIKE TABERNER

En la conversación también sale huyendo de allí para recobrar el entusiasmo poniendo en valor el grupo de investigación que creó, el MiQuAli, de donde salieron cuatro nuevas catedráticas y muchos discípulos. Nunca dejó de construir, de ampliar sus conocimientos, de ser mejor y hacer mejores a los que la rodeaban. Hasta que llegó 2007 y, con todo el dolor de su corazón, decidió que merecía la pena irse a tiempo. "Un día le pedí al director que cuando acabara el consejo de departamento me cediera la palabra. Y entonces, con la voz entrecortada, le comenté a mis compañeros que lo dejaba. Me costó mucho y me fui llorando a lágrima viva". 

No tardó en descubrir que le esperaba una vida algo menos apasionante pero igual de placentera. María Ángeles y Vicente no paran. Viajes, temporadas en el campo, en la casona de Rubielos de Mora junto a sus tres hijos y sus seis nietos, las clases de Historia del Arte, las actividades culturales... "No paramos", presume a sus 75 años esta mujer amable y severa. "Mis hijos dicen que soy muy cuadriculada, pero yo es que soy muy analítica y las cosas tienen que ser como tienen que ser", explica después de haberle reñido al fotógrafo por bajarse la mascarilla por debajo de la nariz. 

Pero ese carácter fue el que le permitió avanzar en el mundo académico y convertirse en una pionera, como comprobó el día que fue a colegiarse y en el Colegio de Ingenieros Agrónomos de Levante, donde hoy es la más veterana, fue recibida, por inusual, por una comitiva encabezada por el decano. "Yo me siento orgullosa de pertenecer a una generación de mujeres que abrió camino con tesón y coraje. En el momento de ser pionera, no lo valoraba, pero mi hija sí que lo ve y dice que tendría que tener más reconocimiento", explica con un velo de incredulidad esta mujer firme antes de despedirse emocionada de los compañeros que quedan por allí, de abrir el paraguas y regresar a ese campus sembrado de recuerdos, de excelentes recuerdos de los tiempos en los que una mujer era casi una excentricidad.

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