Conozco a Bego desde hace tantos años que no recuerdo bien en qué momento dejé de verla como una cocinera honesta, guerrera (guerrera siempre fue) y fiel (esto no es tan habitual en su sector), para terminar siendo lo que es hoy: una cocinera total que dirige con pulso uno de los —lo tengo clarísimo— mejores restaurantes gastronómicos de España. ¿En qué momento se coló en esa lista de intangibles? Hablo de esa veta imaginaria que todos los pirados del placer en torno a una mesa tenemos en la cabeza cuando pensamos en nuestro papeo favorito: Benito Bardal, Josean Nerua, los Roca, Dabiz, Jordi Vilà, los chicos de Disfrutar, Angel León, Maca, Ricard o Quique. Esa gente. Pues ahí está, ya sin ningún lugar a dudas, nuestra Begoña Rodrigo. Tela con el viaje.
Acogedor y lleno de luz
Determinante ha sido, sin duda, el traslado a un espacio como el que ahora ocupa. Estoy hablando de ese palacete colonial del siglo XVIII en pleno corazón de Ruzafa (Pere III el Gran) con uno de los jardines interiores más bonitos del planeta gastronómico, las buganvillas tomando las paredes, la luz (bellísima) que se cuela bajo el cañizo, los cócteles de Denys Cherkasov. En el interior (obra de la diseñadora Silvia Bellot), las plantas caen del techo, conviven manzanillas y damajuanas; imposible dejar de mirar los suelos de baldosa hidráulica, su infinita gama de colores, de ese amor por la cerámica artesana venimos. Teselas geométricas de gres de cerámica Nolla. Es curioso el contraste —la memoria de lo que fuimos frente a la cocina creativa de Bego—. Yo sí velo el hilo que los conecta: el amor por las cosas bien hechas, el temple, el tesón, las ganas de vivir, las ganas de expresar, crecer sin pisar a nadie, no tener más objetivos que hacer bien tu trabajo, cuidar a los tuyos y dormir a pierna suelta. Bego nunca pisó a nadie para llegar hasta aquí.
Sobre la mesa van pasando los platillos al son de los vinos que elige Mayte Pérez, al mando de la sala. La conocí en la Cuina de Boro, cuando todavía fumábamos puros en la sobremesa, fue un Partagás. Muchos quilates de historia. Quisquillas frescas con un Pouillon de Mareuil-sur-Äy, Sarandonga («Un arroz con bacalao») de la mano de un Gran Caus desde el Garraf. No puede faltar su ya totémico pase de la anguila (majestuosa con caviar y en blanquet) y la chirivía Tot de Poble. Antes de los quesos (bravo por hacernos felices a los que amamos el queso), fin de fiesta glorioso con la codorniz y un VORS de Osborne, Sibarita. En algún momento le pregunto cómo sería su restaurante ideal: «Que sea honesto, que se coma bien, que se cuide el producto, que sea un restaurante desnudo; estoy muy cansada de las imposiciones, en general. Un restaurante perfecto es aquel que cuando te vas de él, piensas que has estado en casa; es como que tú lo dejas y un trozo de mí se quedó ahí». Eso me pasa siempre en La Salita.
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Plato destacado → Cuatro menús de diferente longitud, dos de ellos ovolactovegetarianos. Pero si me preguntan, de cabeza a por Sangonereta. Yo es que creo en el «guisa que te guisa, María Luisa».